El silencio tenía otra textura esa noche.
Elena se deslizó dentro de la habitación como si la casa le perteneciera, como si el aire supiera cómo moverse a su favor. Llevaba una bata de satén oscuro, y los pies descalzos.
Leonard estaba despierto. Leyendo. O intentando leer.
Sus pensamientos eran un enredo difícil de desenredar. Desde que Elena había llegado a su vida, el tiempo parecía girar alrededor de sus visitas. Sus palabras, sus pausas, sus sonrisas. A los quince años, Leonard ya era un genio. Pero no tenía las herramientas emocionales para entender que ser especial no era lo mismo que ser amado.
Y Elena lo sabía.
—¿No puedes dormir? —preguntó ella, como si se tratara de cualquier noche más.
—No. Tengo la mente… en otra parte.
Ella sonrió. Le tendió el té.
—Bebe. Es de jazmín. Tranquiliza las ideas.
Leonard obedeció sin pensar.
—Mañana puedo cancelarte la clase. Descansa, Leo. Solo quería verte.
—¿Por qué?
Elena se sentó a los pies de su cama. Lo miró con esa expresión suya, esa