Las velas goteaban cera sobre el mantel, formando pequeñas lágrimas blancas. La botella de Burdeos —abierta con esperanza una hora antes— desprendía un aroma ácido, como si el vino hubiera aprendido a pudrirse en su soledad. Abril rozó el reloj de bolsillo que heredó de su madre. “El amor es paciente”, rezaba la inscripción bajo la tapa. Pero la aguja seguía avanzando, implacable: 10:47 p.m.
Leonard no llegaría.
El aniversario de bodas. Uno que ella no había pedido, pero que, contra toda lógica, había decidido honrar. No por amor —porque en su matrimonio, el amor había sido arrancado de raíz antes siquiera de germinar— sino por respeto a sí misma. Por demostrar que, incluso dentro de un acuerdo sin alma, ella todavía podía tener dignidad. Solo se había casado con él porque su familia se lo exigió y ella secretamente estaba enamorada de él, pero Leonard solo la usó, Él solo necesitaba una imagen pública pulcra para su empresa farmaceutica. Ambos ganaban o ambos perdían.
Un estruendo la sobresaltó. El viento había derribado el marco de su foto de boda del aparador. Al recogerlo, notó la grieta que dividía la imagen justo por la mitad: ella sonriendo radiante, él con la mirada perdida más allá del fotógrafo, como si ya estuviera calculando cuánto duraría aquel matrimonio.
Su mirada se clavó en la puerta. Nada.
Se levantó lentamente, como si cada parte de su cuerpo pesara toneladas, y caminó hasta el ventanal, donde las luces de la ciudad centelleaban a lo lejos, indolentes. Como él.
Suspiró, y el sonido se le quebró en los labios.
...
Un año antes...
—¿Estás segura de esto? —le preguntó Clara, su mejor amiga, quien la observaba desde el sofá con una copa de champán en la mano y el ceño ligeramente fruncido—. Dicen que ese Wessex es un témpano de hielo y que no siente amor por nadie, más allá de su grandiosa compañía.
Abril giró sobre sus talones, mientras el vestido de satén marfil ondeaba alrededor de sus tobillos. Lucía como una princesa, con su rostro iluminado por la suavidad del maquillaje, con su mirada tierna y el corazón acelerado como si estuviera a punto de volar. Era su día especial, el día en el que se casaría con él.
—Sí —respondió con una dulzura firme que sorprendió incluso a sus amigas—. Conquistaré su corazón.
Abril siempre había sido así: una mezcla de fragilidad y fuego secreto. Diseñadora de modas y modelo, una artista de vocación, con la cabeza llena de sueños románticos, pero con una determinación que pocos lograban notar tras su voz suave y modales femeninos. La más dulce, la más callada… pero cuando decía algo, era porque ya lo había decidido.
La música del cuarteto comenzó a sonar en la capilla privada del complejo familiar de los Wessex, y Abril sintió que el corazón se le subía hasta la garganta.
Y ahí estaba él.
Leonard Wessex.
Traje negro, corbata oscura, camisa impoluta. Ni un cabello fuera de lugar. Su porte era el de un emperador moderno, tallado en mármol y sombra. Sus hombros anchos y su altura la hacían sentir diminuta, frágil. Su mandíbula afilada, el mentón firme, y esa expresión contenida, no revelaba ni una grieta.
Pero era tan hermoso. Terriblemente masculino.
Irradiaba algo que le revolvía el estómago, como un calor líquido en las entrañas. No la miraba, no directamente, pero incluso sin contacto visual, Leonard dominaba la sala. Era el tipo de hombre por el que otras se habrían arrodillado sin que él lo pidiera.
Abril, sin embargo, venía a ofrecerle más que obediencia. Venía a ofrecerle un corazón que él no había pedido. Quería ser la primera en enseñarle a amar... ¡Cuánto lo anhelaba!
El contrato estaba firmado. La unión era estratégica, beneficiosa para ambas familias, una fusión de apellidos, dinero y poder.
La ceremonia fue perfecta.
Los votos, precisos. Las manos entrelazadas, frías.
Él no la miró. Ni cuando le colocó el anillo, ni cuando el oficiante declaró "pueden besarse". Su labio superior se curvó levemente al inclinarse —no para besarla, sino para murmurarle al oído:
—Esto es un contrato. No lo olvides.
El aliento caliente contra su piel la estremeció. Era la primera vez que la tocaba.
Abril tragó saliva. El aliento de él era cálido contra su piel, y aun así, la frase la dejó helada. No dijo nada. Solo asintió con una leve inclinación de cabeza, como si aceptara una guerra silenciosa que aún no comprendía del todo.
...
Cuando por fin se cerraron las puertas del dormitorio matrimonial, Abril sintió que el corazón se le detenía. No sabía qué esperar. Parte de ella temblaba de miedo y deseo. Había imaginado esa noche mil veces. Había soñado con la posibilidad de que él la tocara con pasión...
Se despojó del vestido con cuidado, sola. El corsé dejó marcas rosas en su piel de porcelana. Se envolvió en un camisón de seda marfil, apenas más que una caricia sobre su cuerpo desnudo. El frío le erizó la piel.
Y entonces, él entró.
No dijo nada. Se quitó el saco, la corbata, abrió los primeros botones de la camisa. Sus movimientos eran precisos, elegantes, sin apuro.
—Puedes dormir tranquila. No haré nada —dijo, sin siquiera mirarla.
Abril parpadeó. La vergüenza la quemó desde dentro, como un ardor silencioso que se extendía por su cuello, por su pecho. Ella no quería que “no hiciera nada”. Quería… aunque no supiera cómo pedirlo, aunque no tuviera el lenguaje del deseo aún aprendido.
Abril se quedó sola, abrazándose las piernas. La luna colgaba fría, como aquella noche de primavera años atrás, en una conferencia de neurociencia, donde Abril había visto por primera vez a Leonard Wessex. Esa vez el padre de Abril era un invitado especial y quien, además, estaba considerando invertir en el nuevo descubrimiento del laboratorio privado de los Wessex.
Él estaba en el escenario, hablando de sinapsis y patrones cerebrales con mucha pasión y entrega. Ella, sentada en la última fila, lo admiró en silencio. "Qué mente brillante", pensó. Leonard, de traje gris perla, hablaba con voz de hielo de su nuevo descubrimiento. Ella, sintió que el tiempo se detenía. “Algún día lo haré sonreír”, había jurado entonces.
Leonard había dejado caer un sobre lacrado con el sello de los Wessex en el amplio colchón. Era el contrato matrimonial. Abril tomó el papel en las manos y leyó la clausula que estaba subrayada con resaltador.
Cláusula 12: Prohibición de divorcio antes de 5 años.
—¿Por qué lo haces? —logró preguntar.
Leonard se detuvo en el umbral. Por primera vez, algo parecido a una emoción cruzó su rostro.
—Porque tuve pena de tu padre, parecía muy emocionado por casarte conmigo —respondió—. Tu me ayudarás a reforzar la imagen de cabeza ejemplar y a cambio, al terminar los 5 años te recompensaré... Pero antes no te concederé el divorcio.
Había imaginado que, quizá, solo quizá, la ceremonia cambiaría algo. Que Leonard la miraría como a una esposa, no como a un mueble más de su penthouse.
"Idiota", se maldijo, tratando de secarse las lágrimas que seguían cayendo por sus mejillas.
Él desapareció en la habitación contigua. Cerró la puerta con suavidad.
Meses después entendió por qué el magnate de los Wessex era un cubo de hielo seco. Encontró entre sus cosas, varios informes médicos de al menos trece años con un mismo diagnóstico: “Trastorno límite de la personalidad… Incapacidad para vincularse afectivamente… Axitimia”
Las palabras le quemaron los ojos. ¿Era eso lo que él escondía tras su máscara de mármol?
...
El reloj siguió corriendo y sintiendose enojada y a la vez humillada, empezó a recoger las copas de la cena. Mientras lo hacía, una carta se vislumbró debajo del mantel del comedor. El sello de la familia Wessex destelló bajo la luz de la luna:
“Si el matrimonio se disuelve antes de 5 años, perderás el control del laboratorio.”
Abril apretó el papel hasta arrugarlo. Él no la amaba, pero tampoco podía dejarla ir. Así que esa era la verdadera razón de la clausula número 12.
De repente, las puertas del penthouse se abrieron lentamente. Un chasquido metálico resonó en el penthouse. Las puertas del ascensor se abrieron, y los pasos fríos de Leonard cortaron el silencio. Abril alzó la vista. Su marido estaba de pie en el umbral.