Enrique había sellado su audaz propuesta con un beso que detuvo el tiempo. Cassandra, había salido furiosa, seguida por un Paul visiblemente celoso, mientras los padres de Leonela, Ricardo y Elena, observaban desde la entrada con una mezcla de incredulidad y cálculo. Ricardo, su padre, cuya empresa familiar era el premio en disputa, rompió el silencio con una voz grave que cortó el aire.
—Leonela —dijo, su tono cargado de autoridad—. ¿Por qué te comprometes con un desconocido?
Enrique, con el corazón latiendo rápido, sintió el peso de la pregunta. Su mirada se desvió por un instante hacia una placa en la pared del Gran Esmeralda, las iniciales GE grabadas en dorado. Si digo mi nombre, me descubrirán, pensó, su mente girando como un engranaje. No puedo arruinar el plan ahora. Antes de que pudiera responder, Leonela dio un paso adelante, su voz firme pero temblorosa.
—Papá, él es mi prometido, Enrique —dijo, apretando la mano de Enrique como si quisiera anclarlo a su lado.
Enrique, captando la señal, inclinó la cabeza con una cortesía que rayaba en lo teatral.
—Enrique Rubio, señor —dijo, su voz suave pero cargada de una confianza que desconcertó a Ricardo.
Rubio, un nombre común, seguro, pensó Enrique, ocultando una sonrisa interna. Que crean lo que quieran… por ahora.
Ricardo, sin inmutarse, extendió la mano, pero su gesto era más una prueba que una bienvenida. Enrique la estrechó, notando que Ricardo no la retiró de inmediato, como si quisiera medir su fuerza.
—Rubio, ¿eh? Eso no me dice nada —espetó Ricardo, su mirada afilada—. Dime, muchacho, ¿cuánto ganas? ¿Quién eres realmente? ¿De dónde vienes?
Leonela, sintiendo el calor subirle al rostro, intervino.
—¡Papá, no es el momento para eso! —dijo, su voz un mezcla de exasperación y desafío.
Luego, girándose hacia Enrique, añadió en un susurro urgente:
—Vámonos.
Sin esperar respuesta, lo tomó del brazo y lo arrastró hacia un pasillo lateral, lejos de las miradas del salón. Elena, la madre de Leonela, miró a Ricardo con una ceja arqueada.
—Ahora tu hija se ha comprometido con un cazafortunas —dijo, con un tono que mezclaba preocupación y diversión—. Un mesero de este hotel, Ricardo. ¿Qué sigue?
Ricardo apretó la mandíbula, sus ojos fijos en el lugar donde Leonela y Enrique habían desaparecido.
—Me aseguraré de saber todo sobre él —masculló, su voz un murmullo de determinación.
En el pasillo, Leonela soltó a Enrique, girándose hacia él con los brazos cruzados.
—¿Qué acaba de pasar? —preguntó, su voz temblando de adrenalina—. ¿Por qué hiciste eso?
Enrique, con una sonrisa traviesa que desarmaba, se apoyó contra la pared, como si el caos fuera su elemento natural.
—Hice enojar a tu hermana, conseguiste la atención de todos y, de paso, un anillo que te queda perfecto —dijo, guiñándole un ojo—. ¿No es eso un paso hacia la presidencia de la empresa de tu familia? ¿Qué hay de malo?
Leonela lo miró, atónita.
—¡Lo malo es que acabo de comprometerme con un extraño! —espetó, aunque una risa incrédula se le escapó—. Te dije que fingieras ser mi novio por esta noche, ¡nada más!
Enrique alzó las manos, como rindiéndose, pero sus ojos brillaban con picardía.
—Tú me besaste primero, ¿recuerdas? Y dijiste que querías crear al chico perfecto, alguien que te ayudara a no perder tu esfuerzo.
Se acercó un paso, su voz bajando a un tono íntimo.
—Yo puedo ser ese chico, Leonela, quédate con la empresa. Es simple, ¿no?
Leonela parpadeó, su mente girando. ¿Es una locura o un golpe de genio?, pensó.
—Bien, tienes razón —admitió, cruzando los brazos—. Parece que no me queda otra opción. Lo haré.
Enrique sonrió, pero antes de que pudiera responder, ella levantó un dedo.
—Pero escucha, tengo reglas: primero, sin mentiras. Debo confiar en ti completamente.
Enrique, en su mente, sintió una punzada de ironía. Ay, si supieras, pensó, su ambición oculta palpitando como un tambor. No puedo decirle quién soy. No todavía. Quiero el Gran Esmeralda, y esto es el primer paso. Con una sonrisa despreocupada, dijo:
—Sin mentiras, prometido.
—Vamos a casarnos mañana —continuó Leonela, su voz firme pero cargada de nervios—. Ganaré la presidencia, y luego nos divorciamos. Simple.
Enrique alzó una ceja, divertido.
—¿Aún no nos casamos y ya estás pensando en el divorcio? —dijo, con un tono burlón—. Ve más lento. Quizás quieras reconsiderarlo.
Leonela negó con la cabeza, su mirada endureciéndose.
—No, solo somos socios. Si me caso de verdad, será por amor, no por un trato.
Enrique, en su interior, sintió un destello de desafío. Por eso haré que caigas, pensó, su sonrisa ocultando la determinación. No solo quiero el hotel… tal vez quiero algo más.
Leonela, sacando un talonario de su bolso, comenzó a escribir un cheque.
—Toma, esto es por tu ayuda. Y cuando todo termine, recibirás más.
Enrique, con una risa suave, empujó el cheque hacia ella.
—No hace falta.
Ella lo miró, desconcertada.
—¿Entonces qué ganas con todo esto?
Enrique, en su mente, sintió una chispa de ambición. Mi carrera, y tal vez algo más… tal vez amor, pensó, pero su respuesta fue más suave, casi galante.
—Quiero apreciar tu belleza, Leonela. Nada más.
Ella resopló, claramente incrédula, pero no pudo evitar una sonrisa.
—Muy bien, pero una regla más: no busques nada conmigo. Los besos son solo para las miradas, ¿entendido?
—Claro —dijo él con un dejo de desdén, aunque sus ojos brillaban con desafío.
—Quédate con el anillo. —Y con una inclinación teatral, se alejó por el pasillo.
Leonela lo observó, su mente girando. ¿Quién eres, Enrique? Sacó el anillo de su dedo, examinándolo. Las iniciales GE grabadas en el interior la hicieron fruncir el ceño. ¿Cómo puede un mesero costear esto? Antes de que pudiera pensar más, su teléfono vibró. La voz de su padre, fría y cortante, resonó al contestar.
—Leonela, no sé qué estás haciendo, pero si quieres la empresa, espero verte a ti y a tu “prometido” en el desayuno mañana.
Colgó, y Leonela se quedó mirando el anillo.
—Demonios, ni siquiera tengo su número —murmuró, sintiendo una mezcla de adrenalina y pánico.
A la mañana siguiente, el comedor de la oficina de su padre era un campo de batalla disfrazado de desayuno elegante. Cassandra, degustando uvas, queso y pan con una expresión agria, estaba sentada junto a Paul, Ricardo y Elena. La mesa estaba cargada de viandas, pero la tensión era más pesada que el aroma del café. Cuando Leonela entró, sola, Cassandra soltó una risa mordaz.
—¿Dónde está tu prometido hambreado? —preguntó, con una sonrisa venenosa—. ¿O viniste a pedir dinero?
Leonela alzó la barbilla.
—Estoy aquí por la empresa. ¿Podemos empezar con el papeleo y terminar con esto?
Elena soltó una risa suave, casi burlona.
—Sabes que no te dará la empresa tan fácilmente, querida.
—Papá, dijiste que me nombrarías presidenta si me casaba —insistió Leonela, su voz firme—. Llevo años trabajando para esto. No puedes simplemente dárselo a Cassandra y a su… —miró a Paul con desprecio— chiquitito.
Cassandra se atragantó con una uva.
—¡No lo tiene tan pequeño, sabes!
—¡Basta! —cortó Ricardo, su voz como un trueno.
Se volvió hacia Leonela, su mirada dura.
—¿Te casas con un desconocido? ¿Te has vuelto loca?
Elena intervino, con un tono más suave pero punzante.
—¿Sabías que no pudimos encontrar nada sobre él? ¿Y por qué será? ¿Porque no es real?
Leonela sonrió, imitando la sorna de Cassandra.
—Como tus tetas, hermanita, no lo creo.
Cassandra se puso roja, levantándose.
—¡Muy bien! ¿Por qué no está aquí tu mesero? ¿Limpiando mesas?
Sacó su teléfono con una sonrisa cruel.
—¿Y si lo llamamos? ¿Responderá? Oh, espera, ¿ni siquiera lo tienes agendado?
Antes de que Leonela pudiera responder, la puerta del comedor se abrió. Enrique entró, vestido con un traje gris tan fino que parecía gritar riqueza, sosteniendo un ramo de rosas rojas que contrastaban con su aire despreocupado. Los ojos de Leonela se iluminaron, su corazón traicionándola con un vuelco.
—Buenos días —dijo Enrique, su voz suave pero firme.
Se acercó a la mesa, entregando las rosas a Leonela con una reverencia.
—Me casaré con Leonela. Ahora mismo, si ella quiere.
El silencio fue ensordecedor. Cassandra dejó caer una uva, Paul apretó los puños, y Ricardo alzó una ceja. Elena, con una sonrisa incrédula, murmuró:
—¿Qué?
Enrique, ignorando la tensión, se dirigió a Ricardo.
—Con todo respeto, señor, he revisado los informes de su empresa. Leonela es quien la levantó. La presidencia le pertenece.
Ricardo soltó una risa seca.
—¿Revisaste los informes? —dijo, con desdén.
Elena intervino, su tono afilado.
—Oh, claro, amor. Lo hizo para calcular cuánto puede robarse.
Enrique no se inmutó.
—Hablo en serio. ¿No me cree?
La mirada desafiante de Ricardo, se volvió hacia Enrique.
—Creo que subestimarte es un error.
Ricardo, entrecerrando los ojos, sacó una carpeta del maletín a su lado y la arrojó sobre la mesa.
—Muy bien, Enrique. Si quieres casarte con mi hija, firmarás esto.
La carpeta se abrió, revelando un acuerdo prenupcial.
—Si te divorcias, no te llevarás nada.
Cassandra, Elena y Paul rieron, sus risas cargadas de burla.
—Parece que Leonela será abandonada otra vez —se mofó Cassandra.
—Adiós, cazafortunas —añadió Elena, con una sonrisa triunfal.