Capítulo 4

Antes de que pudiera responder, Leonela dio un paso adelante, su voz firme pero temblorosa.

—Papá, él es mi prometido, Enrique —dijo, apretando la mano de Enrique como si quisiera anclarlo a su lado.

Enrique, captando la señal, atinó a contestar.

—Enrique Rubio, señor —dijo, su voz suave pero cargada de una confianza que desconcertó a Ricardo.

Rubio, ess un apellido común, seguro, pensó Enrique, ocultando una sonrisa interna. Que crean lo que quieran… por ahora.

Enrique, sin inmutarse, extendió su mano, pero su gesto Ricardo no lo entendió.

—Rubio, ¿eh? Eso no me dice nada —espetó Ricardo, su mirada afilada—. Dime, muchacho, ¿cuánto ganas? ¿Quién eres? ¿De dónde saliste?

Leonela, sintiendo el calor subirle al rostro, intervino.

—¡Papá, no es el momento para eso! —dijo, su voz un mezcla de exasperación y desafío.

Luego, girándose hacia Enrique, añadió en un susurro urgente:

—Vámonos.

Sin esperar respuesta, lo tomó del brazo y lo arrastró hacia un pasillo, lejos de las miradas.

Elena, la madre de Leonela, miró a Ricardo con una ceja arqueada.

—Ahora tu hija se ha comprometido con un cazafortunas —dijo, con un tono que mezclaba preocupación y descontento—. Un mesero de este hotel, Ricardo. ¿Qué sigue?

Ricardo apretó la mandíbula, sus ojos fijos en el lugar donde Leonela y Enrique habían desaparecido.

Leonela era aún una niña cuando su madre empezó a desaparecer. No de golpe, sino despacio, como una vela que se consume por dentro. Primero fueron los dolores que achacaban al estrés, luego las citas al oncólogo, después las quimioterapias y, y finalmente la morfina que la hacía hablar en susurros.

Tres semanas después de su partida, Elena se acercó a Ricardo. Oficialmente era «su asistente ejecutiva». Era muy joven, y una habilidad sobrenatural para estar siempre donde más se le necesitaba. Elena había esperado con paciencia de depredador el momento exacto en que el dolor ablandara a Ricardo lo suficiente como para entrar sin resistencia.

Y, poco a poco, fue trayendo a su hija Cassandra al centro de la fotografía familiar. Leonela la llamaba Elena, a secas, como quien nombra una tormenta que no puede evitar. Ahora con la misma expresión calculadora, años después, observaba el anillo de compromiso en el dedo de su hijastra.

Leonela captó el destello exacto en sus ojos: no era sorpresa, era amenaza contenida. Porque Elena sabía reconocer a una intrusa cuando la veía. Y, por primera vez en mucho tiempo, se sentía en el lado equivocado del tablero.

—Me aseguraré de saber todo sobre él —masculló, su voz un murmullo de determinación.

En el pasillo, Leonela soltó a Enrique, girándose hacia él con los brazos cruzados.

—¿Qué acaba de pasar? —preguntó, su voz temblando de adrenalina—. ¿Por qué hiciste eso?

Enrique, con una sonrisa traviesa que desarmaba, se apoyó contra la pared, como si el caos fuera su elemento natural.

—Hice enojar a tu hermana, conseguiste la atención de todos y, de paso, tienes en tu dedo un anillo que te queda perfecto —dijo, guiñándole un ojo—. ¿No es eso un paso hacia la presidencia de la empresa de tu familia? ¿Qué hay de malo?

Leonela lo miró, atónita.

—¡Lo malo es que acabo de comprometerme con un extraño! —espetó, aunque una risa incrédula se le escapó—. Te dije que fingieras ser mi novio, ¡nada más!

Enrique alzó las manos, como rindiéndose, pero sus ojos brillaban con picardía.

—Tú me besaste primero, ¿recuerdas? Y dijiste que querías crear al chico perfecto, alguien que te ayudara a no perder tu esfuerzo.

Se acercó un paso, su voz bajando a un tono íntimo.

—Yo puedo ser ese chico, Leonela, quédate con la empresa. Es simple, ¿no?

Leonela parpadeó, su mente girando. ¿Es una locura o un golpe de genio?, pensó.

—Bien, tienes razón —admitió, cruzando los brazos—. Parece que no me queda otra opción. Lo haré.

Enrique sonrió, pero antes de que pudiera responder, ella levantó el dedo índice frente a él.

—Pero escucha, tengo reglas: primero, sin mentiras. Debo confiar en ti plenamente.

Enrique, en su mente, sintió una punzada de ironía. Ay, si supieras, pensó, no puedo decirte quién soy. No todavía. Quiero lograr mi cometido, y esto es el primer paso. Con una sonrisa despreocupada, dijo:

—Sin mentiras, prometido.

—Vamos a casarnos —continuó Leonela, su voz firme pero cargada de nervios—. Ganaré la presidencia, y luego nos divorciamos. Simple.

Enrique alzó una ceja, divertido.

—¿Aún no nos casamos y ya estás pensando en el divorcio? —dijo, con un tono burlón—. Ve más lento. Quizás quieras reconsiderarlo.

Leonela negó con la cabeza, su mirada endureciéndose.

—No, solo somos socios. Si me caso de verdad, será por amor, no por un trato.

Enrique, en su interior, sintió un destello de desafío. Por eso haré que caigas, pensó, su sonrisa ocultando la determinación. No solo quiero mi premio… tal vez quiero algo más.

Leonela, sacando un talonario de su bolso, comenzó a llenar un cheque.

—Toma, esto es por tu ayuda. Y cuando todo termine, recibirás más.

Enrique, con una risa suave, empujó el cheque hacia ella.

—No hace falta.

Ella lo miró, desconcertada.

—¿Entonces qué ganas con todo esto?

Enrique, en su mente, sintió una chispa de ambición. Mi futuro… y tal vez amor, pensó, pero su respuesta fue más suave, casi galante.

—Quiero apreciar tu belleza, Leonela. Nada más.

Ella resopló, claramente incrédula, pero no pudo evitar una sonrisa.

—Muy bien, pero una regla más: no busques nada conmigo. Los besos son solo para las miradas, ¿entendido?

—Claro —dijo él con un dejo de desdén, aunque sus ojos brillaban con desafío—. Quédate el anillo.

Con una inclinación teatral, se alejó por el pasillo.

Leonela lo observó, su mente girando. ¿Quién eres, Enrique? Sacó el anillo de su dedo, examinándolo. Las iniciales GE grabadas en el interior la hicieron fruncir el ceño. ¿Cómo puede un mesero costear esto? Antes de que pudiera pensar más, su teléfono vibró. La voz de su padre, fría y cortante, resonó al contestar.

—Leonela, no sé qué estás haciendo, pero si quieres la empresa, espero verte a ti y a tu “prometido” en el desayuno de mañana.

Colgó, y Leonela se quedó reflexionando.

—Demonios, ni siquiera tengo su número —murmuró, sintiendo una mezcla de adrenalina y pánico.

Por la mañana, el comedor de la oficina de su padre era un campo de batalla disfrazado de desayuno. Cassandra, degustando uvas, queso y embutidos con una expresión agria, estaba sentada junto a Paul, Ricardo y Elena. La mesa estaba cargada de viandas, pero la tensión era más pesada que el aroma del café colado.

Cuando Leonela entró, sola, Cassandra soltó una risa mordaz.

—¿Dónde está tu prometido hambreado? —preguntó, con una sonrisa venenosa—. ¿O acaso viniste por más dinero para pagarle sus servicios?

Leonela alzó la barbilla.

—Estoy aquí por la empresa. ¿Podemos empezar con el papeleo y terminar con esto?

Elena soltó una risa suave, casi burlona, y luego dijo:

—Sabes que no se te dará la empresa tan fácilmente, querida.

—Papá, dijiste que me nombrarías presidenta si me comprometía en matrimonio —insistió Leonela, su voz firme—. Llevo años trabajando en ella. No puedes simplemente dárselo a Cassandra, que nada aporta, y a su… —miró a Paul con desprecio— chiquito.

Cassandra se atragantó con una uva.

—¡No lo tiene tan pequeña, sabes!

—¡Basta! —cortó Ricardo, su voz como un trueno.

Se volvió hacia Leonela, su mirada dura.

—¿Te comprometes con un desconocido? ¿Te has vuelto loca?

Elena intervino, con un tono más suave pero punzante.

—¿Sabías que no pudimos encontrar nada sobre él? ¿Y por qué será? ¿No es real la historia que te contó?

Leonela sonrió, imitando la sorna de Cassandra.

—¿Falso? ¿Tan falso como las tetas de mi hermanita?

Cassandra se puso roja, levantándose.

—¡Muy bien! ¿Y por qué no está aquí tu mesero? ¿Acaso está limpiando mesas?

Metió una mano en el bolso de Leonela y sacó el teléfono con una sonrisa cruel.

—¿Y si lo llamamos? ¿Responderá? Oh, espera, ¿ni siquiera lo tienes agendado?

Antes de que Leonela pudiera responder, la puerta del comedor se abrió. Enrique entró, vestido con un traje gris tan fino que parecía gritar riqueza, sosteniendo un ramo de rosas rojas que contrastaban con su aire despreocupado. Los ojos de Leonela se iluminaron, su corazón traicionándola con un vuelco.

—Buenos días —dijo Enrique, su voz suave pero firme.

Se acercó a Leonela, entregando las rosas con una reverencia.

—Me casaré con Leonela. Ahora mismo, si ella quiere.

El silencio fue ensordecedor. Cassandra dejó caer un queso a medio morder, Paul apretó los puños, y Ricardo alzó una ceja. Elena, con una sonrisa incrédula, murmuró:

—¿Qué?

Enrique, ignorando la tensión, se dirigió a Ricardo.

—Con todo respeto, señor, me he dado a la tarea de investigar su empresa. Leonela es quien lo ayudó a levantarla. La presidencia le pertenece.

Ricardo soltó una risa seca.

—¿Has investigado la empresa? —dijo, con desdén.

Elena intervino, su tono afilado.

—Oh, claro, amor. Lo hizo para calcular cuánto puede robarse.

Enrique no se inmutó.

—Hablo en serio. ¿No me cree?

La mirada desafiante de Ricardo, se volvió hacia Enrique.

—Creo que subestimarte es un error.

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