La casa rodante, mi refugio, se había transformado en un quirófano improvisado. La luz tenue de la bombilla de emergencia creaba sombras alargadas, haciendo que el pequeño espacio se sintiera aún más claustrofóbico. Con manos temblorosas pero firmes, desinfecté mis herramientas quirúrgicas, las mismas que mi padre me había enseñado a usar. El olor a alcohol se mezclaba con el olor metálico de la sangre. Un olor que me recordaba la fragilidad de la vida humana. Mi corazón latía con la fuerza de un tambor de guerra, pero mi mente estaba en blanco, enfocada en la tarea. No había lugar para el miedo, solo para la supervivencia.
Me acerqué a Dante, cuya piel estaba fría y pálida. Su cuerpo, inmóvil en el colchón, parecía el de un depredador herido, un león dormido que podía despertar en cualquier momento. Con un aliento profundo, tomé el bisturí. La hoja, afilada y brillante, reflejaba mi rostro, pálido y sudoroso. Con un corte rápido y preciso, abrí su herida, buscando la bala. Mis manos