Sus labios se acercaron, tan cerca que podían sentir el aliento del otro. Leonela, atrapada en el vértigo del momento, alzó una mano, rozando su mejilla con dedos temblorosos. El roce fue como una chispa, encendiendo un fuego que amenazaba con consumirlos. Enrique inclinó la cabeza, su nariz rozando la suya, y por un instante, el mundo se redujo a ellos dos, a la promesa de un beso que podía cambiarlo todo. Pero un crujido en el pasillo los arrancó del trance. Isadora.
Leonela, con un jadeo, empujó a Enrique, sentándose en la cama, su rostro una mezcla de vergüenza y furia contenida.
—¿Qué carajos haces aquí? —susurró, su voz un torbellino de emociones.
Enrique, rodando a un lado con una risa suave, se apoyó en un codo, su sonrisa pícara ocultando el latido acelerado de su corazón.
—Bueno, Isadora anda merodeando, observándonos —dijo, su tono ligero pero urgente—. Tuve que quedarme aquí contigo. Si nos ve separados, tu hermana tendrá su prueba.
Leonela, aún con el corazón acelerado, fr