Leonela sintió que el mundo se desmoronaba. Las palabras de Samara eran ácido, quemando las últimas briznas de esperanza que aún albergaba.
—Enrique nunca me amó —dijo, su voz hueca, como si estuviera pronunciando una sentencia contra sí misma—. Solo me usó por su codicia.
Samara inclinó la cabeza, sus ojos brillando con una satisfacción que apenas disimulaba.
—Exacto —ronroneó.
—Le puedes decir de mi parte que es un imbécil, y que nunca quiero verlo de nuevo.
Con un movimiento brusco, Leonela arrancó el anillo de su dedo que Enrique le había dado y lo arrojó sobre la cama, donde aterrizó resonando entre los pétalos como un punto final. Sus ojos, nublados por lágrimas que se negaba a derramar, se encontraron con los de Samara una última vez antes de girar sobre sus talones y salir de la habitación, la puerta cerrándose tras ella con un golpe que hizo temblar las paredes.
En el pasillo, el aire frío del hotel la envolvió como un abrazo cruel. Los tacones de Leonela resonaban con furia,