Leonela, observando a Enrique mientras leía los papeles, recordó el momento en el pasillo. “No hace falta", había dicho él, rechazando su cheque. ¿De verdad le intereso?, pensó, su corazón dividido entre la duda y una chispa de esperanza.Enrique levantó la vista, su sonrisa imperturbable.—No hay problema —dijo, firmando el documento con un garabato rápido—. No estoy aquí por el dinero. Estoy aquí por ella.El silencio volvió, pero esta vez era diferente. Ricardo parpadeó, desconcertado. Cassandra dejó caer su tenedor. Y Leonela, mirando el ramo de rosas, sintió que el juego había cambiado. ¿Quién eres, Enrique Rubio?, pensó, mientras una sonrisa traviesa comenzaba a formarse en sus labios.Enrique, al tomar la pluma, había sentido una punzada de cautela. Cierto, no puedo usar mi nombre real, pensó, su mente girando como un engranaje. Si lo hago, todo se vendrá abajo. Sin dudar, firmó con un garabato rápido, “Enrique Rubio”, un nombre lo bastante común para pasar desapercibido. Luego
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