3. Cuatro horas para divertirme

Ese domingo, que no estaba en mi contrato, me encontraba frente a la casa del señor Spencer, alias: el hombre que morirá de un ataque cardíaco hoy. Eran las doce del día; giraba la llave de su enorme mansión —que seguramente usaba para cuidar su ego— mientras sonreía.

No era una sonrisa de alegría… No. Era una siniestra.

Usualmente habría llegado a las nueve de la mañana, pero usé esa hora para comprar todo lo que necesitaría para que me despidiera, todo con la hermosa tarjeta negra ilimitada de mi jefe. Con la ayuda de mi hermano, traje todas mis compras.

—Lulu, si mamá se entera de todo lo que piensas hacerle al señor rico, se va a enojar.

—Theodoro, tú cállate y coopera. Si logramos que me despida antes del mes, te llevaré a otro país estas vacaciones de verano. Incluso podré buscar al mánager de Messi, pagarle un buen dinero y hacer que pases una tarde con él, o te tomas una foto, o no sé.

Mi hermano menor, por casualidad, me escuchó maldiciendo en la noche mientras terminaba los informes. Pues sí, estaré loca, pero soy responsable. Al decirle que quería hacerle explotar una vena a mi jefe, aceptó… pero al ver lo que compré, se arrepintió.

—No creo que puedas hacer esto en un par de horas.

—Elemental, mi querido Theodoro. Por eso contraté personal. —Revisaba mi teléfono, notando que los hombres que usualmente usaba para los caprichos de mi jefe habían aceptado.

Tenía cuatro horas. Sí, cuatro horas para divertirme.

¿Horario del domingo? Golf con su padre, un perfeccionista insoportable; luego la comida familiar que odiaba porque le preguntaban por novias —con esa actitud, seguro hacía años que ni sexo tenía— y después un paseo con su sobrina Mónica, la única capaz de sacarlo de quicio y hacerlo comportarse como un humano

Entré a la casa con mi llave, mientras los cinco hombres llegaban.

Mi objetivo era claro: lograr que Brian me despidiera. Para eso, decidí convertir su habitación en una pesadilla morada: pintura por todos lados, ropa, toallas, medias y hasta las fundas de almohada en tonos lila y uva —Pinterest habría aprobado—. Embolsamos sus corbatas y camisas para reemplazarlas por diseños ridículos de Pokémon, Scooby-Doo y frutas tropicales. Si después de eso no me gritaba o despedía, algo raro pasaba.

Pero no me detuve ahí.

Cambié su champú favorito por uno idéntico… con tinte morado. Reprogramé su alarma para que, en lugar de su melodía zen, despertara con mi dulce voz:

—Querido jefe esclavista, ¡despierte! Es hora de explotar a sus empleados.

Para las tres y media ya estaba todo listo. Dejé ventilando la habitación mientras los hombres recogían, y salí con Theodoro como quien abandona la escena de un crimen glorioso.

Me veía ya en la playa, bajo el sol de Cancún, con mis millones y una piña colada. Reía sola, imaginando su cara al ver todo, esperando su llamada llena de gritos e indignación.

Pero pasaron las horas.

Nada. Ni mensajes, ni correos pasivo-agresivos.

¿Se habría muerto de la rabia?

Ojalá.

Sería una hermosa venganza por haber arruinado nueve de mis citas. Sí, nueve. Porque cada vez que alguien conocía mis horarios laborales, desaparecía. A veces duraban unas cuantas semanas, pero luego…

“No puedo estar contigo. Donde trabajas me asusta.”

Siempre el mismo mensaje. Copiado y pegado. Como si hubieran asistido a un taller de exnovios cobardes.

Y todo, todo era culpa de Brian.

Pero esta vez no me iba a quedar sin respuesta.

Esta vez, él me la debía.

Y si no me despedía…

Bueno, aún quedaba convertir su coche en una piñata mexicana.

En la noche revisé todos los pendientes que habría para la semana y los organicé, pues, a pesar de odiar a mi jefe, yo era muy responsable. Mis disputas con Brian no debían afectar a los otros.

Dormí de manera placentera: sin llamadas, sin mensajes, sin claxon a las cuatro de la mañana para avisarme que me estaba esperando. Me di una buena ducha, desayuné, y con toda la paciencia del mundo, me dirigí a mi lugar de trabajo a las siete y cincuenta. Tenía a mi lado mi café barato de un dólar, mi fiel compañero, mientras organizaba todo

Conociendo lo ególatra que era mi jefe, seguro no vendría. Prefería morirse antes que lo vieran desarreglado. Para él, todo debía ser pulcro; por eso, la cláusula de los contratos era ir con colores sobrios: blanco, negro, gris y azul marino.

¿Qué tenía yo ese día?

Un hermoso conjunto rojo con mi blusa blanca a juego.

Tomaba mi café, buscando entre mis papeles, hasta que vi lo que se acercaba. No lo esperaba, era algo sorprendente. Por la sorpresa, escupí el café que tenía en la boca. Intentaba no reírme, pero era imposible.

Brian tenía el cabello morado —probablemente se iría en un par de lavadas—, su camisa lavanda clara combinaba con su traje negro y una corbata simétrica —irónicamente haciendo juego— con figura de pizza.

—Muy buenos días, señorita Torres. —Se acercó con esa sonrisa pintada que odiaba, cruzando los brazos frente a mi escritorio—. Gracias por lo de la alarma. Me he levantado con más energía para sobreexplotar a mis trabajadores, incluyéndola. Porque sí, por treinta días sigue trabajando para mí.

Odiaba su tono pasivo-agresivo, lo que me hizo fruncir el ceño.

—¿Lo escucho?

—Técnicamente la vi el domingo. Mis cámaras se activaron, así que activé los micrófonos. La dejé hacer lo que quería porque parecía divertirse. Para la próxima, espero más de usted para igualar o superar mis expectativas.

Ese tono.

¡Ese condenado tono!

—¿Acaso le han dicho que su ego es del tamaño de este edificio?

No iba a callarme más. Antes de ser millonaria, habría aguantado en silencio. Brian se lo tomó con una calma que me sacaba de quicio, me descolocaba. ¡Se suponía que estuviera furioso queriendo despedirme!

—Laurent —la forma en que arrastró mi nombre me hizo sentir un escalofrío que, inconscientemente, abrió mis labios—, realmente espero que hoy te esfuerces un poquito más. Tu creatividad debería superar esa excelencia que te caracteriza como secretaria. Estoy esperando ver si logras sorprenderme esta vez.

Le lancé una sonrisa irónica y respondí, con tono calmado pero cortante:

—¿De verdad quieres que te queme la oficina? Solo dime cuándo y me encargaré de que sea un incendio muy creativo.

Su expresión cambió por un instante y rápidamente añadió con sonrisa forzada:

—No, no, mejor que no hagas nada que moleste a los bomberos. Ellos no tienen nada que ver con tus experimentos artísticos… y tampoco quiero que tengas que llamar a esas pobres personas.

Me levanté lentamente, dejando que su mirada siguiera mi movimiento. Sin perder la compostura, me enderecé, mirándolo fijamente… y de repente, todo desapareció.

Mi cuerpo se llenó de una electricidad impresionante.

La respiración entre nosotros se volvió tan densa que podía sentirse. Brian se acercó más, su rostro cerca del mío. Solo nos separaba el escritorio.

—¿Quieres ver hasta dónde puedo llegar a ser creativa? Bien. Es un reto personal. Y no te preocupes, no llamaré a los bomberos. Dejaré que tu oficina arda como el infierno que creaste.

Lo que no esperaba fue su sonrisa.

—Muy bien, señorita Torres. Estaré muy expectante de sus obras artísticas durante estos treinta días. —El aire de su boca chocaba con mis labios, haciéndome estremecer—. Estaré pendiente de todo lo que quieras hacerme… Laurent.

Sin decir más, me guiñó un ojo y desapareció en su oficina.

Qué…

Fue…

Eso…

¿Y por qué sentí que me gustó?

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