Leonard Wessex, un CEO frío y dominante, heredero de un imperio farmacéutico, es un genio de la neurociencia con una condición insólita: su cerebro es incapaz sentir amor. Comprende su lógica, pero no lo siente. Para él, el matrimonio con Abril Mora no es más que un matrimonio por contrato, un acuerdo para salvar los intereses de su empresa. Ella, una mujer apasionada, aceptó con la esperanza de que, con el tiempo, él podría corresponderle. Ella le da amor; él le da estabilidad. Pero nunca una caricia verdadera, nunca una mirada que diga “te quiero”. Hasta que Abril, cansada de vivir en un desierto emocional, lo abandona, y se convierte en una famosa influencer de moda íntima. Sin embargo, el destino juega una carta inesperada. Porque Leonard aparece de nuevo en su vida. Justo cuando ella empieza a rehacerla con otro hombre. De pronto, algo se enciende en Leonard: una punzada aguda, incomprensible. ¿Celos? ¿Rabia? ¿O acaso… esa emoción prohibida que su mente jamás pudo descifrar?
Leer másLas velas goteaban cera sobre el mantel, formando pequeñas lágrimas blancas. La botella de Burdeos —abierta con esperanza una hora antes— desprendía un aroma ácido, como si el vino hubiera aprendido a pudrirse en su soledad. Abril rozó el reloj de bolsillo que heredó de su madre. “El amor es paciente”, rezaba la inscripción bajo la tapa. Pero la aguja seguía avanzando, implacable: 10:47 p.m.
Leonard no llegaría.
El aniversario de bodas. Uno que ella no había pedido, pero que, contra toda lógica, había decidido honrar. No por amor —porque en su matrimonio, el amor había sido arrancado de raíz antes siquiera de germinar— sino por respeto a sí misma. Por demostrar que, incluso dentro de un acuerdo sin alma, ella todavía podía tener dignidad. Solo se había casado con él porque su familia se lo exigió y ella secretamente estaba enamorada de él, pero Leonard solo la usó, Él solo necesitaba una imagen pública pulcra para su empresa farmaceutica. Ambos ganaban o ambos perdían.
Un estruendo la sobresaltó. El viento había derribado el marco de su foto de boda del aparador. Al recogerlo, notó la grieta que dividía la imagen justo por la mitad: ella sonriendo radiante, él con la mirada perdida más allá del fotógrafo, como si ya estuviera calculando cuánto duraría aquel matrimonio.
Su mirada se clavó en la puerta. Nada.
Se levantó lentamente, como si cada parte de su cuerpo pesara toneladas, y caminó hasta el ventanal, donde las luces de la ciudad centelleaban a lo lejos, indolentes. Como él.
Suspiró, y el sonido se le quebró en los labios.
...
Un año antes...
—¿Estás segura de esto? —le preguntó Clara, su mejor amiga, quien la observaba desde el sofá con una copa de champán en la mano y el ceño ligeramente fruncido—. Dicen que ese Wessex es un témpano de hielo y que no siente amor por nadie, más allá de su grandiosa compañía.
Abril giró sobre sus talones, mientras el vestido de satén marfil ondeaba alrededor de sus tobillos. Lucía como una princesa, con su rostro iluminado por la suavidad del maquillaje, con su mirada tierna y el corazón acelerado como si estuviera a punto de volar. Era su día especial, el día en el que se casaría con él.
—Sí —respondió con una dulzura firme que sorprendió incluso a sus amigas—. Conquistaré su corazón.
Abril siempre había sido así: una mezcla de fragilidad y fuego secreto. Diseñadora de modas y modelo, una artista de vocación, con la cabeza llena de sueños románticos, pero con una determinación que pocos lograban notar tras su voz suave y modales femeninos. La más dulce, la más callada… pero cuando decía algo, era porque ya lo había decidido.
La música del cuarteto comenzó a sonar en la capilla privada del complejo familiar de los Wessex, y Abril sintió que el corazón se le subía hasta la garganta.
Y ahí estaba él.
Leonard Wessex.
Traje negro, corbata oscura, camisa impoluta. Ni un cabello fuera de lugar. Su porte era el de un emperador moderno, tallado en mármol y sombra. Sus hombros anchos y su altura la hacían sentir diminuta, frágil. Su mandíbula afilada, el mentón firme, y esa expresión contenida, no revelaba ni una grieta.
Pero era tan hermoso. Terriblemente masculino.
Irradiaba algo que le revolvía el estómago, como un calor líquido en las entrañas. No la miraba, no directamente, pero incluso sin contacto visual, Leonard dominaba la sala. Era el tipo de hombre por el que otras se habrían arrodillado sin que él lo pidiera.
Abril, sin embargo, venía a ofrecerle más que obediencia. Venía a ofrecerle un corazón que él no había pedido. Quería ser la primera en enseñarle a amar... ¡Cuánto lo anhelaba!
El contrato estaba firmado. La unión era estratégica, beneficiosa para ambas familias, una fusión de apellidos, dinero y poder.
La ceremonia fue perfecta.
Los votos, precisos. Las manos entrelazadas, frías.
Él no la miró. Ni cuando le colocó el anillo, ni cuando el oficiante declaró "pueden besarse". Su labio superior se curvó levemente al inclinarse —no para besarla, sino para murmurarle al oído:
—Esto es un contrato. No lo olvides.
El aliento caliente contra su piel la estremeció. Era la primera vez que la tocaba.
Abril tragó saliva. El aliento de él era cálido contra su piel, y aun así, la frase la dejó helada. No dijo nada. Solo asintió con una leve inclinación de cabeza, como si aceptara una guerra silenciosa que aún no comprendía del todo.
...
Cuando por fin se cerraron las puertas del dormitorio matrimonial, Abril sintió que el corazón se le detenía. No sabía qué esperar. Parte de ella temblaba de miedo y deseo. Había imaginado esa noche mil veces. Había soñado con la posibilidad de que él la tocara con pasión...
Se despojó del vestido con cuidado, sola. El corsé dejó marcas rosas en su piel de porcelana. Se envolvió en un camisón de seda marfil, apenas más que una caricia sobre su cuerpo desnudo. El frío le erizó la piel.
Y entonces, él entró.
No dijo nada. Se quitó el saco, la corbata, abrió los primeros botones de la camisa. Sus movimientos eran precisos, elegantes, sin apuro.
—Puedes dormir tranquila. No haré nada —dijo, sin siquiera mirarla.
Abril parpadeó. La vergüenza la quemó desde dentro, como un ardor silencioso que se extendía por su cuello, por su pecho. Ella no quería que “no hiciera nada”. Quería… aunque no supiera cómo pedirlo, aunque no tuviera el lenguaje del deseo aún aprendido.
Abril se quedó sola, abrazándose las piernas. La luna colgaba fría, como aquella noche de primavera años atrás, en una conferencia de neurociencia, donde Abril había visto por primera vez a Leonard Wessex. Esa vez el padre de Abril era un invitado especial y quien, además, estaba considerando invertir en el nuevo descubrimiento del laboratorio privado de los Wessex.
Él estaba en el escenario, hablando de sinapsis y patrones cerebrales con mucha pasión y entrega. Ella, sentada en la última fila, lo admiró en silencio. "Qué mente brillante", pensó. Leonard, de traje gris perla, hablaba con voz de hielo de su nuevo descubrimiento. Ella, sintió que el tiempo se detenía. “Algún día lo haré sonreír”, había jurado entonces.
Leonard había dejado caer un sobre lacrado con el sello de los Wessex en el amplio colchón. Era el contrato matrimonial. Abril tomó el papel en las manos y leyó la clausula que estaba subrayada con resaltador.
Cláusula 12: Prohibición de divorcio antes de 5 años.
—¿Por qué lo haces? —logró preguntar.
Leonard se detuvo en el umbral. Por primera vez, algo parecido a una emoción cruzó su rostro.
—Porque tuve pena de tu padre, parecía muy emocionado por casarte conmigo —respondió—. Tu me ayudarás a reforzar la imagen de cabeza ejemplar y a cambio, al terminar los 5 años te recompensaré... Pero antes no te concederé el divorcio.
Había imaginado que, quizá, solo quizá, la ceremonia cambiaría algo. Que Leonard la miraría como a una esposa, no como a un mueble más de su penthouse.
"Idiota", se maldijo, tratando de secarse las lágrimas que seguían cayendo por sus mejillas.
Él desapareció en la habitación contigua. Cerró la puerta con suavidad.
Meses después entendió por qué el magnate de los Wessex era un cubo de hielo seco. Encontró entre sus cosas, varios informes médicos de al menos trece años con un mismo diagnóstico: “Trastorno límite de la personalidad… Incapacidad para vincularse afectivamente… Axitimia”
Las palabras le quemaron los ojos. ¿Era eso lo que él escondía tras su máscara de mármol?
...
El reloj siguió corriendo y sintiendose enojada y a la vez humillada, empezó a recoger las copas de la cena. Mientras lo hacía, una carta se vislumbró debajo del mantel del comedor. El sello de la familia Wessex destelló bajo la luz de la luna:
“Si el matrimonio se disuelve antes de 5 años, perderás el control del laboratorio.”
Abril apretó el papel hasta arrugarlo. Él no la amaba, pero tampoco podía dejarla ir. Así que esa era la verdadera razón de la clausula número 12.
De repente, las puertas del penthouse se abrieron lentamente. Un chasquido metálico resonó en el penthouse. Las puertas del ascensor se abrieron, y los pasos fríos de Leonard cortaron el silencio. Abril alzó la vista. Su marido estaba de pie en el umbral.
El silencio tenía otra textura esa noche.Elena se deslizó dentro de la habitación como si la casa le perteneciera, como si el aire supiera cómo moverse a su favor. Llevaba una bata de satén oscuro, y los pies descalzos.Leonard estaba despierto. Leyendo. O intentando leer.Sus pensamientos eran un enredo difícil de desenredar. Desde que Elena había llegado a su vida, el tiempo parecía girar alrededor de sus visitas. Sus palabras, sus pausas, sus sonrisas. A los quince años, Leonard ya era un genio. Pero no tenía las herramientas emocionales para entender que ser especial no era lo mismo que ser amado.Y Elena lo sabía.—¿No puedes dormir? —preguntó ella, como si se tratara de cualquier noche más.—No. Tengo la mente… en otra parte.Ella sonrió. Le tendió el té.—Bebe. Es de jazmín. Tranquiliza las ideas.Leonard obedeció sin pensar.—Mañana puedo cancelarte la clase. Descansa, Leo. Solo quería verte.—¿Por qué?Elena se sentó a los pies de su cama. Lo miró con esa expresión suya, esa
Horas después. Yorkshire.Leonard fue recibido por la ama de llaves y llevado a una habitación donde el papel tapiz parecía pertenecer a otro siglo.El silencio lo envolvió. Y por primera vez en meses, no supo qué hacer con tanto tiempo muerto.Se sentó frente a la ventana, mirando el jardín. Recordó la peluca sobre la calavera, el teatro ridículo, la risa. La primera carcajada auténtica de su vida.Y ahora todo eso se había acabado.Unos nudillos llamaron a la puerta del salón.Leonard se levantó con desgano.—Sí.La puerta se abrió. Y lo que vio le pareció irreal.Una mujer de unos treinta y tantos, con cabello oscuro recogido en un moño pulcro y una carpeta en la mano, lo observaba desde el umbral. Vestía un conjunto gris perla, elegante pero sobrio. Y lo miraba con reservas.—¿Leonard Wessex? —preguntó, con voz melosa.—Sí.Ella sonrió.—Soy Elena. Vine a conocer al genio del que todos hablan.—¿Eres científica? —interrogó Leonard.—Soy psicóloga, Leonard. También soy prima de tu
Llegaron a la gran puerta del Auditorio Newton justo antes del anochecer. El campus se había vaciado. Solo quedaban las luces parpadeantes del sistema de vigilancia y el eco lejano de una campana.Owen sacó una ganzúa improvisada.—No preguntes cómo conseguí esto —dijo mientras trabajaba la cerradura con precisión sospechosa.—¿Debería preocuparme por tus antecedentes penales? —preguntó Leonard.—Solo si planeas testificar —respondió Owen, triunfante, justo cuando la puerta cedió con un crujido solemne.El auditorio era un anfiteatro gigante, con gradas en semicírculo y un estrado lleno de instrumentos antiguos, bobinas de Tesla oxidadas y pizarras con fórmulas incompletas.Jasmine corrió hacia la vitrina del fondo. Y ahí estaba.Un cráneo real.—Dios mío… no puedo creer que esto exista —murmuró, maravillada—. Tiene hasta una grieta.—Dicen que explotó por dentro —añadió Owen con tono macabro—. La electricidad lo mató. Literalmente. Como si su cerebro hubiera alcanzado demasiada veloc
—¿Puedo preguntarte algo? —dijo ella, con una sonrisa suave.Leonard asintió.—¿Tuviste un primer amor? ¿En verdad nunca te has enamorado?Él desvió la mirada hacia la calle empedrada, hacia un rincón invisible del pasado. Algo se tensó en su mandíbula. Cerró los ojos un segundo. No sabía si se había enamorado en el pasado. Esos sentimientos no eran fáciles de reconocer en él. Mucho menos luego de haber pasado por un trauma.Y entonces, recordó.[…]15 años atrás.Leonard caminaba con una carpeta repleta de fórmulas, ajustándose el cuello de la camisa demasiado grande para su cuerpo flaco. Sus zapatos eran nuevos. Le dolían. Pero no se quejaba.No sabía cómo quejarse.Todas las mañanas bajaba los escalones de la mansión con el uniforme de colegio planchado por la señora Dunhill, una empleada muda que aparecía y desaparecía como un fantasma útil. En el comedor principal, las sillas siempre estaban vacías. El té se enfriaba sin que nadie lo bebiera.Un mayordomo sin nombre le servía dos
Alexander se acercó. La tomó por la cintura. Su mano era firme, pero algo titubeaba en su contacto.—No estás conmigo —susurró él, solo para ella.—Estoy aquí —contestó Abril, sin mirarlo.—Pero no conmigo —insistió Alexander. Sus ojos eran dos preguntas abiertas.—¿Aún lo amas? —murmuró con los labios rozando los de ella, sin tocarlos.—No hablemos de eso —susurró Abril, alejándose para observar las fotos en su celular.—No puedo seguir fingiendo, Abril. No con esa intensidad entre nosotros. No si tú sigues mirando hacia otro lado.—¿Qué estás diciendo?—Estoy diciendo que me estás rompiendo. Y ni siquiera te das cuenta.Abril tragó saliva. Dio un paso atrás.—Alexander…—Dime que no estás pensando en él cada vez que me tocas. Que no lo ves cuando me ves. Que ese maldito beso no te asustó porque fue él quien te lo dio.Ella no supo responder.Y entonces, su celular vibró de nuevo. Era Leonard.“Lo siento, Abril. Quiero verte. Estoy aquí.”[...]La sesión finalmente había terminado.E
En el pent-house, solo se oía el latido acompasado de dos respiraciones. Leonard aún no dormía. Sentado en el suelo, con la espalda apoyada en el sofá, tenía la cabeza inclinada hacia atrás. Abril estaba de pie junto al ventanal, mirándolo de reojo, como si quisiera descifrarlo.Finalmente, ella giró el rostro.—Leonard… hay algo que quiero preguntarte.—Dilo —susurró él, sin moverse.Ella bajó la mirada.—¿Alguna vez… has pensado en tomar terapia?El silencio que siguió fue como una cuerda tensa en medio de la noche.Leonard giró el rostro lentamente hacia ella.—¿Terapia? —repitió con una sonrisa rota, sin rastro de burla, pero sí de incredulidad—. ¿Para mí?—Sí —respondió Abril con firmeza—. Como un acto de amor propio.Leonard bajó la mirada a sus propias manos, que descansaban sobre sus rodillas. No estaban temblando. Ya no.—Durante años, Abril, he aprendido a fragmentar cada emoción. A traducirla en impulsos, en sinapsis, en reacciones químicas. La idea de sentarme frente a alg
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