Leonela, observando a Enrique mientras leía los papeles, recordó el momento en el pasillo. “No hace falta", había dicho él, rechazando su cheque. ¿De verdad le intereso?, pensó, su corazón dividido entre la duda y una chispa de esperanza.
Enrique levantó la vista, su sonrisa imperturbable.
—No hay problema —dijo, firmando el documento con un garabato rápido—. No estoy aquí por el dinero. Estoy aquí por ella.
El silencio volvió, pero esta vez era diferente. Ricardo parpadeó, desconcertado. Cassandra dejó caer su tenedor. Y Leonela, mirando el ramo de rosas, sintió que el juego había cambiado. ¿Quién eres, Enrique Rubio?, pensó, mientras una sonrisa traviesa comenzaba a formarse en sus labios.
Enrique, al tomar la pluma, había sentido una punzada de cautela. Cierto, no puedo usar mi nombre real, pensó, su mente girando como un engranaje. Si lo hago, todo se vendrá abajo. Sin dudar, firmó con un garabato rápido, “Enrique Rubio”, un nombre lo bastante común para pasar desapercibido. Luego, alzando la vista con una sonrisa que desarmaba, miró a Leonela y declaró:
—Yo amo a Leonela.
Su voz resonó en el silencio atónito del comedor, cada palabra cargada de una convicción que hizo que los presentes contuvieran el aliento.
—No estoy aquí por el dinero.
Enrique, acababa de sorprender a todos al firmar el acuerdo prenupcial que Ricardo, su padre, había arrojado sobre la mesa como un desafío. Cassandra, Paul, Ricardo y Elena observaban, sus rostros una galería de incredulidad, furia y cálculo.
Leonela, con el corazón latiendo desbocado, lo miró con una mezcla de sorpresa y sospecha. ¿Amor? ¿En serio?, pensó, aunque una chispa de emoción traicionó su escepticismo. Cassandra dejó caer un tenedor, Paul apretó los puños, y Elena alzó una ceja, claramente divertida. Ricardo, con los ojos entrecerrados, parecía evaluar si Enrique era un genio o un loco.
Leonela, captando la oportunidad, rompió el silencio.
—Bien, pues hacemos el papeleo —dijo, su voz firme pero cargada de urgencia—. Firmo, y después me cedes la compañía, papá.
Ricardo, con una mirada de acero, negó con la cabeza.
—No he terminado, Leonela —replicó, su tono grave cortando el aire—. No puedes irte como si nada. Si te vas a casar, tendrás una boda apropiada. No permitiré que esto sea una farsa.
Cassandra, con una risa mordaz, se inclinó hacia adelante, sus uñas tamborileando sobre la mesa. }
—¿Y quién sea la primera en casarse obtendrá la compañía, verdad? —dijo, lanzando una mirada venenosa a Leonela—. Ya he organizado mi boda con Paul para el 18. Así que la empresa es mía.
Leonela, con una chispa de desafío en los ojos, respondió sin dudar.
—Yo me casaré el 17.
Cassandra, sin inmutarse, soltó una carcajada.
—¡Ja! Entonces yo me casaré el 16.
—¡Basta! —cortó Ricardo, su voz como un trueno que silenció el comedor. Se inclinó hacia adelante, sus manos apoyadas en la mesa, su mirada alternando entre sus hijas—. Esto no es una carrera. Ambas se casarán el 18. Tendremos una boda doble.
Cassandra palideció, dejando caer un trozo de queso que sostenía.
—¿Una boda doble? —repitió, su voz temblando de incredulidad.
Luego, con una risa nerviosa, añadió:
—¿Por favor, papá? ¿Quieres que comparta mi boda con ella?
Leonela, igualmente atónita, frunció el ceño.
—¿Y qué hay de la empresa? —preguntó, su tono cargado de frustración.
Ricardo, con una calma que ocultaba su autoridad, respondió:
—Cuando la boda termine, yo decidiré quién se queda con la empresa. —Hizo una pausa, sus ojos escrutando a ambas—. Y bien, ¿aceptan esta propuesta?
El silencio fue pesado, roto solo por el tintineo de una cucharilla que Elena dejó caer por error. Cassandra soltó una risa solitaria, casi histérica, mientras Paul, a su lado, se removía incómodo, claramente superado por la situación. Leonela miró a Enrique, buscando una señal. Él, con esa calma magnética que la había atrapado desde el principio, le ofreció su mano, su sonrisa una mezcla de complicidad y desafío.
—Claro —dijo Enrique, su voz suave pero firme, como si la idea de una boda doble fuera un juego que estaba encantado de jugar—. Tengamos esa boda.
Leonela, sintiendo el calor de su mano, no pudo evitar una sonrisa. ¿Es una locura o una jugada maestra?, pensó, pero la audacia de Enrique era contagiosa. Tomó su mano, apretándola con una mezcla de nervios y emoción.
—Bien —replicó, su voz más segura de lo que sentía—. Casémonos.
El comedor estalló en murmullos. Cassandra, con los labios apretados, parecía a punto de estallar, mientras Paul murmuraba algo sobre “una ridiculez”. Elena, con una ceja arqueada, miró a Ricardo, quien se limitó a asentir, su expresión inescrutable. Pero en sus ojos había un brillo de cálculo, como si estuviera evaluando cada movimiento en este tablero familiar.
Fuera de la oficina de Ricardo, en un pasillo adornado con espejos dorados, Leonela y Enrique caminaban lado a lado, el eco de sus pasos resonando en el silencio. La tensión del desayuno aún palpitaba en el aire, pero había algo más: una chispa de complicidad que ninguno de los dos podía ignorar. Leonela, rompiendo el silencio, soltó una risa nerviosa.
—Esto es… muy incómodo —dijo, deteniéndose para mirarlo—. No tienes auto, ¿verdad? ¿Cómo vamos a movernos ahora?
Enrique, con una sonrisa traviesa, se encogió de hombros.
—Supongo que tendremos que improvisar —respondió, su tono ligero pero cargado de encanto.
A lo lejos, Cassandra y Paul observaban desde el vestíbulo, sus rostros cargados de desprecio. Cassandra, con una sonrisa cruel, susurró a Paul:
—Creo que tendremos que vigilar muy de cerca a esos tortolitos. No me fío de ese mesero.
Paul, ajustándose el traje, asintió.
—No dejaré que arruinen nuestro plan —masculló, sus ojos fijos en la pareja.
Leonela, ajena a las miradas, llamó a su chófer, y pronto ella y Enrique subían a una camioneta negra que los esperaba frente al hotel. El trayecto fue silencioso, pero la tensión entre ellos era palpable, como si cada kilómetro los acercara no solo a un destino, sino a un nuevo capítulo. Llegaron a una casa de paredes blancas y jardines impecables, el hogar de Leonela, un reflejo de su éxito y su soledad.
—Bueno —dijo ella, bajando de la camioneta y girándose hacia Enrique—. ¿Necesitas ir a buscar tus cosas o algo?
Enrique, mirando la casa con una expresión que mezclaba admiración y cálculo, negó con la cabeza.
—No, yo… pediré que me lo traigan después —dijo, evasivo. No puedo arriesgarme a que vea mi apartamento… o mis documentos, pensó, su mente girando. —Wow, qué bella casa —añadió, con una sonrisa que desviaba la conversación.
Leonela, entrando al vestíbulo, se detuvo.
—Oye, sobre lo de la boda doble… sé que es incómodo casarse en el mismo hotel donde estás trabajando —dijo, su voz suavizándose—. Debe ser raro.
Enrique, en su mente, soltó una risa amarga. Incómodo porque el hotel es mío, pensó, su secreto pesando como una sombra. Pero no tanto como compartir una boda con tu ex. Con una sonrisa despreocupada, respondió:
—No es tan incómodo como tener una boda doble con tu ex, ¿no crees?
Leonela lo miró, y por un instante, sus defensas bajaron. Puede que no sea tan malo, pensó, notando cómo la luz del vestíbulo iluminaba sus ojos oscuros. Es bastante lindo… y audaz. Sacudió la cabeza, apartando el pensamiento.
—Bueno, tenemos un mes antes de la boda para que demuestre que merezco la compañía —dijo, cruzando los brazos.
Enrique asintió, acercándose un paso.
—Eso parece —dijo, su voz baja y melosa—. Un mes para brillar.
Sus ojos brillaron con un desafío silencioso, y en su mente, añadió: Y para que te enamores de mí.
Se inclinó hacia ella, su rostro a centímetros, como si fuera a besarla. Leonela, con el corazón acelerado, dio un paso atrás, alzando una mano.
—¡Reglas, Enrique! —dijo, aunque una risa traicionó su fingida indignación—. Solo besos para las miradas, ¿recuerdas?
Enrique, con una sonrisa pícara, se enderezó. Un mes, pensó. Eso bastará.
—Solo practicaba —dijo, guiñándole un ojo.