La luz del mediodía se derramaba sobre el vestíbulo del hotel, un caleidoscopio de reflejos que danzaban en el mármol pulido, como si el lujo mismo respirara en cada rincón. Enrique se movía entre las sombras de su rutina, entregando órdenes discretas al personal, su fachada de mesero tan cuidadosamente construida como una armadura. Cada paso resonaba con el eco de las palabras de Leonela: “Ni mentirosos ni ricos. Nunca más.” Si tan solo supiera…
Un botones, Ignacio, lo interceptó cerca de la recepción, su rostro joven marcado por una mezcla de nerviosismo y urgencia.
—¿Señor… mmm, Enrique? —dijo Ignacio, su voz vacilante, como si temiera romper un hechizo.
Enrique se detuvo, sus ojos entrecerrándose mientras seguía la mirada de Ignacio hacia el otro lado del vestíbulo. Allí estaba Leonela, de pie junto a Arnulfo, su figura tensa, los brazos cruzados y una expresión de incomodidad que no podía disimular. En sus manos temblaba un objeto pequeño, brillante, que captó la luz como una est