—Matteo Bianchi —respondió una voz bronca, en italiano.
—Soy Abril Mora —dijo, y notó cómo su padre, en el umbral, detenía la respiración—. Necesito volver.
Un silencio. Luego, una carcajada.
—Dio santo… La reina regresa —Matteo tosió, como si hubiera tragado su cigarrillo—. El lunes en mi oficina. Diez en punto. Y no me hagas esperar, tesoro.
La llamada se cortó. Abril sonrió. Era lo más parecido a un "te extrañé" que Matteo jamás diría.
Su padre gruñó.
—¿Y si él…?
—No —cortó Abril, levantando la barbilla—. Esta vez no vivo para él. Vivo para mí.
...
El edificio de Bianchi Models seguía igual: frío, imponente, con ese olor a café caro y ambición. Los recepcionistas alzaron la vista cuando entró, pero Abril caminó como si aún le perteneciera el lugar.
Matteo no se levantó cuando abrió la puerta. Solo la miró por encima de sus gafas.
—Pareces una universitaria —gruñó—. ¿Dónde está mi top model?
Abril dejó caer una carpeta sobre el escritorio.
—Aquí.
Dentro había bocetos: mujeres pintadas como diosas, telas que fluían como sangre.
—¿Qué es esto? —preguntó Matteo, pero no apartó los ojos.
—Mi contrato —Abril se inclinó hacia adelante—. Modelo, pero también elijo equipo, diseños y narrativa.
Matteo soltó una risa.
—Eres la cara, no la mente.
—Soy ambas.
Él buscó rastros de la chica sumisa que había sido. No encontró nada.
—Probamos. Si falla, vuelves a ser solo mi modelo obediente.
Abril sonrió, lenta.
—No fallará.
—Bien, reina. ¿Tienes alguna otra petición? Empezaremos desde hoy mismo si te parece bien.
Abril asintió.
—Quiero crear un nuevo nombre para mi alter ego. Évanne
—¿Évanne? —Matteo arqueó una ceja cuando vio el nombre en la propuesta de campaña—. Suena a diosa griega con un martini en la mano. Me gusta.
Abril deslizó los diseños sobre la mesa. Sus dedos rozaron el corsé de encaje negro y las cicatrices bordadas como un mapa de sus propias heridas. “Esto soy yo”, pensó. Sin palabras, sin excusas.
Matteo observó los dibujos mientras su habitual sarcasmo se desvanecía.
—Esto es… una declaración de guerra —susurró.
Ella asintió. La guerra contra su pasado, contra Leonard, contra todo lo que la había hecho sentir invisible.
—Esto es arte, reina… que te rompieran el corazón es algo providencial.
…
El penthouse estaba impecable, como siempre. Las superficies brillaban, los cojines permanecían geométricamente alineados en el sofá, y no había un solo libro fuera de lugar. Él era un maniático del control. Pero algo faltaba. Algo que ni las criadas más eficientes podían reemplazar.
Leonard estaba en su estudio, revisando informes, cuando escuchó el taconeo firme de su madre en el pasillo. No necesitó mirar el reloj para saber que eran las 4:00 p.m. exactas. La puntualidad era otro rasgo familiar.
—Leonard—dijo Eleanor Wessex desde el umbral, con ese tono que equilibraba elegancia y autoridad. Llevaba un traje chaqueta color crema y un collar de perlas que había heredado de su propia madre.
—Madre —respondió él, sin levantar la vista de los papeles—. No esperaba tu visita.
—Claro que no. Por eso vine.
Se sentó frente a él, cruzó las piernas y lo miró con esos ojos grises que siempre parecían ver más de lo que él quería mostrar.
—¿Dónde está Abril?
La pregunta cayó como un bisturí en medio de una cirugía. Precisión. Sin anestesia.
Leonard dejó el informe sobre la mesa.
—Ya no vive aquí.
Eleanor no parpadeó.
—¿Se divorciaron?
—No todavía, pero ella lo pidió. Yo no presenté oposición.
Su madre respiró hondo, como si estuviera conteniendo algo más grande que un suspiro.
—¿Y no pensaste en detenerla?
Leonard miró por la ventana. El cielo de Londres estaba cubierto con nubes grises, como de costumbre.
—No había razón.
—¡Claro que la había! —Eleanor golpeó el brazo del sillón con una mano enguantada—. Esa mujer era buena para ti. Te cuidaba. Te entendía. Hasta aprendió a preparar tu café exactamente como lo prefieres, aunque a ella le gustara con azúcar.
Leonard no respondió. Sabía que su madre tenía razón en los detalles, pero ¿acaso los detalles importaban cuando el cuadro completo estaba vacío?
Eleanor se levantó y caminó hacia la repisa donde antes solían estar las pequeñas esculturas de cerámica que Abril coleccionaba. Ahora solo había un reloj de pared de color blanco y negro y un jarrón minimalista.
—Este lugar parece una suite de hotel —murmuró—. Ningún alma. Ninguna vida.
—Es funcional —replicó él.
—Es estéril y fría—corrigió ella, volviéndose—. Como tú.
El silencio que siguió fue más elocuente que cualquier reproche. Finalmente, Eleanor tomó su bolso y se dirigió a la puerta. Antes de salir, se detuvo.
—Por cierto, ¿sabías que Abril está de vuelta en Londres?
Leonard sintió un leve espasmo en los músculos de la mandíbula. No lo sabía.
—No es relevante —dijo.
Su madre sonrió, triste pero astuta.
—Mientes —Eleanor le tocó el hombro, donde sabía que estaba la cicatriz—. Esas noches, cuando Miriam te...
—¡Basta! —se apartó bruscamente. El vaso de whisky se estrelló contra la pared. Ahora tenía la respiración acelerada y sus manos temblaban.
Eleanor no retrocedió.
—Abril no es ella. Abril te amó.
Leonard levantó la cabeza y miró directamente a su madre.
—Te conozco hijo, y te intenté ayudar, pero nunca quisiste ir al psicólogo… Sé que fue mi culpa por no haberte cuidado bien cuando eras un niño, pero ahora es tu deber sanarte.
Leonard apretó los dientes. Estaba incómodo. No quería hablar de eso ni de ninguno de sus traumas de la infancia.
—¿Eso es todo, madre? —siseó conteniéndose.
Eleanor sonrió.
—No, hay más. Tu esposa ha regresado al modelaje y ahora se hace llamar Évanne. Está trabajando en una línea de ropa interior y al parecer, le ha ido muy bien… sin ti.
Su madre se marchó, dejandolo solo nuevamente, en el reguero de vidrio y alcohol que él mismo había hecho.
Algo en su pecho se tensó. No era dolor. No podía serlo. Era… una comezón mental que no podía rascarse con lógica. Empezó a rebuscar en su teléfono… debía comprobarlo por él mismo. Abril, ¿qué ocurría con ella? ¿Por qué no simplemente regresaba y dejaba de jugar a la niña rebelde?