Capítulo 2

En el escenario de lujo donde cada risa, cada mirada, era un arma afilada. Leonela, envuelta en su seguridad, avanzaba por el salón a lado de Enrique, como si el mundo entero fuera un público que debían conquistar.

Los murmullos de los invitados se arremolinaban a su paso, pero ella los ignoraba, con la barbilla en alto y una sonrisa que era más desafío que alegría.

Cassandra, desde el otro lado del salón, observaban con una mezcla de desdén y desconcierto, su copa de champán brillando bajo las luces como si fuera un trofeo de su superioridad.

Leonela apenas había dado un sorbo a su copa cuando Cassandra se acercó y la jaló hacia el jardín, con pasos rápidos y el rostro tenso, como si estuviera a punto de estallar. La música se desvanecía en el fondo, y el aire se cargó de una electricidad que presagiaba tormenta.

—¿Qué crees que estás haciendo, Leonela? —espetó Cassandra, su voz cortante como el filo de un diamante.

Se cruzó de brazos, como acto reflejo de quien se enfunda en una armadura brillante.

—¿Traer a un mesero como tu acompañante? ¡Por Dios, estás haciendo el ridículo! ¡Váyanse antes de que esto se vuelva patético!

Leonela soltó una risa seca, sus ojos centelleando con una furia contenida.

—Patético es que creas que puedes decirme qué hacer, Cassandra. Me quedo, y créeme, me voy a divertir muchísimo. ¿Te molesta? Porque parece que te arde mi felicidad.

Cassandra entrecerró los ojos, su sonrisa afilada.

—¿Quién es ese tipo, Leonela? ¿Algún actor sin trabajo que contrataste para no llegar sola? Dime, ¿cuánto le pagaste para que finja ser tu novio? —Hizo una pausa, bajando la voz con un tono venenoso—. Sabes que papá está mirando, ¿verdad? Y conocemos su condición. La que se case primero, se queda con el puesto directivo en la empresa. ¿Crees que este numerito te va a ayudar? ¡Exijo respeto!

Leonela sintió un calor subirle al rostro, pero no retrocedió. Dio un paso hacia su hermana, su voz baja pero cargada de desprecio.

—¿Respeto? ¿Tú me hablas de respeto, Cassandra? Qué descaro, cuando fuiste tú quien me quitó a mi prometido. ¿O ya se te olvidó?

Cassandra soltó una carcajada fría, sus ojos brillando con una mezcla de burla y triunfo.

—No te lo quité, él me eligió a mí. Paul solo te usó para entrar a la empresa. ¿Duele? Porque debería. Eres patética, buscando atención con este mesero de segunda.

Leonela apretó los puños, su sonrisa burlona no vaciló.

—¿Patética? Lo que te da celos es que Paul no te está dando lo que quieres, ¿verdad? Pobrecita, siempre mendigando su atención.

Cassandra palideció, sus labios temblando de rabia.

—¡Eres una celosa de m****a! —gritó, perdiendo la compostura—. ¡No tienes novio, no tienes nada!

Leonela dio un paso más, su voz un susurro venenoso.

—Dime, Cassandra, ¿cómo se siente ser siempre la segunda opción? Porque sé que cuando Paul está contigo, gime mi nombre. “Oh, Leonela, oh”. ¿Verdad que duele?

El rostro de Cassandra se contorsionó, y antes de que nadie pudiera reaccionar, levantó la mano y le dio una bofetada a Leonela que resonó como un trueno. Los invitados cercanos se quedaron en silencio, las copas inmóviles en sus manos. Leonela, con la mejilla ardiendo, no dudó. Respondió con otra bofetada, igual de contundente, y Cassandra se sobó el rostro, gruñendo:

—¡Ay, perra!

En ese instante, un relámpago de memoria surcó la mente de Leonela, ordenando el caos de sus pensamientos como un rayo que ilumina la tormenta. Era el día de su boda, y el vestido blanco la envolvía: seda vaporosa que susurraba contra su piel con cada paso apresurado, un velo de encaje que ahora parecía burlarse de su inocencia perdida. El aire del salón estaba cargado del aroma dulzón de las rosas blancas en los centros de mesa, mezclado con el leve perfume a jazmín de su ramo.

Había salido a buscar a Paul, impulsada por un pánico que le aceleraba el pulso en las sienes, un tamborileo sordo que ahogaba la música lejana de los violines. Su corazón latía en una danza errática de miedo y esperanza. “¿Paul, dónde estás?”, gritó, su voz un eco frágil que rebotaba en los pasillos. Nadie respondió; solo el rumor distante de risas ajenas.

Empujó una puerta entreabierta al fondo del pasillo, un rincón olvidado del edificio. Allí estaban, en la penumbra como ladrones en su propio paraíso: Paul, con el esmoquin desabotonado y el cierre del pantalón a medio subir, la corbata aflojada; y Cassandra, su hermanastra, con el vestido de dama de honor arrugado, y una sonrisa triunfal curvando sus labios.

El beso que compartían era voraz, un entrelazamiento de lenguas y suspiros que cortó el aliento de Leonela. Paul, con las manos aún hundidas en las caderas de Cassandra, se separó apenas lo suficiente para mirarla. El aroma almizclado del deseo flotaba en el aire, traicionero, mezclándose con el leve olor a tabaco de su colonia favorita.

“¿Es en serio, Paul? ¿En el día de nuestra boda? ¿Con mi hermana... con mi dama de honor?”, sollozó Leonela, su voz quebrándose en fragmentos agudos, como cristal pisoteado bajo sus pies. El ramo se le escapó de las manos, cayendo al suelo.

Cassandra se irguió con lentitud felina, ajustándose el escote con una gracia insolente, sin un ápice de culpa en su mirada. “No soy tu hermana, Leonela. Soy tu hermanastra, un detalle que siempre has exagerado para tu victimismo”, replicó con voz melosa, venenosa, como el veneno de una serpiente disfrazada de flor. “Y solo estoy aquí como dama de honor porque mamá insistió. Si no fuera por eso, ¿crees que me molestaría en ver cómo te atas a un hombre que nunca fue tuyo de verdad?”.

Paul, mudo en su crueldad, la miró con lujuria insatisfecha, brazos ceñidos a la cintura de la traidora, sellando el fin en un silencio que olía a jazmín y tabaco. No hubo disculpa, ni súplica, solo el silencio ensordecedor de un amor evaporado, dejando a Leonela sola en el umbral de su propio infierno, mientras el mundo —su mundo— se desmoronaba en ruinas perfumadas de rosas y mentiras.

De vuelta en el presente, los ojos de Leonela se llenaron de fuego, cuando Cassandra miró con desprecio el anillo en su dedo y lo arrojó al fondo de la piscina. 

Leonela se quedó paralizada, su rostro desencajado cayendo al vacío. El día de su boda, Paul, su prometido, no solo la traicionó con Cassandra, además le había dado el anillo de su abuela a su hermana; el vínculo de su amor, el legado de su familia. 

—Ese anillo fue de mi abuela, el último recuerdo de mi madre. ¿No te bastó con quitarme a mi novio? ¿Ni siquiera te da vergüenza? —gritó, su voz temblando de rabia.

Cassandra, con una risa cruel, dio un paso hacia ella.

—Vergüenza debería darte a ti, haciendo este espectáculo.

Y, en un arranque de furia, la empujó con fuerza hacia la piscina que adornaba el jardín, un espejo de agua iluminado por luces azuladas. Leonela, desprevenida, trastabilló y cayó al agua, el vestido amarillo empapándose al instante. Pero no cayó sola: con un movimiento desesperado, jaló a Cassandra por el brazo, arrastrándola con ella. El agua las envolvió a ambas, fría y despiadada.

Leonela se debatía, el pánico apoderándose de ella. No sabía nadar. El agua le llenaba la boca, su vestido se enredaba en sus piernas. Los murmullos de los invitados se convirtieron en un rugido lejano. De pronto, un chapoteo resonó, y unos brazos fuertes la rodearon, levantándola hacia la superficie. Era Enrique, que, sin pensarlo, se había lanzado al agua, ahora flotando a su lado. Su camisa blanca, empapada, se pegaba a su cuerpo, pero sus ojos claros estaban fijos en Leonela, llenos de determinación. La sacó a la orilla, asegurándose de que estuviera a salvo. 

La bajó con cuidado, asegurándose de que estuviera bien, pero no soltó su mano, como si temiera que el mundo pudiera arrebatársela, y la ayudó a sentarse en un cómodo camastro.

Cassandra, por su parte, nadaba con dificultad hacia la orilla opuesta, sola. Paul, de pie junto a la piscina, la miraba con los brazos, supuestamente, tratando sacarla de la piscina.

—¡Mi traje es de diseñador, Cassandra! ¡El cloro lo arruinaría! —gritó, sin hacer tanto esfuerzo por ayudarla.

Cassandra, furiosa, salió del agua, su vestido chorreando, el maquillaje corrido como una máscara rota.

Enrique, se inclinó hacia Leonela, su voz suave pero firme.

—¿Estás bien, amor? —preguntó, manteniendo el juego, pero con una calidez que la hizo estremecerse.

Le extendió la mano para ayudar a Leonela a levantarse, sus ojos claros brillando con una mezcla de preocupación y complicidad. Ella asintió débilmente, aún temblando, pero con una chispa de gratitud en su mirada.

—Gracias, Enrique —murmuró, su voz entrecortada por el agua y la adrenalina.

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