El Hotel Gran Esmeralda resplandecía bajo el fulgor de sus arañas de cristal, un palacio de opulencia donde las luces danzaban sobre el mármol pulido y cada risa ocultaba un filo. El vestíbulo, vibrante con el murmullo de los invitados y el tintineo de las copas de champán, era un escenario de intrigas y apariencias. Leonela, envuelta en un vestido amarillo que ardía como un sol en la penumbra, caminaba con pasos deliberados, sus tacones resonando como un desafío. Sin embargo, su corazón latía con una mezcla de rebeldía y vulnerabilidad al divisar a su hermana Cassandra y a Paul, su novio, riendo con esa condescendencia que siempre la sacaba de quicio. “Siempre presumiendo, siempre juzgando”, pensó, apretando los puños.
Enrique, vestido con una camisa blanca impecablemente planchada y un traje azul que parecía moldeado a su figura. Nadie notó la ausencia de una placa en su uniforme, ni la forma en que sus ojos escaneaban el salón con una mezcla de curiosidad y cálculo. Estaba a punto de dirigirse a un encargo cuando un joven mesero, nervioso y cargado con una jarra de agua en su charola, tropezó frente a él. El agua se derramó sobre el saco de Enrique, empapándolo en un instante.
—¡Lo siento, señor! —balbuceó el mesero, sus mejillas enrojeciendo—. ¡Qué torpe soy!
Enrique, lejos de enojarse, soltó una risa suave, su calma desarmando al joven.
—Tranquilo, amigo —dijo, quitándose el saco con un movimiento elegante—. Los accidentes pasan.
Le entregó el saco empapado.
—¿Puedes llevarlo a secar? Te lo agradecería.
El mesero, aliviado, asintió con entusiasmo.
—¡Claro, señor! Lo tendré listo en un momento.
A cambio, Enrique, pidio que le dejara en sus manos la charola vacía.
—Tome, yo… vuelvo enseguida.
Enrique, con la charola bajo el brazo, alzó una ceja, divertido. Esto no estaba en el plan, pensó, pero la improvisación era su fuerte. Antes de que pudiera decidir qué hacer, sus ojos se cruzaron con los de Leonela, quien, a pocos metros, soportaba las burlas de Cassandra y Paul.
—Miren quién llegó sola otra vez —dijo Cassandra, su voz afilada como un cristal roto, mientras señalaba a Leonela con una copa en la mano—. ¿Qué pasa, hermanita? ¿Nadie te quiere?
Paul, con una sonrisa cruel, añadió:
—Supongo que no todos tienen el gusto de estar con una perdedora.
Leonela sintió un calor subirle al rostro, pero no retrocedió. No les daré el gusto, pensó, su mirada endureciéndose. Su mirada se posó en un joven mesero que destacaba entre la multitud. No llevaba una charola de champán, sino una bandeja discretamente sujeta bajo el brazo, como si estuviera a punto de dirigirse a algún encargo. No había placa en su uniforme, solo una camisa blanca impecablemente planchada, un pantalón azul de corte elegante y unos zapatos negros tan pulidos que reflejaban las luces del lugar. Su porte era firme, casi magnético, y Leonela supo de inmediato que él sería su cómplice.
Sin pensarlo dos veces, se acercó con una seguridad que ocultaba el torbellino de su improvisación. Lo tomó del brazo, lo giró hacia ella y, frente a las miradas curiosas del vestíbulo, lo besó con una intensidad que era tanto un reto como una declaración. Quería que Cassandra la viera, que entendiera que no necesitaba su aprobación. El joven, sorprendido, se quedó inmóvil por un latido, pero sus ojos captaron el brillo desafiante en los de Leonela.
—Sigue la corriente —susurró ella, su voz un murmullo cargado de urgencia.
Él, con una mezcla de desconcierto y audacia, respondió en un tono bajo, casi íntimo:
—Perdóname por llegar tarde, amor.
Leonela sonrió, satisfecha, y lo tomó del brazo, exhibiéndolo como si fuera su pareja desde siempre. Las cabezas se giraron, los murmullos crecieron. Cassandra y Paul, que observaban desde el otro lado del vestíbulo, fruncieron el ceño. Paul dio un paso adelante, su voz cortante como un filo.
—¿Y tú quién eres? —le espetó al mesero, escaneándolo con desprecio.
El joven, sin inmutarse, levantó la barbilla y respondió con un dejo de insolencia:
—¿Y a ti qué?
Cassandra, con una risa afilada, intervino.
—Paul, mira a mi hermana —dijo, señalando con un gesto la bandeja bajo el brazo del supuesto novio—. ¿En serio, Leonela? ¿Un mesero?
Leonela sintió un calor subirle al rostro, pero no retrocedió. El joven, a quien aún no le había preguntado su nombre, captó su nerviosismo y le apretó el brazo con suavidad, como diciendo: “Tranquila, yo sigo el juego”.
—Soy Enrique —dijo él, presentándose con una calma que desarmaba—. ¿Y tú eres…?
Cassandra soltó una carcajada. —Pensé que tenías mejor gusto, hermanita. Vámonos, Paul, no perdamos tiempo con esto.
Mientras la pareja se alejaba, riendo con desdén, Enrique hizo una seña casi imperceptible a otro mesero, un amigo suyo que pasaba cerca con un vaso de agua. Este, entendiendo la señal, “tropezó” torpemente y derramó el contenido sobre Paul, empapando su traje de diseño.
—¡Oye, idiota! —bramó Paul, furioso—. ¡Este traje vale más de lo que ganarías en un año!
El mesero, con una disculpa exagerada y una chispa burlona en los ojos, respondió:
—Mil disculpas, señor, qué torpeza la mía.
Enrique, desde la distancia, le lanzó una mirada de complicidad a su amigo, aunque Leonela, absorta en su propia indignación, no notó el intercambio. Creyó que había sido un accidente y, en cierto modo, lo agradeció.
Cuando estuvieron a solas, Leonela suspiró, todavía temblando por la adrenalina.
—Siento lo de mi hermana y su novio. Son insoportables —dijo, mirándolo a los ojos—. Te pagaré una buena propina si sigues siendo mi “novio” esta noche. ¿Puedes?
Enrique la observó, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de diversión y curiosidad. Notó cómo ella miraba la bandeja bajo su brazo, y supo que había captado la razón de las burlas. Aun así, sonrió.
—No tienes que pagarme —respondió, extendiéndole la mano con una galantería inesperada—. Vamos a donde quieras, pero esto lo hago porque quiero, no por dinero.
Leonela, sorprendida por su respuesta, tomó su mano, sintiendo un cosquilleo que no esperaba. Lo guio hacia el salón principal, pero en el camino se cruzaron con Samantha, la prima de las hermanas, y Olivia, su amiga inseparable. Ambas los miraron con una mezcla de sorpresa y burla.
—¿Y este quién es? —preguntó Samantha, cruzando los brazos.
Olivia, con una sonrisa mordaz, respondió:
—Es la desesperación de Leonela por no estar sola.
Leonela alzó la barbilla, decidida a no dejar que sus palabras la afectaran. Con Enrique a su lado, entró al salón donde una fiesta en pleno apogeo los recibió con luces tenues, música envolvente y un mar de miradas curiosas. Los invitados los observaban, intrigados por la pareja que parecía desafiar las expectativas.
Enrique, con una confianza que rayaba en lo magnético, se inclinó hacia Leonela.
—¿Gustas un trago? —preguntó, y antes de que ella pudiera responder, la besó de nuevo, esta vez con una ternura que contrastaba con la intensidad del primer beso.
Fue un gesto romántico, casi teatral, que hizo que los murmullos en el salón se intensificaran. Luego, con un susurro que solo ella escuchó, añadió:
—Vuelvo en un momento, amor.
Mientras Enrique se dirigía a la barra, Samantha y Olivia se acercaron a Leonela, sus rostros cargados de sorna.
—Es guapo, ¿no? —dijo Samantha, con un tono que destilaba envidia—. Pero solo está haciendo su trabajo, el encargo que le diste.
Olivia asintió, riendo.
—Un mesero jugando a ser príncipe. Todas aquí quieren lo mismo: un chico guapo, joven, soltero y millonario.
Leonela agachó la cabeza, un rubor subiéndole a las mejillas. En su mente, una voz amarga le susurró: “Eso es lo que piensan todas, ¿no? Que solo quiero presumir, que solo quiero encajar”. Pero alzó la vista, decidida. No había traído a Enrique a un rincón discreto; quería que todos lo vieran, que entendieran que ella podía brillar sin necesidad de cumplir sus expectativas.
Enrique regresó con dos copas, su sonrisa imperturbable, como si el peso de las miradas no lo tocara. Le ofreció una copa a Leonela y, con un gesto elegante, la tomó de la mano y la llevó al centro de la pista. La música cambió, un vals suave que invitaba al movimiento.