Capítulo 2

Varios meses atrás...

Era primavera cuando cocinó su platillo favorito por primera vez. Había memorizado cada detalle: risotto con trufa negra, justo como lo había probado él en un restaurante de Milán.

La cocina quedó perfumada, sus manos llenas de crema, su delantal manchado con harina. Se había puesto un vestido suave, con flores pequeñas, y un moño que dejaba escapar algunos rizos sobre su cuello. Su esperanza era un nido caliente en el pecho.

Cuando Leonard llegó, ella lo esperó en el comedor, nerviosa, emocionada.

Él entró sin saludar. Llevaba el móvil en la mano, hablando en voz baja con alguien. Ni la miró. Se sentó, probó una copa de vino, y se levantó apenas cinco minutos después, sin haber tocado el plato.

—Tengo otra cena. Trabajo. No me esperes despierta —fue lo único que dijo.

Abril quedó sola en la mesa, con las velas encendidas y el risotto ya frío.

La semana siguiente, le pidió una cita. Con voz baja, mientras él hojeaba unos documentos en su despacho.

—¿Podríamos salir? Solo tú y yo… a cenar, a caminar… una cita de verdad. No como esposos por contrato. Como… personas.

Leonard alzó una ceja apenas. La observó como si fuera una niña que pedía un juguete inadecuado.

—Habla con mi asistente. Que te agende algo —respondió, seco.

Y así fue como, dos días después, su chofer la recogió sola y la llevó a cenar a un restaurante elegante. Ella esperó en la mesa durante una hora, antes de entender que él nunca aparecería.

Los intentos siguieron. Ella aprendió a preparar su café sin azúcar, a ordenar sus corbatas por color, a dejarle notas con pequeños dibujos en su agenda.

Él las desechaba sin leerlas.

Una noche, cuando la fiebre la doblaba y apenas podía respirar, lo llamó.

—Leonard.

Él entró al cuarto. La vio sudorosa, temblando, con la frente ardiente. Se acercó, le tomó la temperatura, le dejó una pastilla y se marchó.

Nada más.

Ni un beso en la frente. Ni una caricia. Ni un “¿te duele mucho?”

...

De vuelta al presente...

La puerta se abrió con un leve chirrido. Leonard apareció, impecable en su traje oscuro y el rostro tallado en piedra. De su boca no salió ni una disculpa. Ni una excusa.

—¿Dónde estabas? —preguntó ella, sin moverse del ventanal.

Él se encogió de hombros.

—Reunión con los inversionistas. Se alargó.

Ni siquiera la miró.

Abril tragó saliva. Sintió cómo la rabia, acumulada como lava bajo la piel, encontraba finalmente una grieta por donde salir. Caminó hasta la mesa, apagó las velas con un soplido firme y luego se giró hacia él.

—¿Sabes qué día es hoy?

Él ladeó la cabeza, confuso.

—¿Martes?

Abril rió sin humor. Fue una carcajada amarga que terminó en un sollozo ahogado.

—Es nuestro tercer aniversario. Tres años de este infierno. Tres años de fingir. Y tú… ni lo recordaste.

Él por fin la miró. Pero era tarde. Demasiado tarde.

—Estoy cansada, Leonard. Me esforcé. Cumplí mi parte. Pero tú... tú sigues siendo un muro. Y yo ya no tengo ganas de estrellarme contra él.

Sus manos temblaban, pero su voz se mantuvo firme:

—Quiero el divorcio.

El silencio fue absoluto. Por un segundo, solo se escuchó el lejano rumor de la ciudad.

Leonnard alzó la vista lentamente sobre sus documentos, como si acabara de oír un comentario trivial sobre el clima. Sus ojos fríos, del color del acero bajo la lluvia, se posaron en ella sin un atisbo de emoción.

Leonard cruzó los brazos, sin alterarse.

—¿Por qué ahora? —preguntó, con esa voz calculadamente neutra que la hacía estremecer—. El acuerdo matrimonial aún tiene cláusulas beneficiosas para ambas familias.

Abril sintió cómo el dolor se convertía en rabia, agria y caliente en su garganta.

—¡No estoy hablando de negocios, mald*ita sea! ¡Hablo de nosotros! ¡De que llevamos tres años viviendo como extraños!

Leonard respiró hondo, como si estuviera explicándole algo a un niño.

—Si necesitas más asignación económica, podemos...

—¡No quiero tu dinero! —casi escupió las palabras.

Leonard dejó el bolígrafo sobre la mesa con precisión quirúrgica.

—Nunca te engañé. Sabías exactamente con quien te casabas.

—¡Sabía que eras frío, no que eras un cadáver! —gritó, avanzando hacia él—. ¡Te he dado todo! ¡Mi tiempo, mi paciencia, mi...!

Leonard apretó tanto los puños, que los nudillos se blanquearon bajo la luz del vestíbulo.

—¿Tu amor? —la interrumpió él, levantándose con lentitud deliberada—. Te advertí que no podía devolverlo. No es falta de voluntad, Abril. Es biología.

Ella soltó una risa amarga. No le quedaba nada más, simplemente debía huir de allí.

—¡Ojalá nunca te hubiera conocido! —escupió, con furia infantil, y arrancó el anillo de su dedo y lo arrojó al suelo.

Abril giró sobre sus talones y empezó a empacar su ropa. Ya no tenía nada que hacer en ese lugar. Ese matrimonio había sido un error.

Él en cambio, se acercó al anillo y lo recogió lentamente, su mirada quedó clavada en el diamante, que ahora presentaba un pequeño rasguño en su interior.

—Nunca te pedí que me amaras —murmuró—. Pero tampoco te obligué a quedarte.

Leonard no la detuvo.

Y entonces, en el silencio del penthouse vacío, algo inaudito sucedió:

El informe que estaba firmando tenía una mancha. Una sola gota de tinta corrida, justo donde su mano había temblado por primera vez en su perfecta vida.

Pero siguió con su rutina impecable: reuniones a las siete de la mañana, informes médicos revisados al milímetro, cenas solitarias frente a pantallas que proyectaban gráficos de mercados en alza. Pero algo había cambiado. Un silencio denso, se colaba entre los pasillos. Ya no había notas con dibujos de margaritas entre sus documentos, ni tazas dejadas a medio beber en la biblioteca. El apartamento olía a limpio, a ausencia.

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