El crepúsculo teñía el salón principal de la mansión de tonos dorados, un espejismo de calma que se rompió con la irrupción de Cassandra. Sus botas resonaron contra el mármol como un desafío, su vestido negro marrón reluciendo como una armadura forjada para la batalla. Paul, su sombra eterna, la seguía con una mezcla de arrogancia y nerviosismo, su traje aún marcado por el recuerdo de un percance acuático en el Gran Esmeralda. Leonela y Enrique, sentados en un sofá de terciopelo, se giraron, el aire entre ellos cargándose de una electricidad que anticipaba un golpe.
—¡Qué nidito tan encantador! —dijo Cassandra, su voz un filo envuelto en miel, deteniéndose frente a la pareja con una sonrisa venenosa—. No podía dejarlos sin un pequeño obsequio para su… compromiso.
La palabra salió como un veneno destilado, cada sílaba un dardo dirigido a Leonela.
Hizo una pausa teatral, su mirada recorriendo a Enrique con desprecio y a Leonela con algo más profundo: odio puro, destilado por años de riv