Satisfecha, Leonela regresó a la habitación, cerrando la puerta con un chasquido suave que selló el mundo exterior. Enrique estaba sentado en el borde de la cama, su sonrisa pícara iluminando el cuarto como un faro en la tormenta. Sus ojos claros, brillantes bajo la luz del amanecer, la observaron con una mezcla de admiración y algo más profundo, algo que hizo que el pulso de Leonela se acelerara. Ella alzó una ceja, adoptando una pose teatral, sus manos en las caderas.
—¿Y bien? —preguntó, su voz vibrando con diversión—. ¿Qué tal mi actuación?
Enrique soltó una risa ligera, un sonido cálido que llenó el espacio como un abrazo. Se puso de pie y aplaudió lentamente, cada palmada resonando como un elogio silencioso, sus ojos nunca abandonando los de ella.
—Magistral —dijo, su tono cargado de satisfacción—. Una estrella digna de Broadway, Leonela. Isadora se lo creyó.
Leonela hizo una reverencia exagerada, su risa estallando como un fuego artificial.
—Gracias, gracias —respondió, inclinán