El aire se quedó atrapado en sus pulmones por un momento. La furia, una oleada de calor incontrolable, amenazaba con consumirlo. Nadie le hablaba así, mucho menos una mujer que había encontrado moribundo en el suelo. Los hombres se arrodillaban, le rogaban y temían su mirada. Esta chica, en cambio, con sus ojos de jade tan intensos como las esmeraldas más puras, le ofrecía una elección, como si su vida fuera una mercancía que él podía comprar o dejar. La rabia ardió en su pecho, una ira fría que amenazaba con consumirlo. ¿Quién se creía que era para hablarle con ese descaro? Su orgullo, su autoridad, todo su mundo se había construido sobre el poder y el respeto ciego de los demás. Y ahora, una extraña lo estaba desafiando, lo estaba humillando. Quiso gritar, agarrarla por el cuello y recordarle quién era él, pero el dolor era una mordaza en su garganta, una cadena que lo mantenía prisionero.
Pero la rabia dio paso a algo más. La curiosidad, la sorpresa y, lo más peligroso de todo, una chispa de una emoción que creía muerta: la obsesión. Su cabello rojo, sus ojos desafiantes y la forma en que su cuerpo se movía con una gracia salvaje... todo en ella gritaba peligro, y a él le gustaba el peligro. Ella no era una mujer común, era una anomalía. Había visto mujeres fuertes, pero la de ella era una fuerza silenciosa y letal, la de una superviviente. Un instinto primario se activó en su interior, un deseo de poseerla, de someterla, de ver esa fuerza doblegarse solo para él. A pesar de que cada músculo en su cuerpo le gritaba que la sometiera, sabía que en ese momento no podía. La traición lo había dejado casi muerto, y necesitaba vivir. No solo para vengarse de Dimitri y la Vongola, los traidores que habían intentado asesinarlo, sino para entender por qué un ser tan puro como ella se atrevía a desafiarlo. Tenía un imperio que recuperar, una lealtad que castigar y una nueva obsesión que explorar. La vida de un hombre como él no podía terminar en el suelo de un bosque, esperando la muerte. Tenía que volver, tenía que recuperar su trono y, ahora, tenía que hacerla suya. —Sálvame —dijo, y la palabra salió de sus labios con una autoridad que no dejaba lugar a dudas. No era una súplica, era una orden, una promesa de poder futuro—. Sálvame, y luego hablaremos de tu pago. Pero que quede claro, niña. A partir de ahora, tú me perteneces. No escaparás de mí. Su voz, a pesar del dolor, era un trueno que resonaba en el silencio del bosque. La miró a los ojos, y el azul gélido se encontró con el jade ardiente. No había ni una pizca de miedo en sus ojos, solo un destello de desafío. A pesar de las amenazas, él sabía que ella no era una mujer que se rindiera fácilmente. Y eso, para Dante, era el mayor tesoro que podía encontrar.