Mientras bailaban, las luces del salón parecían desvanecerse, y por un instante, el juego dejó de sentirse como tal. Los ojos de Enrique, fijos en los de Leonela, guardaban una promesa que ella no se atrevía a descifrar. La noche estaba lejos de terminar, y entre el brillo del Gran Esmeralda, las burlas de los demás y el calor de sus manos entrelazadas, algo comenzaba a encenderse entre ellos, algo que ninguno de los dos había planeado.
En el escenario de lujo donde cada risa, cada mirada, era un arma afilada. Leonela, envuelta en su vestido amarillo que ardía como un sol en la penumbra, avanzaba por el salón, como si el mundo entero fuera un público que debían conquistar.
Los murmullos de los invitados se arremolinaban a su paso, pero ella los ignoraba, con la barbilla en alto y una sonrisa que era más desafío que alegría.
Cassandra, desde el otro lado del salón, observaban con una mezcla de desdén y desconcierto, su copa de champán brillando bajo las luces como si fuera un trofeo de su superioridad.
Leonela apenas había dado un sorbo a su copa cuando Cassandra se acercó, con pasos rápidos y el rostro tenso, como si estuviera a punto de estallar. La música del vals se desvanecía en el fondo, y el aire se cargó de una electricidad que presagiaba tormenta.
—¿Qué crees que estás haciendo, Leonela? —espetó Cassandra, su voz cortante como el filo de un diamante.
Se cruzó de brazos, su vestido café ceñido brillando como una armadura.
—¿Traer a un mesero como tu acompañante? ¡Por Dios, estás haciendo el ridículo! ¡Váyanse antes de que esto se vuelva más patético!
Leonela soltó una risa seca, sus ojos centelleando con una furia contenida.
—Patético es que creas que puedes decirme qué hacer, Cassandra. Me quedo, y créeme, me voy a divertir muchísimo. ¿Te molesta? Porque parece que te arde verme brillar.
Cassandra entrecerró los ojos, su sonrisa afilada como una navaja.
—¿Quién es este tipo, Leonela? ¿Algún actor sin trabajo que contrataste para no llegar sola? Dime, ¿cuánto le pagaste para que finja ser tu novio? —Hizo una pausa, bajando la voz con un tono venenoso—. Sabes que papá está mirando, ¿verdad? El que se gane su favor se queda con el puesto directivo en la empresa. ¿Crees que este numerito te va a ayudar?
Leonela sintió un calor subirle al rostro, pero no retrocedió. Dio un paso hacia su hermana, su voz baja pero cargada de desprecio.
—¿Respeto? ¿Tú me hablas de respeto, Cassandra? Qué descaro, cuando fuiste tú quien me quitó a mi prometido. ¿O ya se te olvidó?
Cassandra soltó una carcajada fría, sus ojos brillando con una mezcla de burla y triunfo.
—Te lo quité porque él me eligió a mí, Leonela. Paul solo te usó para entrar a la empresa. ¿Duele? Porque debería. Eres patética, buscando atención con este mesero de segunda.
Leonela apretó los puños, su sonrisa burlona no vaciló.
—¿Patética? Lo que te da celos es que Paul no te está dando lo que quieres, ¿verdad? Pobrecita, siempre mendigando su atención.
Cassandra palideció, sus labios temblando de rabia.
—¡Eres una celosa de m****a! —gritó, perdiendo la compostura—. ¡No tienes novio, no tienes nada!
Leonela dio un paso más, su voz un susurro venenoso.
—Dime, Cassandra, ¿cómo se siente ser siempre la segunda opción? Porque sé muy bien que cuando Paul está contigo, gime mi nombre. “Oh, Leonela, oh”. ¿Verdad que duele?
El rostro de Cassandra se contorsionó, y antes de que nadie pudiera reaccionar, levantó la mano y le dio una bofetada a Leonela que resonó como un trueno en el salón. Los invitados cercanos se quedaron en silencio, las copas inmóviles en sus manos. Leonela, con la mejilla ardiendo, no dudó. Respondió con otra bofetada, igual de contundente, y se sobó el rostro, gruñendo:
—¡Ay, perra!
En ese instante, un recuerdo la golpeó como un relámpago. Era el día de su boda, el vestido blanco aún envolviéndola como una promesa rota. Había salido a buscar a Paul, desesperada, su corazón latiendo con una mezcla de miedo y esperanza. “¿Paul, dónde estás?”, había gritado, recorriendo los pasillos del venue. Nadie respondió. Hasta que los encontró, en un rincón oscuro, besándose con una pasión que le cortó el aliento. Paul, con el cierre del pantalón a medio subir, y Cassandra, su hermanastra, con una sonrisa triunfal. “¿Es en serio, Paul? ¿En la fecha de nuestra boda?”, había sollozado Leonela, su voz quebrándose. Cassandra, sin un ápice de culpa, había respondido: “No soy tu hermana, soy tu hermanastra. Solo estoy aquí como dama de honor porque mi madre me lo pidió”. Paul, el traidor, no dijo nada, solo la miró con una satisfacción cruel, sus brazos aún alrededor de Cassandra.
De vuelta en el presente, los ojos de Leonela se llenaron de fuego.
—¿No te bastó con quitarme a mi novio, Cassandra? ¿Ni siquiera te da vergüenza? —gritó, su voz temblando de rabia.
Cassandra, con una risa cruel, dio un paso hacia ella.
—Vergüenza debería darte a ti, haciendo este espectáculo.
Y, en un arranque de furia, la empujó con fuerza hacia la piscina que adornaba el centro del salón, un espejo de agua iluminado por luces azuladas. Leonela, desprevenida, trastabilló y cayó al agua, el vestido amarillo empapándose al instante. Pero no cayó sola: con un movimiento rápido, jaló a Cassandra por el brazo, arrastrándola con ella. El agua las envolvió a ambas, fría y despiadada.
Leonela se debatía, el pánico apoderándose de ella. No sabía nadar. El agua le llenaba la boca, su vestido se enredaba en sus piernas. Los murmullos de los invitados se convirtieron en un rugido lejano. De pronto, un chapoteo resonó, y unos brazos fuertes la rodearon, levantándola hacia la superficie. Era Enrique, que, sin pensarlo, se había lanzado al agua con la bandeja aún en la mano, ahora flotando a su lado. Su camisa blanca, empapada, se pegaba a su cuerpo, pero sus ojos estaban fijos en Leonela, llenos de determinación. La sacó a la orilla, asegurándose de que estuviera a salvo, y la ayudó a sentarse en el borde, tosiendo y temblando.
Cassandra, por su parte, nadaba con dificultad hacia la orilla opuesta, sola. Paul, de pie junto a la piscina, la miraba con los brazos cruzados, inmóvil.
—¡Mi traje es de marca, Cassandra! ¡El cloro lo va a arruinar! —gritó, sin hacer el menor esfuerzo por ayudarla.
Cassandra, furiosa, salió del agua, su vestido café chorreando, el maquillaje corrido como una máscara rota.
Enrique, aún empapado, se inclinó hacia Leonela, su voz suave pero firme.
—¿Estás bien, amor? —preguntó, manteniendo el juego, pero con una calidez que la hizo estremecerse.
Le extendió la mano para ayudar a Leonela a levantarse, sus ojos oscuros brillando con una mezcla de preocupación y complicidad. Ella asintió débilmente, aún temblando, pero con una chispa de gratitud en su mirada.
—Gracias, Enrique —murmuró, su voz entrecortada por el agua y la adrenalina.
El gran salón, que momentos antes vibraba con la tensión del enfrentamiento, ahora era un caos de murmullos y miradas indiscretas. Los invitados, con sus copas en la mano, observaban la escena como si fuera un espectáculo teatral, algunos con sorna, otros con curiosidad. Cassandra, empapada y humillada, se alejaba con Paul, quien seguía quejándose de su traje arruinado, mientras la música retomaba su ritmo, como si nada hubiera pasado.
Leonela, con el cabello pegado al rostro y el vestido amarillo arruinado, se puso de pie con la ayuda de Enrique. Su mano seguía firme en la de ella, y por un instante, el bullicio del salón se desvaneció. Había algo en su mirada, una promesa tácita que no necesitaba palabras.
—Vamos a secarte —dijo él, con esa calma magnética que la había atrapado desde el principio—. Y luego, si quieres, seguimos dando de qué hablar.
Leonela sonrió, una chispa de rebeldía volviendo a sus ojos.
—Oh, créeme, esto apenas empieza —respondió, apretando su mano.
Mientras se alejaban hacia una de las salas privadas del hotel, el brillo del Gran Esmeralda parecía desvanecerse, dejando solo el calor de sus manos entrelazadas y la certeza de que esa noche, entre el escándalo y el desafío, algo nuevo estaba comenzando.