La luna, un ojo plateado en la penumbra, se colaba por las cortinas entreabiertas, bañando el rostro de Leonela en un resplandor que parecía robado de los dioses. Dormía, serena, su pecho subiendo y bajando con la cadencia de un sueño profundo. Enrique, tendido a su lado, era un prisionero de la noche, incapaz de cerrar los ojos. El silencio era un abismo donde sus pensamientos se estrellaban como olas furiosas. Te está consumiendo, rugía una voz en su interior, cargada de urgencia. Dile la verdad, ahora, antes de que sea demasiado tarde. Pero otra voz, fría como el filo de una navaja, lo contenía. Recordó el fuego en los ojos de Leonela, su voz cortante en el pasillo del hotel: “Ni mentirosos ni ricos. Nunca más”.
Si supiera quién soy, pensó, el peso de su secreto como una cadena en el pecho. Si descubriera que “Enrique Rubio” es un espejismo, que no soy el mesero humilde que abraza sus sueños… me arrancaría el corazón. La idea lo atravesó, ardiente y cruel. No podía arriesgarse, no