Isadora, con el celular pegado a la puerta, no sabía si reír o correr. Esto es una locura, pensó, mientras los gritos alcanzaban un clímax absurdo.
Dentro de la habitación, Leonela y Enrique se desplomaron en la cama, jadeando entre risas incontrolables. Ella se cubrió la boca, sus ojos brillando de pura diversión.
—Nos pasamos de lanza —dijo, su voz temblando de risa.
Enrique, con una sonrisa que era puro triunfo, se recostó a su lado, su respiración aún agitada.
—O fue una obra maestra —respondió, sus ojos clavados en los de ella, cargados de una complicidad que ardía como brasas—. Que Cassandra crea lo que quiera. Esto nos da el control.
Leonela lo miró, su risa desvaneciéndose en una intensidad nueva. Había algo en él, en esa mezcla de audacia y misterio, que la atraía como un imán. Pero también había una sombra, un secreto que danzaba en el borde de sus ojos.
Leonela sonreía, pero la duda seguía allí, un eco en su pecho. Un mes, pensó. Un mes para descubrir si eres mi salvación… o