En el corredor del Hospital del Ángel, donde la luz de los fluorescentes dibujaba sombras frías, la verdad irrumpió como un relámpago en la penumbra. Leonela aguardaba, el corazón escindido entre la furia y un anhelo que se negaba a extinguirse, frente a la puerta de Alfonso Esmeralda. Cuando Enrique emergió, su rostro surcado por la carga de una confesión reciente, sus ojos buscaron los de ella. El aire se volvió denso, cargado de una electricidad que prometía consumirlos.
—¿Esmeralda? —preguntó Leonela, su voz un susurro afilado, cada sílaba un desafío que cortaba el silencio—. ¿El heredero del hotel? ¿Fingiste ser un mesero todo este tiempo?
Enrique, con el peso de su secreto expuesto, bajó la mirada. Sus manos, apretadas en puños, parecían querer retener una verdad que se deshacía como arena.
—No todo fue fingido —respondió, su voz cruda, teñida de una vulnerabilidad que desarmó a Leonela—. Soy Enrique Esmeralda, nieto de Alfonso, heredero del Hotel Gran Esmeralda. Me hice pasar po