Leonela lo observó, sus ojos trazando la línea de su mandíbula, el destello de sus ojos bajo la luz del sol. Quiso decir algo, detenerlo, pedirle que se quedara un momento más, pero las palabras se le atoraron en la garganta. En cambio, asintió, sus dedos apretando la taza con más fuerza de la necesaria, el calor del café quemándole las palmas.
Enrique, como si percibiera su lucha interna, dio un paso hacia ella y tomó las manos que sostenían la taza de café con una suavidad que contrastaba con la urgencia de su mirada. Sus dedos, cálidos y firmes, se entrelazaron con los de ella, y su voz se tiñó de curiosidad.
—¿Y tu anillo? —preguntó, señalando su mano desnuda.
Leonela se quedó helada, su mirada cayendo sobre su dedo vacío. Un rubor traicionero trepó por sus mejillas, y bajó la vista, como si el suelo pudiera ofrecerle una excusa. El recuerdo de aquel día fatídico regresó como una puñalada: el día de su boda, cuando Paul, su prometido, la había traicionado con Cassandra. Leonela, co