En el pasillo, el zumbido de las máquinas del hospital llenaba el silencio. Leonela sintió que el suelo se tambaleaba bajo sus pies. En su mano, aún sostenía el sobre del reporte toxicológico que Arnulfo le había entregado. Samara lo drogó, pensó, y la verdad de esas palabras chocó con la traición que aún sentía. Miró a Enrique, atrapada entre la indignación y el eco de sus recuerdos: el agua fría de la piscina y el rescate, las toallas, el momento que pasó con Samara en el penthouse. Todo era real, y sin embargo, todo estaba teñido de mentiras.
—¿Cómo puedo creerte? —preguntó, su voz apenas un susurro, mientras una lágrima traicionera escapaba por su mejilla—. ¿Cómo puedo confiar en ti ahora?
Enrique extendió una mano, pero no la tocó. Sabía que el abismo entre ellos era más profundo que nunca.
—Dame una oportunidad —suplicó—. Déjame demostrarte quién soy, sin que hable mi apellido. Solo yo.
Leonela no respondió. Dio media vuelta y caminó por el pasillo, dejando tras de sí un silencio