El motor de mi casa rodante, mi única compañera en esta huida, tosió por última vez antes de rendirse con un gemido metálico. El silencio del bosque me golpeó con la fuerza de un puño. No podía quedarme quieta. La inmovilidad era la muerte. Desde que mi tío asesinó a mi padre y juró que me controlaría para casarme con un hombre perverso, mi vida se había convertido en una carrera contra el tiempo. Cada kilómetro recorrido era un suspiro de libertad, pero cada parada era un recordatorio del peligro que se cernía sobre mí. Mi padre, antes de morir, me había enseñado todo lo que necesitaba para sobrevivir en la calle y en la naturaleza: combate, el uso de armas, mecánica y, sobre todo, primeros auxilios. Esas habilidades, antes un juego entre padre e hija, se habían convertido en mi única esperanza.
Afuera, la noche caía como una cortina de terciopelo. El aire estaba cargado del aroma a pino y tierra mojada, un olor que me recordaba a la soledad y la libertad que tanto anhelaba. Con la linterna en mano, salí a inspeccionar el motor. Los cables estaban fritos y el olor a aceite quemado me revolvió el estómago. Era una trampa. Me detuve en seco, mis oídos, entrenados para el peligro, captaron algo. Un golpe seco. Un gemido ahogado. Mi instinto, el mismo que me había salvado de las garras de mi tío, me gritó que corriera, pero algo en el sonido me obligó a seguir. Me acerqué con sigilo, moviéndome entre la oscuridad de los árboles, con la navaja de mi padre en la mano. El sonido se hizo más claro: el roce de una tela, el arrastre de un cuerpo. Me asomé detrás de un gran roble y, a la luz pálida de la luna, mi sangre se congeló. Un hombre yacía atado a un árbol. El torso, desnudo y cubierto de hematomas, brillaba bajo la luz plateada. Había heridas profundas, cortes que se veían como el trabajo de una navaja, y una de sus piernas estaba doblada en un ángulo antinatural. Sus ojos estaban cerrados, pero incluso en la oscuridad pude ver que su rostro era de una belleza afilada, casi cruel. No era un hombre común. Sus tatuajes, oscuros y elaborados, no eran los de un vagabundo, sino los de un líder. Mientras lo observaba, una voz en mi cabeza me dijo: "Déjalo morir. No es tu problema. La gente como él solo trae problemas. No arriesgues tu vida por un completo desconocido". Pero mi naturaleza, la misma que me llevó a curar a un perro callejero con una pata rota, me hizo sacar mi kit de primeros auxilios. Mi padre, antes de que mi tío lo matara, me había enseñado a ser una superviviente y a usar mis conocimientos, y eso significaba ayudar a los que lo necesitaban, incluso si ese hombre era el mismísimo demonio. Me acerqué a él lentamente. Su olor, una mezcla de sangre, tierra y un perfume masculino muy caro, me invadió. Empecé a examinar sus heridas. Su respiración era superficial, sus pulsaciones débiles. Estaba al borde de la muerte. De repente, sus ojos se abrieron de golpe. Eran de un azul gélido, como el hielo. Sus pupilas me miraron con una intensidad tan feroz que me hizo retroceder. Su voz, un susurro áspero y ronco, rompió el silencio del bosque. "¿Quién eres tú, y por qué no me has dejado morir?"