En un rincón olvidado de la casa de Leonela, el mundo se había detenido. Ella había tirado de la corbata de Enrique con una dulzura que desmentía la tormenta en su interior, atrayéndolo hacia un beso tan apasionado que parecía contener todas las promesas que nunca se habían atrevido a pronunciar. Sus labios se encontraron con una urgencia que desafiaba la lógica, y cuando el beso terminó, Enrique la miró, sus ojos encendidos de una pasión que amenazaba con consumirlo. Es el momento perfecto para decirle la verdad, pensó, su corazón latiendo con la fuerza de un tambor.
—Leonela, yo… —comenzó, su voz temblando bajo el peso de la confesión—. Luzco como un millonario porque…
Ella, aún perdida en el calor del momento, le acomodaba la corbata con dedos suaves, ajena a la tormenta que él estaba a punto de desatar. Pero antes de que las palabras pudieran escapar, como un chirrido brusco. Cassandra, irrumpió con una furia que cortó el aire como un relámpago.
—¿Qué chingados estás haciendo, Leo