El aire dentro de mi casa rodante se sentía pesado, como si la presencia de Dante hubiera consumido todo el oxígeno. Su cuerpo, un peso muerto, cayó sobre el estrecho colchón que servía de cama, haciendo que el pequeño vehículo se estremeciera. El espacio, antes mi único refugio, ahora se sentía invadido, violado. Me detuve por un momento, mirando su figura imponente. Sus hombros anchos y su pecho musculoso casi tocaban las paredes de la caravana. A pesar de sus heridas, seguía siendo una presencia aterradora. La sangre se extendía por el colchón, un recordatorio de que no había vuelta atrás. No podía dejarlo morir, no después de haberlo salvado.
Con un suspiro de resignación, me acerqué a él. Mis manos se sentían frías mientras desabrochaba su cinturón de seguridad y la hebilla de sus pantalones. Quise ser profesional, una enfermera en una misión, pero mi corazón latía con una mezcla de miedo y adrenalina. Había algo en él que me atraía y me aterraba al mismo tiempo. Quité la camisa hecha jirones que aún cubría parte de su torso. Sus tatuajes, oscuros y elaborados, eran como un mapa de su vida, una historia de violencia y poder grabada en su piel. Eran el símbolo de la Bratva, el tatuaje de un verdadero líder. No era un hombre ordinario, era el Zhar, el rey de la mafia rusa. Mis manos temblaron al tocar su piel, caliente por la fiebre.
Comencé a curar sus heridas superficiales. Limpié los cortes con alcohol, suturé algunos con hilo y aguja, e hice lo posible por detener la hemorragia. Mi mente estaba enfocada en el trabajo, mi cuerpo se movía con la precisión de un cirujano. Pero mi corazón estaba acelerado, sabiendo que en cualquier momento, él podía despertar y atacarme. Lo observé por un momento. Su rostro, a pesar del dolor, seguía siendo un monumento a la crueldad. Sus cejas, gruesas y oscuras, se fruncían en un gesto de agonía. Su mandíbula, apretada, era un recordatorio de su fuerza de voluntad.
Cuando llegué a su costado, mi aliento se detuvo. Debajo de una herida superficial, había un corte más profundo. Un pequeño círculo oscuro. No era un corte, era un agujero. Un agujero de bala. Mi sangre se congeló en mis venas. La herida no sangraba en la superficie, pero la tela de su camisa estaba empapada por dentro. Había estado sangrando internamente durante horas. La bala estaba dentro, y cada latido de su corazón la empujaba más y más profundo.
El pánico me invadió, un frío terror que me hizo retroceder. No era solo un hombre herido, era un hombre muriendo. Y yo, una simple mujer huyendo de su pasado, era la única que podía salvarlo. Con cada segundo que pasaba, la hemorragia interna se hacía más grande. No tenía las herramientas adecuadas, no tenía el conocimiento suficiente para una cirugía tan complicada. Lo miré, su rostro pálido y sus labios agrietados, y supe que estaba en el límite. Tenía que tomar una decisión, una decisión que cambiaría mi vida para siempre. Tenía que sacarle la bala o dejarlo morir.