El primer sentido que regresó a Dante fue el dolor. No era una molestia, sino un fuego quemando cada nervio en su cuerpo, un recordatorio brutal de la traición. El segundo, el olor. Un extraño pero agradable aroma a pino y flores silvestres que se mezclaba con el penetrante olor a desinfectante. Abrió los ojos con dificultad, la luz tenue de una bombilla parpadeante lo cegó. La confusión se apoderó de él, pero se disipó rápidamente cuando vio el techo bajo y las paredes estrechas de madera. No estaba en un hospital, ni en una de sus mansiones. Estaba en un maldito ataúd de metal. Sus músculos se tensaron, y un gruñido escapó de su garganta, ronco y lleno de rabia.
En ese preciso momento, la puerta de la caravana se abrió y la mujer entró. Llevaba ropa manchada de tierra y grasa, sus manos también sucias, pero su cabello rojo seguía siendo tan brillante como el sol. Su mirada era cansada, pero sus ojos de jade no reflejaban miedo. La vio acercarse a él con una gasa y un vaso de agua. S