Un juego de engaños
Un juego de engaños
Por: Chelencho
Créditos

Prólogo

En un hotel de opulencia desbordante, donde las luces de las arañas de cristal danzaban como estrellas atrapadas, el destino tejía sus hilos en silencio. Leonela, con su vestido amarillo como un amanecer robado, no buscaba amor esa noche, sino un desafío. Quería demostrar que podía brillar sin las cadenas de las expectativas, que su risa podía ser más fuerte que las burlas. Enrique, un alma atrapada en el uniforme de un mesero, no imaginaba que un beso fugaz lo arrastraría a un juego donde los límites entre la farsa y el deseo se desdibujarían. Bajo el murmullo de los invitados y el eco de un vals, sus mundos colisionaron, y lo que comenzó como un acto de rebeldía se transformó en algo más profundo, algo que ni el lujo del hotel ni las miradas ajenas podían contener. Porque a veces, el amor nace en el instante menos esperado, cuando dos corazones, disfrazados de extraños, deciden bailar al borde del engaño.

Introducción

El aire del hotel olía a jazmín y ambición, un perfume que envolvía a los invitados como una promesa de noches inolvidables. Leonela cruzó el vestíbulo con el corazón latiendo al ritmo de sus tacones, su vestido amarillo destellando como un faro en la penumbra. No era solo una mujer; era un relámpago, una chispa que desafiaba la perfección rígida de un mundo que siempre la juzgaba. Esa noche, no había planes, solo un fuego en su pecho que ardía más fuerte al ver a su hermana Cassandra y a su novio Paul, riendo desde su pedestal de arrogancia. “No llegaré sola”, se juró, y sus ojos encontraron a Enrique.

Él estaba allí, en el borde del caos, sosteniendo una bandeja de plata bajo el brazo como si fuera una extensión de su elegancia natural. Su camisa blanca, impecable, abrazaba su figura con una precisión que hablaba de cuidado, no de servilismo. Sus zapatos, pulidos hasta reflejar el mundo, y su pantalón azul, de corte impecable, lo hacían parecer más un invitado que un mesero. Pero fue su mirada —oscura, profunda, con un destello de curiosidad— la que detuvo el aliento de Leonela. Sin pensarlo, se acercó, lo tomó del brazo y lo besó con una pasión que no era solo para los demás, sino para ella misma, para probar que podía desafiar al destino.

—Sigue la corriente —susurró, su voz un hilo de seda que temblaba de audacia.

Enrique, atrapado en el torbellino de ese instante, respondió con una calma que escondía su propio asombro: —Perdóname por llegar tarde, amor.

Y así, bajo las luces que pintaban sombras doradas, comenzó un juego que ninguno de los dos entendía del todo. Las miradas de los invitados, las risas mordaces de Cassandra y Paul, las burlas de Samantha y Olivia, todo se desvaneció cuando sus manos se encontraron. Porque en el Gran Esmeralda, donde los secretos se disfrazaban de sonrisas, Leonela y Enrique estaban a punto de descubrir que el amor no pide permiso, no sigue guiones, y a veces, florece en el corazón de un engaño.

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