Ese domingo el cual no estaba estipulado en mi contrato, me encontraba frente a la casa del señor Spencer, alias: el hombre que morirá de un ataque cardíaco hoy. Eran las doce del día; giraba la llave de su enorme mansión —que seguramente usaba para cuidar su ego— mientras sonreía.
No era una sonrisa de alegría… No. Era una siniestra. Usualmente habría llegado a las nueve de la mañana, pero usé esa hora para comprar todo lo que necesitaría para que me despidiera, lo cual salió todo de la hermosa tarjeta negra ilimitada de mi jefe. Con la ayuda de mi hermano, traje todas mis compras. —Lulu, si mamá se entera de todo lo que piensas hacerle al señor rico, se va a enojar. —Theodoro, tú cállate y coopera. Si logramos que me despida antes del mes, te llevaré a otro país estas vacaciones de verano. Incluso podré buscar al mánager de Messi, pagarle un buen dinero y hacer que pases una tarde con él, o te tomas una foto, o no sé. Mi hermano menor, por casualidad, me escuchó maldiciendo en la noche mientras terminaba los informes. Pues sí, podré estar loca, pero soy muy responsable. Al decirle que quería hacerle explotar una vena a mi jefe, aceptó… pero al ver todo lo que compré, se arrepintió. —No creo que puedas hacer esto en un par de horas. —Elemental, mi querido Theodoro. Por eso he contratado personal. —Revisaba mi teléfono, notando que los hombres que usualmente usaba para los caprichos de mi jefe habían aceptado. Tenía cuatro horas. Sí, cuatro horas para divertirme. ¿Cuál era el horario de mi jefe los domingos? Iba al golf con su padre. Lo detestaba, pero como el viejo era un perfeccionista con alma de metralleta, prefería ir antes que escucharlo quejarse. A las doce iba a la comida “familiar Spencer”, a la que todos los hermanos asistían cada domingo y que él también detestaba. ¿Por qué? Siempre le preguntaban cuándo traería una novia. Pero con la actitud de m****a que tenía, seguramente llevaba años sin tener buen sexo. Tras eso, iba al parque con su sobrina Mónica. Ella era la única capaz de desestabilizar al gruñón de su tío. Como era su secretaria, tuve que escuchar su mal humor todos los lunes —o incluso el mismo domingo— porque siempre estaba terminando de lavar y arreglar su enorme ropero, el cual organizaba por colores, porque si no, le daba una embolia. Entré a la casa gracias a mi llave, mientras los cinco hombres que pedí llegaban. Mi objetivo era claro: lograr que Brian me despidiera. Para eso, decidí convertir su habitación en una pesadilla… del color que más odiaba en el mundo. Morado. Los hombres que contraté no hacían preguntas mientras pintaban todo con esa tonalidad espantosa. Mientras ellos trabajaban, mi hermano y yo nos encargamos del resto: cambiamos su ropa, sus toallas, sus medias, sus polos, hasta las fundas de almohadas por versiones color lila, uva, lavanda o lo que sea que P*******t reconociera como morado. También embolsamos todas sus corbatas y camisas. En su lugar, coloqué algunas que conseguí con esfuerzo y poca vergüenza: diseños de Pokémon, Scooby-Doo, frutas tropicales. Un desfile de mal gusto que haría llorar a cualquier asesor de imagen. Si después de eso Brian no me gritaba o me despedía, algo no estaba bien con él. Pero no me detuve ahí. Cambié su champú favorito por uno idéntico… con tinte morado. Reprogramé su alarma para que, en lugar de su melodía zen, despertara con mi dulce voz: —Querido jefe esclavista, ¡despierte! Es hora de explotar a sus empleados. Para las tres y media ya estaba todo listo. Dejé ventilando la habitación mientras los hombres recogían, y salí con Theodoro como quien abandona la escena de un crimen glorioso. Me veía ya en la playa, bajo el sol de Cancún, con mis millones y una piña colada. Reía sola, imaginando su cara al ver todo, esperando su llamada llena de gritos e indignación. Pero pasaron las horas. Nada. Ni mensajes, ni correos pasivo-agresivos. ¿Se habría muerto de la rabia? Ojalá. Sería una hermosa venganza por haber arruinado nueve de mis citas. Sí, nueve. Porque cada vez que alguien conocía mis horarios laborales, desaparecía. A veces duraban unas cuantas semanas, pero luego… “No puedo estar contigo. Donde trabajas me asusta.” Siempre el mismo mensaje. Copiado, pegado. Como si hubieran asistido a un taller de exnovios cobardes. Y todo, todo era culpa de Brian. Pero esta vez, no me iba a quedar sin respuesta. Esta vez, él me la debía. Y si no me despedía… Bueno. Todavía me quedaba el convertir su coche en una piñata mexicana. En la noche revisé todos los pendientes que habría para la semana y los organicé, pues, a pesar de odiar a mi jefe, yo era muy responsable. Mis disputas con Brian no debían afectar a los otros. Dormí de manera placentera: sin llamadas, sin mensajes, sin claxon a las cuatro de la mañana para avisarme que me estaba esperando. Me di una buena ducha, desayuné, y con toda la paciencia del mundo, me dirigí a mi lugar de trabajo a las siete y cincuenta. Tenía a mi lado mi café barato de un dólar, mi fiel compañero, mientras organizaba todo. Conociendo lo ególatra que era mi jefe, seguramente no vendría. Prefería morirse antes que lo vieran desarreglado. Para él, debía ser pulcro en todo sentido; por eso, una de las cláusulas de nuestros contratos era que debíamos ir con colores sobrios: blanco, negro, gris y azul marino. ¿Qué tenía yo ese día? Un hermoso conjunto rojo con mi blusa blanca a juego. Tomaba mi café, buscando entre mis papeles, hasta que vi lo que se acercaba. No lo esperaba, era algo sorprendente. Por la sorpresa, escupí el café que tenía en la boca. Intentaba no reírme, pero era imposible. Brian tenía el cabello morado (el cual muy probablemente se iría con un par de lavadas), su camisa era lavanda clara, combinaba con su traje negro y una corbata simétrica (que irónicamente hacía juego) con figura de pizza. —Muy buenos días, señorita Torres. —Se acercaba a mí con esa sonrisa pintada que odiaba. Estaba frente a mi escritorio, cruzando sus brazos—. Gracias por lo de la alarma. Me he levantado con más energía para sobreexplotar a mis trabajadores, incluyéndola. Porque sí, por treinta días aún sigue trabajando para mí. Lo escucho. Odiaba su tono pasivo-agresivo, lo cual me hizo fruncir el ceño. —¿Lo escucho? —Técnicamente la vi el domingo. Mis cámaras se activaron, así que activé los micrófonos. La dejé hacer lo que quería porque parecía divertirse. Para la próxima, espero más de usted para poder igualar o superar mis expectativas sobre mis trabajadores. Ese tono. ¡Ese condenado tono! —¿Acaso le han dicho que su ego es del tamaño de este edificio? No iba a callarme más. Antes de ser millonaria, habría aguantado en silencio. —Laurent —la manera en la que arrastró mi nombre me hizo sentir un escalofrío que, inconscientemente, provocó que abriera mis labios—, realmente espero que hoy te esfuerces un poquito más. Tu creatividad debería superar esa excelencia que tanto te caracteriza como secretaria. Estoy esperando ver si logras sorprenderme esta vez. Le lancé una sonrisa irónica y le respondí, con tono calmado pero cortante: —¿De verdad quieres que te queme la oficina? Solo dime cuándo y me encargaré de que sea un incendio muy creativo. Su expresión cambió por un instante y, rápidamente, añadió con una sonrisa forzada: —No, no, mejor que no hagas nada que moleste a los bomberos. Ellos no tienen nada que ver con tus experimentos artísticos… y tampoco quiero que tengas que llamar a esas pobres personas. Me levanté lentamente, dejando que su mirada siguiera mi movimiento. Sin perder la compostura, me enderecé, mirándolo fijamente… y de repente, todo desapareció. Mi cuerpo se llenó de una electricidad impresionante. La respiración entre nosotros pareció cargarse de una manera tan densa que podía sentirse. Brian, por su parte, se acercó más a mí, su rostro cerca del mío. Solo estábamos separados por ese escritorio. —¿Quieres ver hasta dónde puedo llegar a ser creativa? Bien. Es un reto personal. Y no te preocupes, no llamaré a los bomberos. Dejaré que tu oficina arda como el infierno que creaste. Lo que no esperé fue una sonrisa de su parte. —Muy bien, señorita Torres. Estaré muy expectante de sus obras artísticas durante estos treinta días. —El aire de su boca chocaba con mis labios, haciéndome estremecer ligeramente. Dio unos pasos hacia atrás, creando distancia—. Estaré muy pendiente de todo lo que quieras hacerme… Laurent. Sin decir más, me guiñó un ojo y, tras esto, desapareció en su oficina. Qué… Fue… Eso… ¿Y por qué sentí que me gustó?