Laurent estaba convencida de que tenía el peor trabajo del mundo hasta que conoció a Brian, su jefe. Arrogante, elegante, perfeccionista y eternamente con un tono pasivo-agresivo, Brian era la definición de insoportable. A pesar de formar un dúo envidiable en la oficina, Laurent no tenía dudas de algo: odiaba a su jefe. Durante tres años, su único escape fue sus quejas a la máquina de café, hasta que un giro del destino lo cambió todo: ganó el premio mayor de mil millones de dólares. ¿Renunciar al instante? Por supuesto que lo intentó. ¿El problema? Brian rechazó su renuncia, exigiendo la carta con treinta días de anticipación. Así que Laurent ideó un nuevo plan: convertirse en la peor pesadilla de su jefe. Si él no la quería fuera, ella haría que se arrepintiera. Ella estaba decidida de hacerle perder esa compostura impenetrable. Lo que no esperaba era que, mientras trata de desestabilizar la vida de Brian, él empiece a interesarse por la suya. ¿Logrará que finalmente la despida? ¿O caerá en la trampa más inesperada de todas: enamorarse de su jefe?
Leer másMi cuerpo temblaba. No sabía si era por la emoción, el agotamiento o la posibilidad de estar alucinando por culpa del café de la oficina, que sinceramente, podría haber contenido componentes ilegales de lo fuerte que era.
No. No. ¡No! Me estrujé los ojos con fuerza, como si eso me ayudara a ver mejor, mientras sostenía ese pequeño pedazo de papel, insignificante para muchos. —¡Ganadora! ¡Gané! ¡Gané la maldita lotería! Lo repetía en voz alta como una loca, con el boleto en la mano, los ojos desorbitados y el corazón haciendo un rave dentro de mi pecho. Me tiré de rodillas en medio del pasillo del décimo piso, con las carpetas del señor Brian Spencer regadas por todas partes como si fueran confeti del apocalipsis. No podía procesarlo todo. Había comprado ese boleto días atrás simplemente porque me sobró un dólar. No escogí ningún número, fue la máquina. Lo dejé en mi escritorio, debajo de una carpeta, por puro aburrimiento. ¿Por qué lo revisé? Porque en las noticias no dejaban de hablar del afortunado ganador de mil millones de dólares que aún no reclamaba el premio. Mi corazón latía como un tambor. Estaba llorando, riendo y sollozando. Todo al mismo tiempo. Como si la vida, por una vez, hubiera decidido darme un abrazo después de años de usarme como una bolsa de boxeo. ¿Por qué me sentía así? Muy fácil. Trabajar con Brian era como firmar un pacto con el diablo vestido de traje. Él era el CEO de una de las compañías de telefonía más importantes, y también manejaba una firma financiera aclamada mundialmente. Tenía poder. Era atractivo. Y, lo peor de todo: un cretino. Me hacía trabajar como una esclava. Se suponía que mi horario laboral comenzaba a las ocho de la mañana. ¿Pero era así? ¡Claro que no! A las cuatro ya me estaba llamando con nuevos pendientes. Incluso los fines de semana. No tenía vida. ¿Por qué lo soportaba? Por mi familia. Era el único sostén económico. Mi madre, sobreviviente de cáncer, tenía una deuda de ochocientos mil dólares. Pero estaba viva. Mi hermano menor, Theodoro, estudiaba en la universidad, y su matrícula costaba setenta mil dólares al año. ¿Mi padre? Muy bien, gracias. Siguiente pregunta. Eso era lo que decía para no admitir que nos abandonó cuando mi madre cayó enferma. Tuve que encerrarme en un trabajo que nadie quería, por el pago. ¿Cuánto ganaba? Quince mil dólares mensuales. Eso era lo que valía mi salud mental. Sin poder aguantar más, llamé a la única amiga que tenía en el edificio. Sí, además de la cafetera, solo tenía una amiga. Ella trabajaba en el área de publicidad. —¡Caitlyn! ¡Gané! ¡Gané el acumulado! —¡¿Qué?! —gritó al teléfono, con una voz tan aguda que probablemente dejó sordos a todos en el edificio—. ¿Estás segura? ¡No me jodas, Laurent! —¡Te juro que sí! Lo comprobé diez veces y volví a llorar otras cinco. ¡Soy la ganadora del premio más grande del país! —¡Oh, por Dios! ¡Renuncia ya! ¡Mándalo al demonio con un pastel como en la película "Historias cruzadas"! Usa ese ingrediente especial porque se lo merece. ¡Laurent, prepárate! ¡Esta noche vamos a beber! El mejor consejo que alguien me había dado en años. Me levanté como si acabara de resucitar. Respiré hondo. Recogí los papeles de Spencer como una mártir aceptando su destino final. Con las piernas temblorosas y una risa contenida, me dirigí hacia mi escritorio. El reloj marcaba las ocho y cuarenta y siete de la noche. Ese día me había dejado encargada de terminar unos documentos. Como siempre, me dejó encerrada más allá de la hora de salida, que era a las cinco. Dejé los papeles en su oficina mientras mi cerebro intentaba procesar qué hacer primero: ¿Llamar a un abogado? ¿Cambiarme el nombre? ¿Adoptar una nueva identidad en el Caribe? ¿Comprarme diez gatos y escribir mi renuncia en sus patas? ¿Llevar a mi familia de viaje por el mundo? Sin decidirme, salí corriendo hacia la calle y tomé un taxi después de dejarle un regalo en su café para el lunes. Esa mañana lloraba porque no tenía ni para un café. ¿Ahora? ¡Era rica! Al llegar a casa, mi madre dormía como siempre, pero yo no podía. Tomé una ducha rápida, más por rutina que por higiene. Mientras me secaba el cabello como si estuviera apagando un incendio, pensé en todos los métodos posibles para renunciar: Mandar un correo con solo dos palabras: “Me fui.” Llegar el lunes vestida con un disfraz de dinosaurio inflable y dejar una carta en su café. Fingir mi muerte. Pero no. Yo quería que lo supiera. Que lo sintiera. Que esa ceja perfecta le temblara. Que apretara la mandíbula. Que hiciera esa exhalación molesta cuando algo se le sale de control. Así que me senté, abrí mi laptop personal y escribí: Para: Brian Spencer Asunto: Mi renuncia (No lo ignore porque esto es enserio) Señor Spencer, Este mensaje no contiene informes, documentos ni agendas reprogramadas para complacer sus impulsos de grandeza. Contiene solo una frase: Renuncio. He trabajado como una máquina durante tres años. He bajado diez pisos con el elevador dañado más veces de las que puedo contar. He tolerado sus comentarios pasivo-agresivos, sus cafés negros como su alma y su insomnio infernal que arrastra a todos con usted al abismo. Pero hoy… hoy me tocó la fortuna. Y usted, señor Spencer, puede meterse esos reportes donde no brilla el sol. Con sinceridad (y muchísima felicidad),Laurent Torres La exsecretaria que sobrevivió. PD: Disfrute el café del lunes. Contiene un ingrediente especial que muy seguramente lo mandará al baño. Presioné “Enviar”. Y me reí. Me reí tan fuerte que tuve que taparme la boca con la toalla para no activar la alarma de histeria colectiva en el edificio. Mi teléfono vibró con el número de mi exjefe, pero lo ignoré. Guardé el boleto en el lugar más seguro de mi habitación. Después de maquillarme, recibí la llamada de Caitlyn. Coordinamos para ir a una discoteca. Era viernes. Llevé mis tacones de infarto y un vestido tan corto como lo fue mi paciencia estos últimos años. Caitlyn había reservado la mejor zona VIP solo para nosotras. Esa noche haría explotar mi tarjeta. Ya la pagaría cuando cobrara todo mi dinero. Nos encontramos en la discoteca más exclusiva de Nueva York. La música retumbaba en mis oídos. Risas, cuerpos bailando, olor a alcohol y sudor lo impregnaban todo. Al llegar, Caitlyn, con un cóctel en la mano que debía llorar con el alcoholímetro, me gritó: —¿¡Lo hiciste!? —¡Lo hice! —¡Así se hace! ¡Vamos por una botella! Caitlyn era la locura, y yo la cordura a punto de romperse. Intentaba ser divertida, pero con el poco tiempo que Brian me dejaba, apenas podía respirar. Salidas, citas, vacaciones… hasta la cena de Navidad se vieron afectadas. Pero ya no más. —¡Tráete dos de tus bebidas más costosas! —grité—. Vamos a celebrar que por fin soy libre. ¡Libre del esclavista, del trabajo sin fin, de los madrugones infernales! ¡Libre como el viento y rica como la dueña del viento! Esa noche fue un caos. Bebí tanto que no podía ni sostenerme. ¿Vomite a alguien? Sí, en los zapatos de Caitlyn, cuando íbamos en el taxi. Llegué a casa a las cuatro de la mañana. Y por primera vez en años, dormí profundamente. Sin despertarme por mensajes de trabajo. Sin alarmas infernales. Un claxon me despertó. Me levanté sintiendo la boca seca como cartón. Con dificultad, me arrastré al baño para cepillarme y ducharme. Tenía hambre, pero el dolor de cabeza era peor. Bajé con esfuerzo a la cocina… y me congelé. Brian Spencer estaba sentado en la mesa, con una taza de café en la mano. Al verme, alzó una ceja, sin apartar la vista de mí. —Señorita Torres, veo que se ha divertido anoche. ¿Ahora sí querrá hablar?Un suave toque en mi mejilla. El mismo movimiento delicado con el que se acaricia una rosa. Me hacía cosquillas. Abrí lentamente los ojos y vi a… ¿Brian? No… debía de estar soñando. Hice una mueca. La noche anterior, tras el caos de mi padre, había decidido bañarme —como si eso me limpiara de todo lo que me provocó— e irme a dormir. Pero ahora estaba Brian. Ahí. Delante de mí. Con una sonrisa, sentado en mi cama. —Creo que estoy teniendo una alucinación —me pellizqué la mejilla. Me dolió. Brian soltó una carcajada ronca, cargada de ternura. —Tu madre me dejó pasar porque vine a buscarte. Espero que no te moleste. Me senté tan rápido como pude. Brian. En mi habitación. Miré desesperada alrededor: tantos pósteres de cantantes que parecía una adolescente, osos de peluche, pegatinas de estrellas y lunas en el techo, y lo peor de todo… un enorme desastre en el suelo. Me levanté lo más rápido posible y empecé a recoger. Brian solo se acomodó mejor en mi cama de la misma manera que se
Me mantuve en total silencio, mirándolo con una rabia que no sabía que aún era capaz de sentir. Ese hombre… ese maldito sinvergüenza. El mismo que huyó como una rata cuando su esposa enfermó. Que nos dejó a la deriva, cargando una casa llena de deudas y un hueco tan grande que ni el tiempo logró tapar. El que robó el dinero del tratamiento con la excusa más miserable del mundo, como si su vida valiera más que la de mi madre.Y ahora estaba ahí. De pie. En mi puerta. Como si tuviera derecho. Que mereciera algo.Vestía como lo que era: un desastre. Camisa amarilla manchada, descolorida, con olor a cigarro barato y a alcohol fermentado. El pantalón sucio, colgándole de las caderas, y el cabello desordenado, mojado de sudor. Y lo peor… esa sonrisa. Esa sonrisa torcida que siempre usaba cuando quería manipular. Cuando buscaba disfrazar su veneno bajo una voz suave.—Entonces, querida hija… ¿quieres que vaya donde tu noviecito? —dijo, con una falsa inocencia que helaba la sangre—. Porque los
Sus palabras aún vibraban en mi oído. Temblaba de la emoción. No quería sonreír como idiota, pero ahí estaba yo, sonriendo. “Guárdalo, porque quiero que todo el mundo sepa que eres mía para siempre. Así que prepárate, me aseguraré de que me des el sí, pero esta vez en serio.” Estábamos quietos en aquella tienda, mirando a las personas pasar, pero en esos momentos estábamos en nuestra propia burbuja donde: Los sonidos desaparecieron, solo estaban nuestras voces y respiraciones. Todas las sensaciones se desvanecieron, excepto por la calidez de nuestros cuerpos. Los olores parecieron inexistentes, solo podía oler su perfume amaderado mezclado con su aroma corporal. Las luces a nuestro alrededor parecían intensificarse.—Laurent… —dijo con una voz sumamente ronca— ¿Quieres ir a comer o algo? —Se acurrucaba en mi cuello— Aún no he desayunado y estoy a punto de desmayarme.Era entendible. Eran las once de la mañana, a unos pocos minutos de las doce. Aunque no quisiera admitirlo, Brian er
POV Brian SpencerSentado, miraba a las personas caminar. Rápidos. Algunos preocupados. Enfermeras y doctores por doquier. Ancianos siendo ayudados por sus familiares… y luego yo, paralizado en el tiempo. Todo parecía moverse de forma vertiginosa, mientras yo estaba condenado. Intentaba recobrar la memoria. Complicado. Había sido invitado por mi amigo Harold; estaríamos algunos cinco amigos y yo, sin incluir a Jacob. Todos teníamos el mismo círculo social, así que compartíamos amigos en común. Recordaba que le hablaba a Harold de Laurent. Sí. Eso está en mi memoria. Pedí una tercera cerveza… no… era la cuarta… sí. Le di un trago largo y recuerdo que sabía algo extraña. Sí. Pero pensé que era solo porque no estaba tan fría.—Señor Spencer. Levanté la mirada. Había una mujer con bata blanca que me hizo una seña con la cabeza para que la siguiera. Entré en lo que parecía ser un consultorio, donde cerró la puerta. Caleb estaba ahí, leyendo en la computadora con un ceño bien marcado.
En ese momento, mi alma fue arrancada, abducida por un ovni para hacerme sufrir, y, tras experimentar miles de años de tormento, volvieron a meterme en mi cuerpo. Mis dedos temblaban sobre el aparato electrónico. No, eso era imposible.No podía ser real.Miré la foto con detenimiento: una, dos, tres, cuatro veces. Amplié la imagen buscando hasta la última de sus pestañas para comprobar que no era un actor pagado, un maniquí, un hermano gemelo perdido o un clon. Estaba sumamente estresada mientras llamaba al teléfono de Brian.Llamé tanto que mi dedo se tornó rojo, la pantalla estaba ardiendo, y su buzón de voz se llenó. En esos mensajes gritaba, preguntándole por qué. Lo maldecía en diferentes idiomas y estaba tan furiosa que incluso busqué en Google cómo insultar en sumerio. ¡En sumerio! Así de enojada estaba. Eran alrededor de las cuatro de la mañana cuando, por fin, dormí.Y en mis sueños… Brian estaba con Victoria. Ambos en una cama, burlándose de mí. Muy seguramente se reía de mi
—Cariño, ¿de verdad puedes montar este caballo? —preguntó con ligero nerviosismo. —Claro que sí, Brian, tengo una licencia para montar caballos —reí para intentar ocultar mis nervios.Habíamos llegado a la villa de los señores Castillo esa misma mañana, donde el patriarca, con elegancia, nos dijo que ya no teníamos que quedarnos si no queríamos, pues no le vendería a nadie más. Esa mañana fue un caos, porque descubrimos que una de las chicas había sido pagada para actuar y otra, sobornada. Llegamos ese día a la una de la tarde, y me di cuenta de que tenían caballos… y yo tenía una obsesión con ellos. Había visto tantas películas que quise montarme en uno. Brian no estaba muy seguro, por lo que, a pesar de ayudarme a subir, no estaba convencido.—No tienen de qué preocuparse, los caballos suelen ser muy dóciles. —¿Ves? Y tú te preocupas por nada, Brian.Ligeramente emocionada, golpeé al caballo con los pies y este comenzó a correr. Con toda la fuerza que podía reuní, me sujetaba como
Último capítulo