En el interior del hotel, los pasillos brillaban bajo la luz cálida de los candelabros, y el murmullo del restaurante se desvanecía a la distancia. Enrique, con un traje impecable y una tensión apenas disimulada en los hombros, se acercó a Ignacio, un empleado del hotel cuya discreción era tan confiable como el tictac de un reloj suizo.
—Lleva velas y champán a la habitación del penthouse —ordenó Enrique, su voz firme pero baja, como si temiera que las paredes escucharan—. Lo más rápido posible.
Ignacio asintió, sus ojos esquivando los de Enrique con una mezcla de respeto y cautela.
—Sí, señor —murmuró, y se alejó con pasos rápidos, perdiéndose en el laberinto de pasillos.
Enrique exhaló, pasándose una mano por el cabello, pero su alivio duró poco. Una figura emergió de las sombras, su perfume dulzón precediéndola como una advertencia. Samara, con un vestido rojo que parecía arder contra su piel, sostenía dos copas de vino espumoso, las burbujas danzando como promesas rotas.
—¿Enrique?