EL REY ARRASTRADO

Una risa me brotó de la garganta. No era una risa alegre, ni mucho menos sincera, sino una carcajada seca, llena de burla y frustración que se sintió extraña en el silencio del bosque. La mirada de Dante se endureció aún más, y pude ver la sorpresa en sus ojos. A él no se le reían. Y mucho menos una mujer que lo había encontrado atado a un árbol, sin ayuda y al borde de la muerte. Su orgullo era tan visible como sus heridas, y mi risa era una daga clavada en él.

—¿Te pertenezco? —dije, mi voz temblando con la burla—. Mira, cariño, la última vez que alguien me dijo eso terminó con el cuello roto y la nariz fracturada. Te recomiendo que te guardes esas palabras para tu próximo esclavo.

No esperé su respuesta. Saqué mi navaja del bolsillo, la misma que había pertenecido a mi padre, un recuerdo de un pasado más simple y feliz, y con un solo movimiento, corté las cuerdas que lo ataban. El peso de su cuerpo inerte cayó al suelo con un golpe sordo, y su gruñido de dolor resonó en el silencio de la noche. Se quedó sin aliento por el impacto. Yo, por mi parte, sentí un escalofrío. Estaba débil, sí, pero su presencia, su aura de peligro, seguía siendo innegable. Había algo en él que me recordaba a un depredador herido: más peligroso que nunca.

—Ahora, levántate —ordené, mi voz tan fría como la suya.

Él intentó levantarse, pero su cuerpo no respondía. Sus heridas eran demasiado profundas, y el dolor lo estaba consumiendo. Se tambaleó, y yo aproveché la oportunidad para agarrarlo por el brazo y arrastrarlo, sin ninguna delicadeza, hacia la casa rodante. El peso de su cuerpo me obligó a tensar cada músculo, pero me negué a ceder. La rabia me impulsaba. La rabia de haber tenido que detener mi huida para salvar la vida de un hombre que era, sin lugar a dudas, lo que mi padre más me había advertido: un depredador. Lo arrastré por el suelo, sin importarme el barro o las ramas que se le clavaban. No era un hombre, era un problema.

Cuando llegamos a la caravana, lo empujé hacia adentro sin piedad. El espacio reducido, que era mi único refugio, se sintió de repente pequeño y vulnerable con su imponente figura ocupándolo todo. Lo vi caer sobre el estrecho colchón, su rostro crispado de dolor, pero sus ojos seguían clavados en mí, llenos de esa furia silenciosa y peligrosa que me prometía el infierno.

—Te llevaré a mi casa, pero que te quede claro: no eres mi prisionero, ni soy tu esclava —dije, mi voz ahora sin rastro de burla, solo una fría declaración de intenciones—. Soy la única persona que puede curarte, y mientras estés bajo mi techo, mis reglas son las únicas que importan. Así que te recomiendo que mantengas la boca cerrada si no quieres que te deje morir desangrado en el suelo de mi caravana.

Él me miró con una furia silenciosa, su mandíbula apretada con tanto dolor y orgullo que pensé que podría romperse. Sus ojos gélidos me prometían un infierno, pero no me importó. Lo único que me importaba era salvarle la vida y luego seguir con la mía. La suya, a partir de ahora, era mi responsabilidad.

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