El crepúsculo había teñido los jardines del hotel de un resplandor carmesí, como si el cielo mismo presagiara el caos que estaba por desatarse. Enrique corría por el sendero de grava, su corazón latiendo al compás de sus pasos, cada uno impulsado por la urgencia de encontrar a Leonela. El anillo, aún guardado en su bolsillo, parecía quemarle la piel, un recordatorio de las promesas rotas y las verdades a medio decir. Frente al gran salón, donde se colocaban los últimos detalles de la boda de Cassandra y Paul se desplegaba en un derroche de luces y risas, un guardia de seguridad, Carlos, le bloqueó el paso, su figura imponente como una muralla.
—Señor, no puedo dejarlo entrar es un evento privado —dijo Carlos, su voz firme pero no exenta de cortesía, mientras cruzaba los brazos sobre el uniforme impecable.
Enrique, con el aliento entrecortado, lo miró con una mezcla de súplica y determinación.
—Entiendo que hace su trabajo, pero debo entrar —replicó, enderezándose—. Soy el nieto de Alfo