Mientras todos esos pensamientos florecían en Leonela. El aire en la sala de juntas del Hotel Esmeralda era denso, impregnado de un silencio reverente y el aroma tenue del cuero de los sillones antiguos. Alfonso, sentado en una silla de respaldo alto, parecía haber desafiado la fragilidad de su cuerpo; sus ojos, aún brillantes bajo las arrugas, destilaban una vitalidad que contradecía la palidez de su rostro tras el infarto. Frente a él, un grupo de abogados, con sus plumas suspendidas sobre blocs de notas, escuchaba con atención mientras él dictaba las instrucciones finales. La luz de la tarde se filtraba a través de los ventanales, bañando la mesa de caoba en un resplandor dorado que parecía sellar la solemnidad del momento.
—El Hotel Esmeralda, sus propiedades, sus acciones… todo pasa a manos de mi nieto, Enrique —declaró Alfonso, su voz firme, aunque teñida de un leve temblor que delataba su esfuerzo físico—. El legado de la familia Esmeralda es suyo.
Los abogados intercambiaron m