Capítulo 8

La luna, un ojo plateado que había sido testigo de la farsa y el fuego de la noche, se había desvanecido, ahogada por un amanecer que irrumpía como un intruso en la suite nupcial. Leonela, con el corazón aún latiendo al ritmo del beso robado y los gritos teatrales de la noche anterior, se apartó de la cama, su cabello revuelto cayendo como una cascada oscura sobre sus hombros. El eco de su actuación —“¡Oh, Enrique, sí! ¡Dámelo todo!”— resonaba en su mente, y una risa traviesa curvó sus labios. Nos pasamos tres pueblos, pensó, pero la chispa de complicidad con Enrique ardía más fuerte que cualquier vergüenza, un incendio que amenazaba con consumirla.

Se ajustó la blusa, alisando las arrugas como si pudiera ordenar también el torbellino en su pecho, y salió al pasillo. El aire del hotel era fresco, impregnado del aroma a cera de piso y jazmín artificial, un perfume que disfrazaba la tensión que acechaba en cada esquina. Isadora estaba allí, inmóvil junto a un carrito de limpieza, su ros
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