Todos creyeron que Catalina Delcourt estaba loca… o muerta. La encerraron en un hospital psiquiátrico tras una crisis fingida y un video manipulado. Con informes falsificados, le arrebataron lo que quedaba de la empresa familiar, la declararon incapaz y manipularon a sus propios hijos para que la tomaran por loca. Pero ella no estaba demente… estaba despertando. Ahora ha regresado al mundo que la dio por muerta, solo para descubrir que su esposo está a punto de casarse con su ex y sus hijos ya no la reconocen. Catalina vuelve por justicia. Por sus hijos. Por su nombre. Y si para recuperar su vida debe destruir a quienes la traicionaron… que empiece la guerra. Ahora mando yo, exmarido.
Leer más—¡Déjenme salir! ¡No estoy loca! —gritó Catalina por enésima vez, golpeando con desesperación la puerta acolchada de su habitación, mientras su garganta, ya en carne viva, ardía por tanto suplicar a un vacío que nunca respondía.
El silencio en el pabellón psiquiátrico se convertía en una masa viscosa que se adhería a la piel, tan espeso que a Catalina Delcourt le costaba recordar cómo sonaba su propia voz antes de llegar allí. Del otro lado del vidrio opaco, el doctor Vallois ajustó sus lentes con una parsimonia escalofriante, observando la escena con la misma empatía con la que se inspecciona una rata de laboratorio. —La paciente ha tenido otro brote. Aumenten la dosis —ordenó, sin emoción en la voz, como si hablara de una máquina descompuesta. La enfermera, sin dignarse a mirarla a los ojos, se acercó con el mismo carrito metálico de cada noche. El vaso de plástico temblaba levemente en su mano, como si la proximidad a Catalina aún le provocara miedo. —Catalina, por favor, colabora. Solo te ayudará a dormir mejor —murmuró con un tono aprendido, mecánico, sin alma. —Eso es lo que quieren, ¿no? —susurró Catalina con la voz desgastada, dando un paso atrás con los labios resecos y la mirada clavada en el suelo—. Que me duerma. Que olvide —añadió con un temblor en el cuerpo que no era de frío, sino de rabia contenida. Pero ella ya no quería olvidar. Había sido atada, sedada, silenciada durante semanas, cada pastilla engullida era un candado nuevo en la jaula de su mente. Durante interminables noches se había preguntado si acaso había perdido la cabeza, si realmente estaba loca. Dudaba incluso de sus recuerdos, como si fueran retazos de sueños ajenos. Aquel día en la oficina regresaba a su mente una y otra vez, como una pesadilla que se negaba a desvanecerse. Recordaba con una mezcla de incredulidad y vergüenza el momento en que Luciano le mostró las imágenes de las cámaras de seguridad, donde ella se la veía "enloquecida". En aquella oficina amplia y luminosa, Catalina agitaba un cuchillo con manos temblorosas, diciendo cosas que parecían salidas de la boca de otra persona, palabras sin sentido que no reconocía como propias. Los empleados la observaban con ojos aterrados, retrocediendo con temor, mientras su rostro reflejaba una furia irracional que la hacía parecer poseída. Catalina había llegado a pensar que tal vez sí, tal vez su comportamiento era consecuencia de un colapso mental, una reacción al dolor desbordante que le provocó la quiebra repentina de la empresa familiar y el suicidio de sus padres. —¿Por qué no contesta? —solía susurrar al teléfono del pabellón, apretando el auricular contra su oído, como si esperara que su voz lo llamara desde el otro lado, antes de que le quitaran el privilegio de llamar. Luciano… su esposo. El hombre que, con ojos tristes y voz suave la convenció de que necesitaba ayuda, y le dijo que así era mejor, "por el bien de los niños". Catalina, con el miedo anudado en la garganta y sintiéndose completamente indefensa, pensó en los rostros inocentes de Elian y Lana, en la sonrisa que aún creía encontrar en su esposo, y fue ese amor, esa desesperada necesidad de proteger lo poco que aún creía tener, lo que la hizo asentir con los ojos llenos de lágrimas, cediendo a lo que pensaba que sería una pausa temporal, no una condena. Pero tras ingresarla "voluntariamente" en el hospital, aquel hombre que le prometió cuidarla nunca volvió a buscarla. Desapareció como si jamás hubiese existido amor entre ellos. Nunca llamó. Nunca intentó sacarla. Nunca preguntó por su estado. Las pastillas la arrastraban a un limbo oscuro donde los días se disolvían y las noches no tenían fin. A veces despertaba sin saber si era de mañana o de noche, si era lunes o viernes. Su memoria se deshilachaba como una bufanda vieja a la que el tiempo le arrancaba los hilos, sin embargo, dentro de ella algo se negaba a ceder. Esa noche, cuando la enfermera se inclinó sobre ella para abrazarla y prepararla para otra inyección, Catalina se resistió, y con una velocidad impensada, tomó un bisturí del carrito y la presionó contra el cuello de la mujer. —No quiero hacerte daño, solo quiero que llames a Luciano. Ahora mismo, quiero verlo —dijo con voz baja pero cargada de amenaza, sus ojos encendidos por una furia desbordada, casi enloquecida. La enfermera palideció, sintiendo como el miedo burbujeaba en su interior, sus manos temblaban visiblemente mientras, a escondidas, presionaba el timbre de emergencia junto a la cama, rezando por no desmayarse. El doctor Vallois llegó corriendo al pabellón y, al ver la escena, levantó ambas manos en señal de calma. —Cálmate, ahora mismo llamo a tu marido —prometió con voz apaciguadora, aunque sus ojos buscaban una oportunidad para actuar. Catalina respiró hondo, el pulso le martillaba en las sienes mientras comenzaba a ceder, creyendo que, por fin, él aparecería. El médico sacó su teléfono móvil y se acercó lentamente, como si no quisiera asustarla más. —¿Es este el número, verdad? —preguntó, levantando el aparato, mostrándoselo de lado con una sonrisa falsa. Catalina, con la inocencia rota pero aún esperanzada, desvió la mirada hacia la pantalla. Gran error. El doctor se abalanzó con rapidez felina y le arrebató el bisturí de las manos. En segundos, la enfermera y él la inmovilizaron con brutal eficiencia, atándola a la cama con correas que mordían su piel. Catalina forcejeó, gritó, suplicó… pero no pudo liberarse. La impotencia la inundó como una ola helada y se sintió más desesperada que nunca. El médico alzó una nueva jeringa y se dispuso a inyectarle el sedante que la borraría nuevamente del mundo. Pero justo entonces, la puerta del pabellón se abrió con un golpe seco que sacudió el aire como un trueno. Un hombre alto, vestido con un traje negro entallado a la perfección, apareció en el umbral sosteniendo una carpeta en su mano. Su presencia era imponente, su mirada, tan filosa como el bisturí que Catalina tuvo en sus manos. —¿Quién es usted? —preguntó el doctor, visiblemente molesto, mientras intentaba disimular el temblor en su voz—. Este es un pabellón restringido. —Y también es una vergüenza médica —respondió el hombre con voz grave, templada—. Catalina Delcourt no pertenece a este lugar —afirmó mientras cruzaba el umbral con pasos firmes, como si aquel hospital fuera suyo. Catalina lo observó en silencio, conteniendo la respiración. Ese rostro no le era familiar… y sin embargo, algo en él le resultaba extrañamente confiable. —¿Quién… quién es usted? —preguntó clavando los ojos en los suyos, como si buscara una señal. —Alguien que te debe una verdad —dijo el hombre, sin vacilar, avanzando hasta quedar frente a su cama—. Y también una propuesta. El doctor frunció el ceño, visiblemente alterado por la interrupción, y alzó la voz en un intento por recuperar el control de la situación, aunque la tensión en sus hombros y el temblor sutil en su mandíbula lo traicionaban. —Ella está aquí por voluntad propia, y según nuestros informes… —Según los informes falsificados por su esposo —interrumpió Julián con una serenidad brutal—. Los mismos informes que usted firmó sin revisar los antecedentes clínicos reales. Los mismos documentos que autorizaron el uso prolongado de alucinógenos con prescripción dudosa —añadió, dejando caer las palabras como martillazos. Silencio. Nadie se atrevió a contradecirlo. El tipo no había venido a negociar, sino a liberar. La enfermera nerviosa, retrocedió con el carrito en dirección contraria. Catalina, sin embargo, permanecía inmóvil en el mismo lugar, presa del asombro, como si tuviera miedo de que todo fuera un espejismo inducido por las drogas. —¿Qué está diciendo? —preguntó con los ojos abiertos de par en par. Julián abrió la carpeta y le mostró una serie de documentos que, incluso con su mente entumecida, Catalina reconoció, las recetas médicas con su nombre, con firmas falsificadas, los sellos, y la constancia firmada por Luciano Moreau, su esposo, solicitando el aumento progresivo de la dosis de un fármaco. Sintió que el suelo se abría bajo sus pies. —¿Él… él me drogó? ¿Desde cuándo? —Meses, quizás más. Justo antes de la supuesta "crisis" en la oficina. No podías escapar, ibas a estar encerrada aquí para siempre, hasta que murieras. Era la forma más limpia y legal de desaparecerte. Los ojos del médico, al verse descubierto, se abrieron con un destello de pánico apenas contenido. Intentó recuperar la compostura, pero la tensión en sus facciones lo traicionaba. La enfermera, aún más pálida que antes, se quedó paralizada, con las manos crispadas sobre el carrito que empujaba lentamente hacia atrás. Ninguno de los dos dijo nada, no podían. En la puerta, de pie a cada lado del umbral como centinelas oscuros, se encontraban dos hombres de rostro imperturbable y complexión intimidante. Eran escoltas del recién llegado, y su sola presencia bastaba para cerrar cualquier boca y congelar cualquier intento de resistencia. El estómago de Catalina dio un vuelco. En su mente, todo se acomodaba como piezas de dominó que finalmente encajaban. El colapso económico, la muerte de sus padres, la presión silenciosa, el cuchillo entre sus dedos… ¿había sido todo parte de un plan macabro? El hombre le desató las extremidades y la ayudó a ponerse de pie, ella de inmediato se sostuvo de la pared con las uñas clavadas. Una risa amarga se le escapó, cortísima, desesperanzada. —¿Y tú? ¿Qué ganas con esto? —susurró con una mezcla de desconfianza y coraje. Julián entrecerró los ojos, su mirada era firme, pero no cruel. —Si quieres salir de aquí, tendrás que hacer un trato conmigo. Soy un hombre de negocios… y tú tienes algo que necesito, el acceso al mundo de los Moreau-Berthier. Catalina lo miró fijamente. Su corazón latía como un tambor, pero sus manos… ya no temblaban. Había vivido el infierno ahí encerrada, lo que viniera después... solo podía ser libertad. —¿Y si esto es otra trampa? —Entonces al menos saldrás de esta —contestó Julián, con una honestidad que la atravesó. Por primera vez en meses, Catalina sintió que su voz le pertenecía otra vez. Y si tenía voz… entonces también tenía una opción. Y quizás, un destino. —Acepto.Todo en esa habitación olía a Sara, a su fragancia cara que impregnaba hasta los rincones más recónditos. A su invasión silenciosa, devastadora y descarada.Cada detalle gritaba su nombre, desde los cojines recién puestos hasta los perfumes sutiles que Catalina nunca habría elegido.Catalina cerró los ojos por un instante, intentando tragar el nudo que se le formó en la garganta, se sentó al borde de la cama que ella misma había elegido con esmero, la misma que había decorado a su gusto y transformado en su refugio.Luciano apareció en el umbral de la puerta, erguido y con esa expresión pétrea que solía adoptar cuando el control comenzaba a escapársele entre los dedos.Su sola presencia era un intento de reafirmar dominio, de recordarle a Catalina quién había dictado las reglas hasta entonces, pero lo que no sabía era que el tablero había cambiado.Y ella también.—Catalina… ya no vives aquí.Ella levantó la mirada, serena, pero con una chispa afilada en la voz que le cortó la compost
Los niños retrocedieron al ver a la mujer que se acercaba a ellos con aquel aspecto desaliñado, el cabello enmarañado y los ojos encendidos de emoción contenida.Lana, con los ojos muy abiertos, se escondió entre los pliegues del vestido de la niñera como si buscara una barrera contra una visión que no entendía. Elian, desconcertado y asustado, se abrazó a su hermana con fuerza, como si la presencia de su madre fuera una amenaza y no un refugio.No dijeron nada, ni una sola palabra, solo un rechazo callado, casi inconsciente, que le rompió el alma en mil pedazos a Catalina, como si su propia sangre la repudiara.Luciano se adelantó con paso calculado, colocándose entre ella y los niños, erigiéndose como una muralla protectora con una expresión que fingía preocupación, pero que escondía un intento claro de control.—Los has asustado. No deberías haber venido así, Catalina —dijo con un tono más firme, casi como una orden disfrazada de consejo, intentando convertir su regreso en una falt
La noche en que Catalina Delcourt cruzó las puertas del hospital psiquiátrico, no era la misma mujer que había entrado semanas atrás. Envuelta en un abrigo ajeno que le quedaba grande y con el camisón ondeando al viento como una bandera de guerra, corría por las calles con los pies descalzos, el cabello enmarañado y los papeles presionados contra el pecho como si fueran su último vínculo con la cordura.El frío de la noche le mordía los tobillos, desgarrándole la piel, pero no le importaba.Ya no.Tampoco sentía miedo.Solo había una idea que le latía en la cabeza con la fuerza de un tambor, llegar a casa.Y cuando finalmente lo hizo… fue peor de lo que jamás habría imaginado.Nada, absolutamente nada, la había preparado para lo que vería en la mansión Delcourt. Las luces doradas brillaban con una intensidad insultante, cubriendo la fachada como si celebraran una victoria indecente. Carpas blancas, elegantes y firmes, decoraban los jardines perfectamente cuidados, mientras que músi
—¡Déjenme salir! ¡No estoy loca! —gritó Catalina por enésima vez, golpeando con desesperación la puerta acolchada de su habitación, mientras su garganta, ya en carne viva, ardía por tanto suplicar a un vacío que nunca respondía.El silencio en el pabellón psiquiátrico se convertía en una masa viscosa que se adhería a la piel, tan espeso que a Catalina Delcourt le costaba recordar cómo sonaba su propia voz antes de llegar allí.Del otro lado del vidrio opaco, el doctor Vallois ajustó sus lentes con una parsimonia escalofriante, observando la escena con la misma empatía con la que se inspecciona una rata de laboratorio.—La paciente ha tenido otro brote. Aumenten la dosis —ordenó, sin emoción en la voz, como si hablara de una máquina descompuesta.La enfermera, sin dignarse a mirarla a los ojos, se acercó con el mismo carrito metálico de cada noche. El vaso de plástico temblaba levemente en su mano, como si la proximidad a Catalina aún le provocara miedo.—Catalina, por favor, colabora.
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