En un hotel donde los secretos brillan, Leonela irrumpe con un vestido amarillo que desafía las miradas y un impulso que desafía las reglas. Harta de las burlas de su hermana y su arrogante novio, decide no llegar sola a una noche de apariencias. En un acto de rebeldía, elige a Enrique, un mesero de porte magnético y ojos que esconden más de lo que revelan, para ser su cómplice en un juego de engaño. Un beso audaz frente a todos enciende la chispa de una farsa que pronto se complica. Enrique demuestra una astucia que la hace cuestionar sus propios motivos. Lo que comenzó como un reto para probar un punto se transforma en algo más profundo, un romance inesperado que florece bajo el peso de las expectativas y los prejuicios.
Leer másPrólogo
En un hotel de opulencia desbordante, donde las luces de las arañas de cristal danzaban como estrellas atrapadas, el destino tejía sus hilos en silencio. Leonela, con su vestido amarillo como un amanecer robado, no buscaba amor esa noche, sino un desafío. Quería demostrar que podía brillar sin las cadenas de las expectativas, que su risa podía ser más fuerte que las burlas. Enrique, un alma atrapada en el uniforme de un mesero, no imaginaba que un beso fugaz lo arrastraría a un juego donde los límites entre la farsa y el deseo se desdibujarían. Bajo el murmullo de los invitados y el eco de un vals, sus mundos colisionaron, y lo que comenzó como un acto de rebeldía se transformó en algo más profundo, algo que ni el lujo del hotel ni las miradas ajenas podían contener. Porque a veces, el amor nace en el instante menos esperado, cuando dos corazones, disfrazados de extraños, deciden bailar al borde del engaño.
Introducción
El aire del hotel olía a jazmín y ambición, un perfume que envolvía a los invitados como una promesa de noches inolvidables. Leonela cruzó el vestíbulo con el corazón latiendo al ritmo de sus tacones, su vestido amarillo destellando como un faro en la penumbra. No era solo una mujer; era un relámpago, una chispa que desafiaba la perfección rígida de un mundo que siempre la juzgaba. Esa noche, no había planes, solo un fuego en su pecho que ardía más fuerte al ver a su hermana Cassandra y a su novio Paul, riendo desde su pedestal de arrogancia. “No llegaré sola”, se juró, y sus ojos encontraron a Enrique.
Él estaba allí, en el borde del caos, sosteniendo una bandeja de plata bajo el brazo como si fuera una extensión de su elegancia natural. Su camisa blanca, impecable, abrazaba su figura con una precisión que hablaba de cuidado, no de servilismo. Sus zapatos, pulidos hasta reflejar el mundo, y su pantalón azul, de corte impecable, lo hacían parecer más un invitado que un mesero. Pero fue su mirada —oscura, profunda, con un destello de curiosidad— la que detuvo el aliento de Leonela. Sin pensarlo, se acercó, lo tomó del brazo y lo besó con una pasión que no era solo para los demás, sino para ella misma, para probar que podía desafiar al destino.
—Sigue la corriente —susurró, su voz un hilo de seda que temblaba de audacia.
Enrique, atrapado en el torbellino de ese instante, respondió con una calma que escondía su propio asombro: —Perdóname por llegar tarde, amor.
Y así, bajo las luces que pintaban sombras doradas, comenzó un juego que ninguno de los dos entendía del todo. Las miradas de los invitados, las risas mordaces de Cassandra y Paul, las burlas de Samantha y Olivia, todo se desvaneció cuando sus manos se encontraron. Porque en el Gran Esmeralda, donde los secretos se disfrazaban de sonrisas, Leonela y Enrique estaban a punto de descubrir que el amor no pide permiso, no sigue guiones, y a veces, florece en el corazón de un engaño.
Los murmullos del restaurante del Hotel Esmeralda se mezclaban con el tintineo de copas y el roce de cubiertos. Leonela, sentada en una mesa apartada, tamborileaba los dedos sobre la mesa, su mirada fija en el reloj que brillaba en la muñeca de Enrique, al otro lado del salón. Él conversaba animadamente con un grupo de empleados, su risa fácil y sus gestos relajados, como si el mundo entero estuviera a sus pies. Su traje, impecablemente cortado, parecía gritar una verdad que Leonela no quería escuchar.Samara, la saludó y se sentó frente a ella, inclinó la cabeza con una sonrisa afilada, como si pudiera leerle el pensamiento. Sus ojos, astutos y fríos, destellaban con un brillo que prometía problemas.—¿Sabes quién es en realidad, Leonela? —dijo Samara, su voz baja, casi un susurro, cargada de veneno disfrazado de preocupación.Leonela frunció el ceño, su atención dividida entre las palabras de Samara y la imagen de Enrique, que ahora bromeaba con un mesero, su soltura casi insultante
Los pasos de Leonela resonaban en los pasillos pulidos del Hotel Esmeralda. Perdida en sus pensamientos, no vio al hombre que venía de frente hasta que chocó contra su hombro, el impacto sacudiéndola como un relámpago.—¡Hey, idiota! —espetó una voz cortante, cargada de arrogancia.Leonela alzó la vista, su corazón deteniéndose al reconocer a Paul, su antiguo prometido. Su presencia era un puñal reabriendo una herida mal cerrada. Con su traje impecable y esa sonrisa engreída que ella había odiado y amado a partes iguales, Paul la miró, sus ojos destellando con sorpresa, como si el destino hubiera decidido saldar cuentas.—Leonela —dijo, suavizando el tono, pero con un dejo burlón que la hizo apretar los puños—. Sabes que no se compara conmigo, ¿verdad?Ella dio un paso atrás, su voz fría como el hielo.—No me hagas hablar —espetó, su mirada cortante, dispuesta a dejarlo atrás.Paul, con una risa baja, bloqueó su camino, su postura relajada pero calculadora, como un depredador midiendo
Cassandra, con el rostro rojo de furia, abrió la boca para replicar, pero un nuevo sonido irrumpió en el vestíbulo: el crujido de botas pesadas contra el mármol. Un guardia de seguridad, un hombre corpulento con una expresión que no admitía discusión, apareció desde un pasillo lateral, su mano descansando en el walkie-talkie en su cinturón.—Señora Fimbres —dijo, su voz grave y firme—, me temo que debe acompañarme a la salida.Cassandra, atónita, giró hacia él, sus ojos encendidos.—¿Qué? —espetó, su voz un chillido—. ¿Cómo te atreves? ¡Soy Cassandra Fimbres! ¡Soy VIP!El guardia, imperturbable, dio un paso adelante, su presencia llenando el vestíbulo como una sombra sólida.—Por orden del jefe, señora. Su comportamiento no es aceptable. Por favor, sígame.Leonela, incapaz de contenerse, alzó una mano en un gesto burlón, sus dedos ondeando en un adiós sarcástico.—Bye bye, hermanita —dijo, su voz goteando diversión, aunque sus ojos brillaban con una mezcla de triunfo y nerviosismo.Ar
La sala de conferencias aún temblaba con los ecos del triunfo de Leonela. El aplauso de Silvia Poett, la inversora cuya palabra pesaba como un veredicto divino, había coronado un instante de gloria, pero la guerra, lejos de terminar, apenas comenzaba a mostrar sus garras. Cassandra, con su vestido ahora arrugado como una bandera derrotada, había abandonado el escenario con la elegancia de un leopardo herido, sus ojos destellando una promesa de venganza que cortaba el aire.El vestíbulo del Hotel Esmeralda, se convirtió en el nuevo campo de batalla. Leonela, con el vestido azul medianoche abrazando su figura como una armadura tejida en seda, avanzaba con pasos que resonaban como un desafío, cada tacón un martillo contra el suelo.Antes de que pudieran escapar al refugio de la noche, una voz cortante los detuvo como un latigazo. Cassandra irrumpió en el vestíbulo como un huracán carmesí, su vestido rojo sangre ondeando como una bandera de guerra, su cabello oscuro cayendo en ondas que p
Un sol radiante se coló por las cortinas, arrancando a Leonela de un sueño denso, como si el océano la hubiera sumergido en sus profundidades más oscuras. Parpadeó, desorientada, un dolor de cabeza martilleándole las sienes como un eco de la traición. El reloj en la mesita marcaba las 10:45 de la mañana, y el pánico la atravesó como un relámpago.—¡Maldición! —gritó, saltando de la cama, el vestido azul medianoche arrugado a sus pies como un lienzo roto de la noche anterior.La presentación con Samara Poett, el momento que definiría el destino del Consorcio Eras, comenzaba en quince minutos. Su cabello era un torbellino, y su mente, nublada, luchaba por aferrarse a la claridad. Era un desastre, pero el fuego en su pecho —avivado por la traición de Cassandra, la crueldad de Paul, y la chispa indomable de Enrique— no la dejaría rendirse.En la sala de conferencias, el aire era un campo de minas, cargado de ambiciones y traiciones. Ricardo y Elena, sentados en primera fila, sus manos cri
En un rincón olvidado del estudio principal, bajo el resplandor titilante de una lámpara de araña, Leonela y Enrique libraban una batalla silenciosa contra el tiempo y sus propios secretos. La mesa entre ellos era una barrera frágil, atravesada por miradas cargadas de una intensidad que ninguno se atrevía a nombrar. Habían acordado fingir un compromiso para salvar el Consorcio Eras, la empresa de publicidad que era más un emblema de poder familiar que un simple negocio. Pero bajo la superficie, cada palabra estaba teñida de un amor que se negaban a aceptar, un fuego que ardía en silencio, amenazando con consumirlos.Leonela tamborileaba los dedos sobre un cuaderno lleno de garabatos nerviosos, su ansiedad dibujada en líneas caóticas. Frente a ella, Enrique la observaba con una mezcla de diversión y ternura, sus ojos verdes brillando como esmeraldas bajo la luz tenue. Había algo en su postura —apoyado contra el escritorio con una seguridad casi aristocrática— que desmentía su fachada d
Último capítulo