La piscina central, iluminada por luces azuladas que danzaban como reflejos de un sueño roto, aún resonaba con el eco del caos reciente. Leonela, empapada y temblando, había sido rescatada por Enrique, cuya camisa blanca, pegada a su torso por el agua, revelaba una fuerza que contrastaba con su aparente papel de mesero. Los invitados, con copas de champán en la mano, los observaban desde los alrededores, sus murmullos entretejiéndose con la música lejana. Algunos alzaban las cejas con admiración, otros con envidia, pero todos estaban cautivados por la pareja que, en medio del escándalo, parecía desafiar al mundo entero.
Enrique cargó a Leonela en sus brazos, sus pasos firmes sobre el mármol húmedo del borde de la piscina, como si el peso del agua y las miradas no lo tocara. Ella, con el vestido amarillo chorreando y el cabello pegado al rostro, lo miró con una mezcla de alivio y asombro, su corazón latiendo al ritmo de una melodía que no podía nombrar.
—Me salvaste —susurró, su voz temblorosa pero cargada de gratitud, los ojos brillando como si las luces del hotel se reflejaran solo en ellos.
—No podía dejar que mi estrella se apagara, amor —respondió él, con una sonrisa magnética que parecía burlarse del caos y, al mismo tiempo, encender algo en ella.
La bajó con cuidado, asegurándose de que estuviera firme, pero no soltó su mano, como si temiera que el mundo pudiera arrebatársela.
Desde el otro lado de la piscina, Cassandra, empapada y con el maquillaje corrido como una máscara rota, emergía sola, nadando con dificultad hacia la orilla. Paul, inmóvil con los brazos cruzados, no hizo el menor esfuerzo por ayudarla.
—¡Mi traje es de marca, Cassandra! ¡El cloro lo va a arruinar! —bramó, ajustándose la chaqueta como si su orgullo dependiera de ella.
Cassandra lo fulminó con la mirada, pero no respondió, demasiado ocupada en salvarse sola, cada brazada un recordatorio de su humillación pública.
Un mesero se acercó a Enrique con paso rápido, portando una pila de ropa limpia y seca, cuidadosamente doblada. Era el mismo que, minutos antes, había “accidentalmente” derramado agua sobre Paul, con una chispa burlona aún brillando en sus ojos.
—Aquí tiene, jefe —dijo en voz baja, ofreciendo las prendas.
Enrique, con un movimiento casi imperceptible, le lanzó una mirada de advertencia, una seña clara de que no lo llamara así. El mesero captó el mensaje, asintió en silencio y se retiró, perdiéndose entre la multitud. Leonela, que había observado la escena con el ceño fruncido, ladeó la cabeza, intrigada.
—Qué rápido te trajeron ropa —dijo, con un dejo de curiosidad—. ¿Y por qué te llamó jefe?
Enrique, en su mente, sintió una punzada de cautela. Ella no sabe quién soy, pensó, sus dedos rozando el bolsillo donde guardaba algo más que un simple uniforme de mesero. Mientras una idea audaz comenzaba a formarse. Con una sonrisa despreocupada, respondió:
—Es mi apodo, nada más. Aquí todos tienen uno, ¿no? —Se inclinó hacia ella, su voz baja y cálida, con un toque de picardía—. Por cierto, tu ex es un imbécil.
Leonela soltó una risa amarga, sus ojos nublándose.
—La idiota era yo —murmuró, mirando al suelo—. Cinco años con él, creyendo en sus promesas.
En su mente, un juramento se alzó.
—Nunca más mentirosos. Nunca más ricos. Solo quiero algo real.
Enrique alzó una ceja, captando el peso de sus palabras.
—Ajá, seguro. Todas las chicas sueñan con un chico rico y encantador —dijo, con un guiño juguetón que aligeró el momento.
Leonela lo miró fijamente, su expresión endureciéndose.
—Pues yo no. Ya no sé si puedo creer en el amor, y eso apesta. Porque si no me caso, no me darán la compañía que ayudé a construir.
Su voz se quebró, pero mantuvo la barbilla en alto, desafiando al destino.
Enrique, en su interior, sintió un destello de oportunidad. Necesita casarse. Perfecto, pensó, mientras su mente giraba como un engranaje bien aceitado.
—Vamos a darles algo de qué hablar —dijo, extendiéndole la mano con una galantería que desarmaba.
—¿A dónde vamos? —preguntó Leonela, desconcertada pero tomando su mano, atraída por su confianza.
—Lo averiguarás, mi estrella —respondió él, con un brillo travieso en los ojos.
Con la ropa limpia, se cambiaron en una sala privada. Leonela ahora llevaba un vestido azul oscuro que abrazaba sus curvas y resaltaba sus ojos, mientras Enrique lucía una camisa blanca impecable y un traje azul que parecía hecho a medida, demasiado perfecto para un simple mesero. Tomados de la mano, regresaron al salón principal, donde la fiesta seguía bajo luces tenues y música envolvente. Las cabezas se giraron, pero esta vez no había burla, solo una mezcla de curiosidad y admiración. Leonela y Enrique caminaban con una seguridad que parecía lavar el escándalo de la piscina, como si el agua hubiera sellado su alianza.
Cassandra y Paul, en un rincón, tenían expresiones agrias. Ella, con un vestido prestado que no le sentaba bien, apretaba los labios, mientras él, con el traje aún húmedo, murmuraba quejas. Al verlos entrar, Cassandra soltó un bufido.
—¿Es una maldita broma? —masculló, sus ojos lanzando dagas.
Enrique guio a Leonela a la pista de baile, donde un vals lento creaba una burbuja de intimidad. Sus cuerpos se acercaron, y él le susurró:
—Acércate, pon tu cabeza en mi pecho. ¿Están mirando?
Leonela apoyó la mejilla contra su camisa, sintiendo el calor de su cuerpo y el latido constante de su corazón.
—Todos —respondió, con una sonrisa traviesa.
Enrique, sintiendo el peso de las miradas, decidió subir la apuesta. Con un movimiento fluido, la abrazó por la cintura y, en un gesto teatral que arrancó suspiros, la inclinó hacia atrás, sosteniéndola con una fuerza que era tanto protectora como provocadora. Sus rostros estaban a centímetros, sus respiraciones entrelazadas, y el salón contuvo el aliento. Luego, con gracia, la levantó, sin romper el contacto visual. Sus ojos brillaban con una mezcla de desafío y algo más profundo, algo que hacía que el corazón de Leonela latiera más rápido.
Antes de que los murmullos se apagaran, se besaron. Fue un beso lento, profundo, que parecía detener el tiempo, sellando algo que ninguno podía nombrar. Enrique no había terminado. Dio un paso atrás, su mano buscando la de ella. La música se desvaneció, y el aire se cargó de electricidad. Con una reverencia elegante, se arrodilló frente a Leonela, sacando un anillo que destelló bajo las luces. El diamante, sencillo pero deslumbrante, parecía demasiado valioso para un mesero.
—Leonela —dijo Enrique, su voz clara y firme, resonando en el silencio atónito—, ¿te casarías conmigo?
Cassandra palideció, sus manos temblando de rabia, mientras Paul fruncía el ceño, sus celos evidentes en la tensión de su mandíbula. Leonela, con el corazón desbocado, miró a su alrededor, notando que cada mirada estaba fija en ella. Entonces, sus ojos se posaron en la entrada, donde sus padres acababan de llegar.
Su padre, Ricardo, un hombre de porte imponente y mirada de acero, observaba con incredulidad. Su madre, Elena, más reservada pero con los ojos brillantes de sorpresa, se llevó una mano al pecho.
Leonela, sintiendo el peso de las expectativas, alzó la barbilla. Con una voz que ocultaba su torbellino interior, dijo:
—S-sí —tartamudeó, apenas audible.
Enrique, con una sonrisa que mezclaba triunfo y ternura, tomó su mano y deslizó el anillo en su dedo. El metal frío contrastaba con el calor de su piel, y sus miradas se encontraron, compartiendo un secreto que ni ellos entendían.
Inclinándose hacia él, susurró con urgencia:
—¿Qué demonios haces, Enrique?
Él, con un guiño pícaro, murmuró:
—Confía en mí, mi estrella. Esto va a ser divertido.
Cassandra, temblando de furia, se volvió hacia su madre.
—¡Esto es inaceptable! —siseó—. ¡Es mi fiesta de compromiso con Paul! ¡Yo debo brillar, no ella! ¡Leonela se está robando la noche!
Elena, con una expresión tensa, intentó calmarla.
—Cassandra, no hagas un escándalo…
Leonela, captando la escena sintió una chispa de triunfo.