Abril se marchó a Francia, a la casa de su amiga Clara. Lejos del país, de su familia, de los recuerdos, y, sobre todo, de aquellos espejos que durante años le habían devuelto la imagen de una mujer invisible.
Los primeros días se la pasaba las mañanas dibujando bocetos en el balcón, con los dedos manchados de tinta mientras el viento le arrancaba rizos sueltos del moño.
Por las noches, cuando el apartamento de Claire quedaba sumido en silencio, lloraba. A veces, en medio de la madrugada, se despertaba con el corazón acelerado, preguntándose si lo que extrañaba era a él… o a la versión de sí misma que se había perdido en el intento de amar a un hombre incapaz de amar.
Francia le dio el anonimato que necesitaba. Nadie aquí conocía al CEO de traje impecable que llevaba su apellido como una armadura. Nadie sabía que había sido la esposa decorativa de un matrimonio por contrato. En los mercados de Vieux-Port, entre puestos de especias y flores, Abril empezó a reaprender su nombre.
Hasta que una tarde, descubrió una revista de sociedad con fecha reciente: "Leonard Wessex aparece en la gala de neurociencia con la Dra. Valeria Stern, su excolega de Harvard".
La foto lo mostraba imperturbable, con su sonrisa calculada y el brazo alrededor de la cintura de una mujer de pelo negro corto y bata blanca.
Abril apagó la pantalla. No lloró. No rompió nada. Solo respiró hondo y buscó entre los cajones de su mesita los bocetos que había hecho días anteriores. Ya había llorado a Leonard lo suficiente. Ahora, debía volver a Londres y rehacer su vida.
...
La puerta del armario crujió al cerrarse. Abril ajustó la correa de la maleta, apretando los últimos jerséis doblados, cuando sintió una presencia detrás de ella.
—¿En serio vas a irte? —Clara se apoyó en el marco de la puerta, con los brazos cruzados sobre su suéter holgado. Tenía una ceja arqueada y una taza de té humeante entre las manos—. Hace una semana apenas podías salir de la cama.
Abril le lanzó una sonrisa cansada pero genuina.
—Sí. Ya es hora.
—¿Hora de qué? ¿De volver a ese país lleno de recuerdos? —Clara dejó la taza sobre la cómoda, con un golpe seco—. No entiendo. Aquí estás segura. Aquí nadie te hace daño.
Abril se acercó, le tomó las manos. Las de Clara olían a lavanda, como siempre.
—Me salvaste. Me dejaste llorar, me obligaste a comer, me cubriste con mantas cuando me quedaba dormida en el sofá… —Su voz se quebró apenas, pero no dejó que las lágrimas volvieran—. Pero no puedo quedarme eternamente escondida en tu casa como una gata asustadiza.
Clara apretó sus dedos.
—No es esconderse. Es sanar.
—Y lo he hecho. O al menos, he empezado a hacerlo... Mi madre solía decirme que una mujer puede llorar a un hombre durante tres días, pero luego al cuarto, se levantaba, se maquillaba y se ponía tacones para devorarse el mundo. Eso es lo que voy a hacer… Regresaré al modelaje.
Abril miró por la ventana, donde el sol de la tarde teñía de dorado.
—Tengo que ser feliz, Clara. Aunque no sea al lado de él.
Clara suspiró, largo y hondo, como si acabara de perder una batalla que ni siquiera sabía que estaba librando.
—¿Y si vuelve a doler?
Abril se encogió de hombros. Una risa leve, casi una exhalación, le escapó.
—Entonces dolerá. Pero la vida sigue.
Clara, al fin, sonrió.
—Bien. Pero prométeme una cosa.
—¿Qué?
—Que si alguna vez vuelves a cocinar ese ridículo risotto de trufa negra… —hizo una pausa dramática, fingiendo un escalofrío—, será para que se lo arrojes a la cara a ese maldito maniaco.
Abril se echó a reír, de verdad, por primera vez en días.
—Lo prometo.
Diez horas más tarde, el taxi se detuvo frente a la casa de sus padres, esa casona georgiana de ladrillo rojo y ventanas blancas que Abril no veía desde hacía tres años. Las maletas pesaban en sus manos, pero no tanto como el nudo en su garganta. Antes de tocar el timbre, respiró hondo.
La puerta se abrió antes de que lo intentara.
—¡Abril! —Su madre, Esmeralda, la envolvió en un abrazo que olía a jazmines y a pan recién horneado—. Dios mío, mi niña…
Detrás de ella, su padre, Augusto, permaneció inmóvil, con los brazos cruzados, y la mandíbula apretada.
—¿Y bien? ¿Vuelves derrotada? —preguntó, sin acercarse.
—Augusto… —Esmeralda le lanzó una mirada de advertencia.
Abril no se inmutó. Había esperado esto.
—No vuelvo derrotada, papá. Soy libre nuevamente.
Su padre resopló, pero no dijo más. Se limitó a tomar sus maletas y llevarlas adentro.
—Tienes que volver a trabajar, cariño —dijo su madre, súbitamente—. A tu carrera. A lo que eras antes de…
—Antes de enterrarme en ese matrimonio —terminó Abril, con un humor amargo.
—Antes de dejar que él te opacara —corrigió Esmeralda, suave pero firme—. Eras una de las modelos más cotizadas de Londres. La cara de Dior, ¿recuerdas?
Abril miró por la ventana. Recordaba. Los flashes, las pasarelas, la adrenalina de ser vista. Algo en su pecho se estremeció.
—¿Crees que me tomarían de vuelta?
—Solo hay una forma de saberlo.
Su madre deslizó un teléfono hacia ella. En la pantalla, el contacto de Matteo Bianchi, su antiguo agente, brillaba intacto, como si los años no hubieran pasado.
Abril dudó un segundo. Luego, pulsó el número.