Mundo ficciónIniciar sesiónEn un hotel donde los secretos brillan, Leonela reta con un vestido amarillo que desafía las miradas y un impulso que desafía las reglas. Harta de las burlas de su hermana y su arrogante novio, decide no llegar sola a una noche de apariencias. En un acto de rebeldía, elige a Enrique, un mesero de porte magnético y ojos que esconden más de lo que revelan, para ser su cómplice en un juego de engaño. Un beso audaz frente a todos enciende la chispa de una farsa que pronto se complica. Enrique demuestra una astucia que la hace cuestionar sus propios motivos. Lo que comenzó como un reto para probar un punto se transforma en algo más profundo, un romance inesperado que florece bajo el peso de las expectativas y los prejuicios.
Leer másDedicatoria
A mi familia, esos faros inquebrantables en la tormenta de las palabras: por ser el silencio que da eco a mis sueños, el abrazo que sostiene mis dudas y la risa que ilumina las páginas en blanco. Sin ustedes hilos invisibles, este tapiz de historias se deshilacharía.
Y a ustedes, lectores intrépidos, guardianes de lo efímero: gracias por detener el tiempo en estas líneas, por prestar sus ojos a mis sombras y corazones a mis luces. Que cada palabra les devuelva un pedazo de magia, como un secreto compartido bajo las estrellas.
Este libro es suyo, tanto como mío.
Agradecimiento
A quienes me inspiraron y por creer en mí cuando todo parecía incierto. Sin su apoyo constante, este libro no existiría.
A ellos por empujarme a seguir adelante con su ejemplo.
A la vida, con sus giros inesperados: gracias por las lecciones duras y los momentos de luz que alimentaron estas palabras. Este libro es un gracias colectivo; espero que les devuelva algo de lo que me han dado.
Prólogo
El aire del Gran Esmeralda olía a jazmín y ambición, un elixir que impregnaba el vestíbulo como una promesa susurrada en la penumbra de la noche. Bajo las lámparas de araña que derramaban confeti de luz dorada, los invitados se movían como sombras elegantes, tejiendo redes de secretos y sonrisas fingidas. Leonela irrumpió en ese mundo de perfección impostada como un relámpago en un cielo sereno: su vestido amarillo destellaba como un faro rebelde, y sus tacones marcaban el pulso de un corazón que latía con fuego indomable. No era solo una mujer; era un desafío vivo, una chispa que ardía contra las cadenas invisibles de un linaje que siempre la había juzgado, la había marginado.
Esa velada no albergaba planes trazados en agendas de cuero; solo un juramento silencioso: No llegaré sola. Sus ojos, del color del atardecer furioso, barrieron el salón hasta posarse en su hermana Cassandra y en Paul, su novio, encaramados en su pedestal de arrogancia. Sus risas resonaban como cristales afilados, un recordatorio punzante de las burlas que habían esculpido su exilio familiar. Samantha y Olivia, las fieles acólitas de Cassandra, orbitaban a su alrededor con collares de perlas que parecían grilletes y vestidos que susurraban veneno envuelto en seda.
Pero el destino, caprichoso tejedor, tenía otros hilos en juego. En el borde del caos, Enrique sostenía una bandeja de plata como si fuera una corona prestada, su elegancia natural desmintiendo el rol que le habían impuesto. Camisa blanca impecable que abrazaba su silueta con precisión quirúrgica, pantalón azul de corte inquebrantable, zapatos que reflejaban el mundo con insolente claridad. No era un mesero; era un enigma con ojos oscuros, profundos como pozos de curiosidad contenida. Leonela no lo pensó dos veces. Cruzó el espacio entre ellos en un suspiro, lo tomó del brazo y lo besó con una pasión que trascendía el teatro: era un reclamo para sí misma, un desafío al guion invisible de su vida.
—Sigue la corriente —murmuró contra sus labios, su voz un hilo de seda tembloroso de audacia.
Enrique, atrapado en el vértigo de ese instante robado, respondió con una calma que velaba su propio desconcierto: —Perdóname por llegar tarde, amor.
Y así, en el corazón del engaño, brotó una verdad inadvertida. Las miradas de los invitados se clavaron en ellos como flechas curiosas; las risas mordaces de Cassandra y Paul se quebraron en el aire; las pullas de Samantha y Olivia se disiparon como humo. Porque en el Gran Esmeralda, donde los secretos se visten de gala y las pasiones se disfrazan de capricho, Leonela y Enrique acababan de encender una llama que no seguiría guiones ni pediría venia. El amor, imprevisible como una tormenta en el desierto, estaba a punto de reescribir sus destinos entrelazados. Y en las sombras de esa noche, nadie —ni siquiera ellos— podía imaginar las tormentas que vendrían.
El salón del hotel, bañado en la luz dorada del ocaso, era un santuario de mármol donde las promesas rotas y las verdades a medio desenterrar colgaban en el aire como polvo suspendido. Leonela, junto a Enrique, sentía el anillo como una armadura oxidada, un recordatorio de la fragilidad y la fuerza del amor. Frente a ellos, Ricardo y Elena los observaban expectantes. En un rincón, Cassandra y Paul destilaban veneno con cada gesto, sus rostros tensos como cuerdas al borde del quiebre.—Expliquenme —ordenó Ricardo, su voz un trueno contenido que reverberó en las paredes, un eco de autoridad y duda.La confesión de Enrique resonaba en su mente, pero sus ojos, cálidos y suplicantes, la instaban a mirar más allá del engaño. Enrique avanzó un paso, su traje gris proyectando una autoridad que ya no podía ocultar. Su mano rozó la de Leonela, un gesto fugaz pero cargado de promesas.—Señor Fimbres —dijo, su voz firme, atravesada por un leve temblor humano—, amo a su hija. Estoy aquí para casarm
El crepúsculo había teñido los jardines del hotel de un resplandor carmesí, como si el cielo mismo presagiara el caos que estaba por desatarse. Enrique corría por el sendero de grava, su corazón latiendo al compás de sus pasos, cada uno impulsado por la urgencia de encontrar a Leonela. El anillo, aún guardado en su bolsillo, parecía quemarle la piel, un recordatorio de las promesas rotas y las verdades a medio decir. Frente al gran salón, donde se colocaban los últimos detalles de la boda de Cassandra y Paul se desplegaba en un derroche de luces y risas, un guardia de seguridad, Carlos, le bloqueó el paso, su figura imponente como una muralla.—Señor, no puedo dejarlo entrar es un evento privado —dijo Carlos, su voz firme pero no exenta de cortesía, mientras cruzaba los brazos sobre el uniforme impecable.Enrique, con el aliento entrecortado, lo miró con una mezcla de súplica y determinación.—Entiendo que hace su trabajo, pero debo entrar —replicó, enderezándose—. Soy el nieto de Alfo
En el pasillo, el zumbido de las máquinas del hospital llenaba el silencio. Leonela sintió que el suelo se tambaleaba bajo sus pies. En su mano, aún sostenía el sobre del reporte toxicológico que Arnulfo le había entregado. Samara lo drogó, pensó, y la verdad de esas palabras chocó con la traición que aún sentía. Miró a Enrique, atrapada entre la indignación y el eco de sus recuerdos: el agua fría de la piscina y el rescate, las toallas, el momento que pasó con Samara en el penthouse. Todo era real, y sin embargo, todo estaba teñido de mentiras.—¿Cómo puedo creerte? —preguntó, su voz apenas un susurro, mientras una lágrima traicionera escapaba por su mejilla—. ¿Cómo puedo confiar en ti ahora?Enrique extendió una mano, pero no la tocó. Sabía que el abismo entre ellos era más profundo que nunca.—Dame una oportunidad —suplicó—. Déjame demostrarte quién soy, sin que hable mi apellido. Solo yo.Leonela no respondió. Dio media vuelta y caminó por el pasillo, dejando tras de sí un silencio
Leonela lo miró con desprecio, sus labios temblando de rabia contenida.—Da igual —espetó, su voz afilada como un cristal roto—. Solo di que te aprovechaste de mí.Enrique frunció el ceño, desconcertado.—¿Aprovecharme? —Su voz era un murmullo incrédulo, herido. Nunca habían cruzado esa línea, nunca habían compartido más que promesas y roces cargados de anhelo—. Leonela, yo…El zumbido de su teléfono lo interrumpió. Una llamada entrante iluminó la pantalla. Leonela soltó una risa amarga, sus ojos brillando con sarcasmo.—Adelante, contesta —dijo, cruzándose de brazos—. Seguro es tu novia.Enrique negó con la cabeza, su rostro tenso.—No me estás escuchando —el teléfono vibró de nuevo, insistente, pero él alzó la voz, desesperado—. Leonela, yo…Ella lo cortó, señalando el aparato con un gesto burlón.—No, contesta. Vamos, no te detengas por mí.Enrique suspiró, derrotado, y respondió la llamada.—Abuelo, ahora no puedo —dijo, su tono cortante.Pero la voz al otro lado no era la de Alfon
Leonela sintió que el mundo se desmoronaba. Las palabras de Samara eran ácido, quemando las últimas briznas de esperanza que aún albergaba.—Enrique nunca me amó —dijo, su voz hueca, como si estuviera pronunciando una sentencia contra sí misma—. Solo me usó por su codicia.Samara inclinó la cabeza, sus ojos brillando con una satisfacción que apenas disimulaba.—Exacto —ronroneó.—Le puedes decir de mi parte que es un imbécil, y que nunca quiero verlo de nuevo.Con un movimiento brusco, Leonela arrancó el anillo de su dedo que Enrique le había dado y lo arrojó sobre la cama, donde aterrizó resonando entre los pétalos como un punto final. Sus ojos, nublados por lágrimas que se negaba a derramar, se encontraron con los de Samara una última vez antes de girar sobre sus talones y salir de la habitación, la puerta cerrándose tras ella con un golpe que hizo temblar las paredes.En el pasillo, el aire frío del hotel la envolvió como un abrazo cruel. Los tacones de Leonela resonaban con furia,
En el interior del hotel, los pasillos brillaban bajo la luz cálida de los candelabros, y el murmullo del restaurante se desvanecía a la distancia. Enrique, con un traje impecable y una tensión apenas disimulada en los hombros, se acercó a Ignacio, un empleado del hotel cuya discreción era tan confiable como el tictac de un reloj suizo.—Lleva velas y champán a la habitación del penthouse —ordenó Enrique, su voz firme pero baja, como si temiera que las paredes escucharan—. Lo más rápido posible.Ignacio asintió, sus ojos esquivando los de Enrique con una mezcla de respeto y cautela.—Sí, señor —murmuró, y se alejó con pasos rápidos, perdiéndose en el laberinto de pasillos.Enrique exhaló, pasándose una mano por el cabello, pero su alivio duró poco. Una figura emergió de las sombras, su perfume dulzón precediéndola como una advertencia. Samara, con un vestido rojo que parecía arder contra su piel, sostenía dos copas de vino espumoso, las burbujas danzando como promesas rotas.—¿Enrique?





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