Mi cuerpo temblaba. No sabía si era por la emoción, el agotamiento o la posibilidad de estar alucinando por culpa del café de la oficina, que sinceramente, podría haber contenido componentes ilegales de lo fuerte que era.
No. No. ¡No! Me estrujé los ojos con fuerza, como si eso me ayudara a ver mejor, mientras sostenía ese pequeño pedazo de papel, insignificante para muchos. —¡Ganadora! ¡Gané! ¡Gané la maldita lotería! Lo repetía en voz alta como una loca, con el boleto en la mano, los ojos desorbitados y el corazón haciendo un rave dentro de mi pecho. Me tiré de rodillas en medio del pasillo del décimo piso, con las carpetas del señor Brian Spencer regadas por todas partes como si fueran confeti del apocalipsis. No podía procesarlo todo. Había comprado ese boleto días atrás simplemente porque me sobró un dólar. No escogí ningún número, fue la máquina. Lo dejé en mi escritorio, debajo de una carpeta, por puro aburrimiento. ¿Por qué lo revisé? Porque en las noticias no dejaban de hablar del afortunado ganador de mil millones de dólares que aún no reclamaba el premio. Mi corazón latía como un tambor. Estaba llorando, riendo y sollozando. Todo al mismo tiempo. Como si la vida, por una vez, hubiera decidido darme un abrazo después de años de usarme como una bolsa de boxeo. ¿Por qué me sentía así? Muy fácil. Trabajar con Brian era como firmar un pacto con el diablo vestido de traje. Él era el CEO de una de las compañías de telefonía más importantes, y también manejaba una firma financiera aclamada mundialmente. Tenía poder. Era atractivo. Y, lo peor de todo: un cretino. Me hacía trabajar como una esclava. Se suponía que mi horario laboral comenzaba a las ocho de la mañana. ¿Pero era así? ¡Claro que no! A las cuatro ya me estaba llamando con nuevos pendientes. Incluso los fines de semana. No tenía vida. ¿Por qué lo soportaba? Por mi familia. Era el único sostén económico. Mi madre, sobreviviente de cáncer, tenía una deuda de ochocientos mil dólares. Pero estaba viva. Mi hermano menor, Theodoro, estudiaba en la universidad, y su matrícula costaba setenta mil dólares al año. ¿Mi padre? Muy bien, gracias. Siguiente pregunta. Eso era lo que decía para no admitir que nos abandonó cuando mi madre cayó enferma. Tuve que encerrarme en un trabajo que nadie quería, por el pago. ¿Cuánto ganaba? Quince mil dólares mensuales. Eso era lo que valía mi salud mental. Sin poder aguantar más, llamé a la única amiga que tenía en el edificio. Sí, además de la cafetera, solo tenía una amiga. Ella trabajaba en el área de publicidad. —¡Caitlyn! ¡Gané! ¡Gané el acumulado! —¡¿Qué?! —gritó al teléfono, con una voz tan aguda que probablemente dejó sordos a todos en el edificio—. ¿Estás segura? ¡No me jodas, Laurent! —¡Te juro que sí! Lo comprobé diez veces y volví a llorar otras cinco. ¡Soy la ganadora del premio más grande del país! —¡Oh, por Dios! ¡Renuncia ya! ¡Mándalo al demonio con un pastel como en la película "Historias cruzadas"! Usa ese ingrediente especial porque se lo merece. ¡Laurent, prepárate! ¡Esta noche vamos a beber! El mejor consejo que alguien me había dado en años. Me levanté como si acabara de resucitar. Respiré hondo. Recogí los papeles de Spencer como una mártir aceptando su destino final. Con las piernas temblorosas y una risa contenida, me dirigí hacia mi escritorio. El reloj marcaba las ocho y cuarenta y siete de la noche. Ese día me había dejado encargada de terminar unos documentos. Como siempre, me dejó encerrada más allá de la hora de salida, que era a las cinco. Dejé los papeles en su oficina mientras mi cerebro intentaba procesar qué hacer primero: ¿Llamar a un abogado? ¿Cambiarme el nombre? ¿Adoptar una nueva identidad en el Caribe? ¿Comprarme diez gatos y escribir mi renuncia en sus patas? ¿Llevar a mi familia de viaje por el mundo? Sin decidirme, salí corriendo hacia la calle y tomé un taxi después de dejarle un regalo en su café para el lunes. Esa mañana lloraba porque no tenía ni para un café. ¿Ahora? ¡Era rica! Al llegar a casa, mi madre dormía como siempre, pero yo no podía. Tomé una ducha rápida, más por rutina que por higiene. Mientras me secaba el cabello como si estuviera apagando un incendio, pensé en todos los métodos posibles para renunciar: Mandar un correo con solo dos palabras: “Me fui.” Llegar el lunes vestida con un disfraz de dinosaurio inflable y dejar una carta en su café. Fingir mi muerte. Pero no. Yo quería que lo supiera. Que lo sintiera. Que esa ceja perfecta le temblara. Que apretara la mandíbula. Que hiciera esa exhalación molesta cuando algo se le sale de control. Así que me senté, abrí mi laptop personal y escribí: Para: Brian Spencer Asunto: Mi renuncia (No lo ignore porque esto es enserio) Señor Spencer, Este mensaje no contiene informes, documentos ni agendas reprogramadas para complacer sus impulsos de grandeza. Contiene solo una frase: Renuncio. He trabajado como una máquina durante tres años. He bajado diez pisos con el elevador dañado más veces de las que puedo contar. He tolerado sus comentarios pasivo-agresivos, sus cafés negros como su alma y su insomnio infernal que arrastra a todos con usted al abismo. Pero hoy… hoy me tocó la fortuna. Y usted, señor Spencer, puede meterse esos reportes donde no brilla el sol. Con sinceridad (y muchísima felicidad),Laurent Torres La exsecretaria que sobrevivió. PD: Disfrute el café del lunes. Contiene un ingrediente especial que muy seguramente lo mandará al baño. Presioné “Enviar”. Y me reí. Me reí tan fuerte que tuve que taparme la boca con la toalla para no activar la alarma de histeria colectiva en el edificio. Mi teléfono vibró con el número de mi exjefe, pero lo ignoré. Ese día no solo estaba libre de él, sino también de sus “órdenes” como jefe. Él era del tipo de hombre que quieres lejos. Ese día no solo me obligó a trabajar seis horas después de cerrar porque, según él, era una “buena empleada”, sino que despidió a un tipo de recepción solo porque me habló. ¿Por qué? Según él, me distraía de mis deberes. No solo eso: me obligó a caminar por una hora solo para conseguir una cartera de edición limitada… y después de que la conseguí, simplemente dijo: “Ya no la quiero, regresa a tus obligaciones”. ¿La cerecita del pastel?Esa noche fue un caos. Bebí tanto que no podía ni sostenerme. ¿Vomite a alguien? Sí, en los zapatos de Caitlyn, cuando íbamos en el taxi. Llegué a casa a las cuatro de la mañana. Y a pesar de que estaba sumamente cansada… en mi mente llegó el momento en que nos conocimos.
Sus ojos esmeralda me observaban con detenimiento mientras lloraba. En esa banca donde todos me ignoraban, menos él, susurrándome suavemente: “Yo te cuidaré”. En ese momento, él no parecía lo que era actualmente, sino más humano… y, aunque no quisiera admitirlo, en ese momento me gustó, mucho; pensé que era mi salvador al darme un trabajo de ensueño… pero, en realidad, era una trampa infernal para volverme su esclava. Por primera vez en años, dormí profundamente. Sin despertarme por mensajes de trabajo. Sin alarmas infernales. Un claxon me despertó. Me levanté sintiendo la boca seca como cartón. Con dificultad, me arrastré al baño para cepillarme y ducharme. Tenía hambre, pero el dolor de cabeza era peor. Bajé con esfuerzo a la cocina… y me congelé. Brian Spencer estaba sentado en la mesa, con una taza de café en la mano. Al verme, alzó una ceja, sin apartar la vista de mí. —Señorita Torres, veo que se ha divertido anoche. ¿Ahora sí querrá hablar?