2. Me pasé tres años

Tardé unos segundos en parpadear.

Estaba en shock. Mi jefe, bueno, mi exjefe, en teoría, estaba en mi cocina. En mi casa. A la luz del día. Respirando mi oxígeno. Tomando mi café.

¿Cómo sabía dónde vivía?

Probablemente por los registros de la empresa. O quizá tenía satélites. O drones. O una red de espías.

Retrocedí un paso por instinto.

—¿Qué… qué está haciendo aquí?

—Revisando la calidad de su ingrediente especial —dijo, alzando la taza en un gesto burlón—. Esperaba más picante, honestamente.

Sentí el alma salirse de mi cuerpo.

¡Leyó el correo!

Y lo peor: bebió el café del lunes… un sábado.

Se recostó en la silla como quien tiene todo el tiempo del mundo y el control absoluto de la situación. Pero entonces ocurrió algo inesperado. Sonrió. No esa mueca prepotente de las juntas. No la sonrisa de tiburón que usaba con los inversores. No. Era una sonrisa… ¿auténtica? ¿Suave? ¿Cálida?

—Usted es más interesante fuera del trabajo —añadió, mirándome con algo que parecía curiosidad sincera—. Me preguntaba cuánto tiempo más iba a durar. Imaginé que se iría hasta el año que viene.

No sabía si gritar, reír o lanzarle una sartén a la cabeza.

—¿Por qué está aquí? —dije al fin, cruzándome de brazos para no mostrar que temblaba—. ¿Acaso quiere que le eche polvo picapica a su ropa?

Él soltó una leve carcajada. Una carcajada que me hizo cosquillas en la nuca.

—Laurent, ¿cree que no he tenido renuncias peores? Una vez me enviaron una carta con una maldición gitana. Otra, con estiércol de vaca. ¿Dónde lo consiguieron en pleno Nueva York? No lo sé, pero eso quedó en mi memoria. Lo suyo fue… refrescante. Y divertido. Muy en su estilo. Nadie se había atrevido a amenazar el café de todo el edificio solo para renunciar.

Me quedé muda.

¿Qué estaba pasando?

—Entonces… ¿no está aquí para matarme?

—No, por lo menos hoy no.

Una nube de absoluto silencio nos rodeó.

Se incorporó lentamente, dejando la taza sobre la mesa con una delicadeza inquietante. Me observó con una intensidad casi física, que parecía desnudar mis pensamientos con solo mirarme.

—Estoy aquí porque quiero entender cómo alguien que sobrevivió tres años a mi lado simplemente dice “Me voy”—dijo, ahora más serio—. También… —hizo una pausa, sus ojos jade ardiendo en sombra— …porque admiro su valor. Y, lo crea o no, no soy tan monstruo como cree.

Me costó tragar saliva.

Su voz tenía esa aspereza grave que rozaba la amenaza… y el deseo.

Ese tipo de tono que solo alguien peligroso sabía usar bien.

—Pues no me quedaré para averiguarlo. Como leyó en mi correo: “Renuncio”. Puede irse.

Su mirada se endureció. Esos ojos verdes se volvieron espesos, como un bosque húmedo antes de la tormenta.

—Bueno, si no es por las buenas, entonces no me quedará de otra —susurró, bajando la taza con cuidado—. Señorita Torres, entiendo que planea dejar mi empresa, pero debe quedarse un mes como estipulamos para todos. Durante este mes de transición seguirá trabajando aunque se muera.

Su voz se volvió grave, envolvente, como una advertencia cargada de una tensión espesa… sensual, casi seductora.

—No importa si intenta escapar. Me encargaré de encontrarla, incluso si tengo que buscarla personalmente en el infierno. Así que prepárese para cumplir con sus responsabilidades hasta el último día.

Me daban ganas de gritarle, de morderlo, de lanzarle algo.

Pero me quedé ahí, mirándolo con rabia… y con algo que no quería reconocer.

—Brian —me atreví a decir, ya sin el “señor Spencer”—. Me pasé tres años odiándote. Hablándole mal de ti a la cafetera. Tu voz me producía urticaria. Tenía fantasías recurrentes sobre empujarte por la ventana y que cayeras justo encima del tipo calvo de recursos humanos. Ese que siempre rechazaba mis vacaciones.

—Lo sé. La cafetera me lo contó.

Me reí. Contra todo pronóstico, solté una carcajada ronca.

—Bueno… la cosa es que no volveré al trabajo.

—Solo te pido un mes para terminar la fiesta de donaciones —se giró ligeramente y añadió, con ese tono de jefe encantador—: Te traje una aspirina y unos pendientes para el lunes. Te veré a las ocho de la mañana, como tu horario laboral exige. Por mala suerte… tendrás que aguantarme un mes.

Y se fue. Sin decir nada más.

Solo se levantó y salió, dejándome en medio de ese silencio repentino… y con el corazón latiéndome en las sienes.

Él no se suponía que fuera amable.

Ni gracioso.

Ni… humano.

Y ahí estaba, dejándome unas aspirinas para el dolor de cabeza.

Sobre la mesa, junto a unos documentos, había una nota que decía: “Tómame, con agua. No más alcohol.”

Tomé la pastilla sin pensarlo demasiado, dejándome caer en la silla.

Había un plato de sopa, tapado, que asumí había hecho mi madre. Me senté a comer.

En la paz de la una de la tarde, finalmente llegó mi madre con mi hermano, quien se encerró de inmediato en su habitación. Los sábados eran un caos para él: práctica de fútbol, ducharse y correr a sus clases de la universidad.

Mi madre, Rosa, se acercó y me envolvió en un abrazo.

—¿Cómo estás, princesa? Con el ruido que escuché en la madrugada, pensé que no te levantarías hasta mañana.

—Yo tampoco —sonreí con cansancio—. ¿Por qué dejaste entrar a mi jefe?

—¡Porque es un hombre maravilloso!

¿Maravilloso?

Sí, maravillosamente cretino.

Ese hombre era una pesadilla con corbata.

En más de una ocasión terminé haciéndole de lavandera. Su encargada se fue de vacaciones, y como le gustó cómo dejaba sus camisas, decidió que mi talento merecía ser explotado todos los domingos en su casa.

¡Detestable!

Mi madre lo adoraba pues cuando se enteró de nuestras deudas médicas, él pagó todo: hospital, universidad de mi hermano, incluso evitó que perdiéramos la casa… con la única condición de que me descontaran parte del sueldo. Un héroe, decían.

Firmé un contrato que me impedía renunciar hasta saldar la deuda.

Y aún faltaba… ¡un año más!

Pero ya no. Con el dinero que tenía ahora, podía pagarle todo. Y si me demandaba, pagaría un abogado y lo obligaría a poner en su LinkedIn que esclavizaba mujeres pobres.

—Esta sopa está deliciosa, mamá.

—¿Verdad que sí? Tu jefe la trajo. Se aseguró de que se mantuviera caliente para ti.

—Mamá… estás bromeando.

—¡Claro que no! Llegó esta mañana, desesperado. Trajo pastillas, la sopa, preguntó por ti… dijo que no pudo contactarte anoche y que no durmió de la angustia.

—Ja. Qué actor —murmuré con desdén.

—¿Es cierto que quieres renunciar?

—No es que quiera. Ya lo hice. Anoche.

—Pero hija, el señor Spencer nos ha dado tanto…

—Mamá, gané la lotería. No tendremos que preocuparnos más. Por fin podré estudiar biología marina. ¡Mi sueño! No más oficina, no más camisas, no más esclavitud.

Sí, tenía veinticuatro años y no había podido estudiar. Mi madre con cáncer, mi padre desaparecido, y yo trabajando día y noche para sostenerlo todo… hasta que él apareció. Brian. Me encontró llorando en una banqueta, juró que me cuidaría.

Y yo, estúpida, le creí.

—Hablé con el señor Spencer —dijo mamá, bajando la voz como si fuera un secreto de Estado—. Me dijo que te necesita. Solo por un mes, Laurent. Solo uno. Urge que estés a su lado para organizar la gala de recaudación para pacientes con cáncer… lo necesita desesperadamente.

—No lo haré. Que busque otra marioneta.

—¡Laurent! ¡Controla tu vocabulario en esta casa! Ese hombre me salvó la vida. Si puedes ayudar, aunque sea solo un poco… hazlo. Por mí, por tu madre.

—Mamá…

—Hija… nada me haría más feliz que verte ayudar a ese hombre que, en su forma retorcida, también te ha ayudado. Él confía en ti como en nadie. Te necesita. Nadie puede hacer lo que tú haces. —Decia con la voz quebrada —Ni tú te das cuenta de que no tiene a nadie más para esto tan importante. Por favor… hazlo por mí. Porque una vez sufrí de cáncer… y gracias a él, hoy estoy aquí.

¿Lo haría por él? No. Ni en mil vidas.

¿Pero por mi madre?

Sí. Por ella, haría lo que fuera.

Suspiré con fuerza. Terminé la sopa, limpié los platos y llevé la carpeta de documentos a mi habitación, donde la lancé con rabia sobre mi escritorio. Me tumbé en la cama y miré el techo en silencio… hasta que sonó el teléfono. Caitlyn.

—¿Estás viva?

—Sí. ¿Cómo están tus zapatos?

—Gracias a ti tuve que botarlos. ¡Eran de edición limitada! Así que tendrás que comprármelos.

—Te compraré miles —solté un suspiro largo.

—¿Y eso?

—¿Sabes que el loco de mi jefe vino?

—¿Pero no renunciaste?

—Sí. Pero no lo aceptó. Y ahora mi madre quiere que trabaje con él por un mes.

—Bueno… es solo un mes.

—Conociéndolo, ese hijo de… —suspiré otra vez—. Me pondrá a hacer el trabajo de tres años durante este mes.

—Mmm… ¿y si haces que te despida?

—¿Qué dijiste? —me senté de golpe en la cama.

—Haz algo para que te despida. Ya conoces a Spencer. Hazlo sufrir.

—¡Oh, Dios mío, Caitlyn! ¡Eres una genio!

Sí.

Haría que me despida.

Y disfrutaré cada segundo mientras lo vuelvo loco.

Empezaría mañana.

¿Lo primero? Su casa.

Así es. Empezaría por su casa

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