El terror, un escalofrío helado, recorrió mi cuerpo, pero no duró. Mi mente, entrenada por mi padre para reaccionar ante las crisis, se puso en marcha. No tenía tiempo para el pánico. Tenía una hemorragia interna y una bala que sacar, o él moriría. Mis manos, que habían temblado hace un momento, se calmaron. La adrenalina me daba una claridad cruel. Sabía que no había un hospital cerca, ni equipo médico avanzado. Pero mi padre me había enseñado más que a cambiar una llanta y defenderme. Había sido un paramédico militar antes de que mi tío arruinara su vida, y me había transmitido todo su conocimiento. Con un aliento profundo, me dirigí a un pequeño compartimento en la parte trasera de la caravana. Abrí la puerta y saqué mi kit de cirugía de emergencia, un regalo de mi padre que siempre llevaba conmigo. El kit estaba limpio, desinfectado, con todo lo que necesitaba para una cirugía de campo.
Mientras lo preparaba, noté algo. Colgando de su cuello, entre los tatuajes oscuros, había una