Abril no se movió.
Los modelos aún observaban, entre fascinados y asustados, sin atreverse a respirar. Matteo apareció desde la esquina, pálido como un fantasma.
—¿Qué demonios fue eso? —le susurró a Abril mientras ella se soltaba de Leonard, aun temblando.
—Una declaración de guerra —escupió ella, limpiándose la boca con el dorso de la mano.
Leonard ya había desaparecido, como una tormenta que arrasa sin quedarse a mirar los escombros.
Matteo la siguió hasta la salida de la agencia.
—No puedes pelearle con fuego —dijo él, con voz baja—. Leonard no es un hombre. Es un imperio.
—Pues justo eso quiero derribar —respondió ella, desabrochando el botón de su camisa con manos temblorosas—. Y empezaré por dentro.
Matteo la miró con incredulidad.
—¿Estás diciendo que... vas a quedarte?
Ella no respondió. Caminó hasta el ventanal, observando el horizonte gris de Londres.
—Voy a bailar con el diablo, Matteo.
—¿Y qué pasa si te quema?
—Entonces haré que se queme conmigo.
[…]
El reloj del auto ma