Un matrimonio que era solo por poder y paz, terminó en un chasquido cuando Anastacia Slova, la Primera Dama de los Estados Unidos, encontró a su esposo, Nathaniel Vance, teniendo sexo con su asesora personal. La humillación, las lágrimas y el dolor llevaron a Anastasia a vengarse de ambos de la forma más cruel y cruda. Humilló a la mujer que intentó quitarle el amor de su esposo e hizo que él se arrodillara, sin embargo, todo el juego cambia cuando Anastasia descubre que esta embarazada y la amante de su esposo atenta contra su vida y la del bebé, dejando a Vance, no solo indefenso, sino preguntándose a quién amaba más, a quién protegería, y principalmente, ¿quién pagaría por ello?
Leer másLas noches en la Casa Blanca olían a cera pulida y a la promesa silente de los siglos, bañando el lugar con un aroma adinerado a poder, traición y subyugación. Décadas de poder se asentuaban en esas paredes que la Primera Dama tocaba a medida que caminaba.
Anastasia Slova, Primera Dama de los Estados Unidos, no era solo un apelativo. Era la mujer con mayor poder dentro de los Estados Unidos, sin embargo, el poder siempre conllevaba una gran responsabilidad, y en su caso, una prisión de sangre.
Años de inseminaciones fallidas habían dejado su cuerpo cansado y su espíritu más frío de lo que ya era, pero esta noche, la esperanza, un sentimiento casi olvidado, vibraba en sus venas igual de cálido que las luces del pasillo. El resultado positivo del test de embarazo, escondido en su bolso de seda, era más que un bebé; era su salvación, su propósito, la llave de un futuro incierto pero, por fin, propio. Una pequeña vida que, quizá, podría derretir el hielo que se había formado alrededor de su corazón.
Subió las escaleras del Ala Oeste, el suave crujido de sus tacones resonando en el silencio como un presagio. La luz aún encendida en el Despacho Oval le aseguró que su esposo continuaba dentro. Vance. Siempre trabajando. Una mueca irónica se dibujó en sus labios. “Trabajando” era la palabra clave en su matrimonio.
Un matrimonio de conveniencia, de alianzas políticas, de titulares de prensa y apariciones públicas. Nada más.
Se detuvo en el umbral, una sonrisa tierna y cautelosa asomando en sus labios, el mensaje del embarazo vibrando en su pecho, lista para compartir la noticia que cambiaría sus vidas para siempre. No esperaba amor, no ya, pero sí quizás un atisbo de alivio, de camaradería. Una razón para que la fachada se sintiera un poco menos hueca. Ambos esperaban ese bebé con anhelo; ella para no sentirse sola en aquel enorme lugar, y él para sentirse poderoso, viril. Estaba cansado de los comentarios amarillistas en la prensa sobre su potencia, y eso marcaría un precedente.
Oswall, el escolta personal de Vance estaba en la puerta, de piernas separadas y una mirada gélida. Cuando se encontró con la Primera Dama cuestionó un poco los motivos por los que estaba allí, pero ella agregó que necesitaba conversar con su esposo.
—Esta ocupado, señora —respondió Oswall.
—¿Para su esposa?
—Para todos.
Ella sonrió más grande.
—Oswall, ¿hace cuánto nos conocemos?
—Ocho años, señora.
—¿Y aun no sabes que lo que quiero lo consigo? —preguntó, haciendo que ocultara su rostro—. Quiero ver a mi esposo. No es una petición de esposa. Es de Primera Dama. Abre la puerta.
Oswall intuía lo que sucedería, y por años le ocultó la verdad. Solapó lo que Vance hacía, hizo lo que Vance quería. Apreciaba a la señora, era buena con él, y no era justo lo que le sucedía.
—¿Me dejarás entrar? —preguntó Anastasia.
Oswall asintió.
—Adelante —dijo abriendo la puerta.
Anastasia le tocó el hombro.
—Saluda a Maggie y dale un beso al bebé.
Oswall le dijo que lo haría con gusto y Anastasia cruzó el umbral del despacho. La sonrisa que le brindaba a Oswall se esfumó.
El horror gélido le heló la sangre en las venas.
Sobre el majestuoso escritorio Resolute, bajo la mirada imponente de los bustos presidenciales, el Presidente Nathaniel Vance estaba cogiendo con Rebecca Thorne, a asesora política, a confidente de Anastasia, la mujer que había compartido té con ella, había hablado de estrategias de vestuario, había escuchado sus frustraciones con los protocolos de la Casa Blanca.
Rebecca.
Los gemidos, los crujidos del cuero del sillón giratorio, el inconfundible sonido de la carne contra la carne. Todo profanaba no solo su matrimonio, sino la misma santidad de la Oficina Oval.
Estaban entrelazados igual que los cordones de un zapato más ajustado, gimiendo, bombeándose contra el cuerpo del otro. Las uñas de Rebecca estaban en la espalda del hombre que por tantos años vio vestirse y desvestirse frente a ella; el mismo hombre que hizo votos de amor en su matrimonio ruso. El mismo hombre que le juró serle fiel aun cuando su matrimonio era conveniente.
El zapato de suela roja de Rebecca cayó de su pie y gritó cuando alcanzó el orgasmo. Su frente estaba empapada al igual que su sexo, y sonriéndole a Nathaniel lo besó hasta arrancarle un gruñido. Nathaniel le susurró que cada vez que cogían era mejor que la vez pasada, y justo cuando giró su cabeza fue que la vio.
Rebecca, con el cabello castaño revuelto y los ojos vidriosos, soltó un pequeño grito ahogado al verla. Vance, con el rostro enrojecido por el esfuerzo, detuvo los besos en su cuello y sus ojos azules, los mismos ojos que la observaban con severidad en la portada de cada periódico, se abrieron de golpe, en un atisbo de sorpresa fugaz antes de que una máscara de fría indiferencia cayera sobre ellos. Su Nathaniel, su esposo, siéndole infiel.
Lo esperaba, no lo negaría. Tantos años sin sexo tendrían una consecuencia, pero de todas las que podía cogerse, ¿por qué ella?
El silencio fue ensordecedor, solo roto por el latido desbocado del corazón de Anastasia ante la sorpresa.
Anastasia, con una voz que apenas reconoció, fría como el hielo siberiano que llevaba en las venas, susurró:
—Rebecca.
Su nombre se sintió como una blasfemia en esa habitación. Rebecca se encogió, intentando cubrirse con las manos temblorosas. Vance, con una calma espeluznante, se enderezó, ajustando su ropa con una lentitud exasperante. Vance, mirándola sin pestañear, con un tono que denotaba aburrimiento más que vergüenza, miró a Anastasia mientras se abotonaba el pantalón.
Su pecho fornido y musculoso por tantas horas diarias en el gimnasio resplandecía de sudor, y Rebecca suspiró al verlo.
—¿Hay algún problema, Anastasia? —preguntó Nathaniel sin atisbo de culpa—. Pensé que estarías en tus aposentos. Esto es una... reunión de trabajo confidencial. Ya es tarde para deambular.
La falta de arrepentimiento, la pura y descarada indiferencia, fue como una bofetada más potente que cualquier golpe físico. Anastasia sintió que el aire se le escapaba de los pulmones. No sabía cómo afrontarlo. Era la primera vez que veía a su esposo coger con alguien que no fuese ella la noche de bodas.
Verlo llegar al clímax, sentir la bofetada de la indiferencia, verla a ella tan sonrojada y nada pudorosa, la hizo sentir náuseas.
Anastasia, dando un paso adelante, la voz apenas un susurro, pero cargada de una furia contenida, continuó:
—¿Problema? ¿Un problema, Nathaniel? ¡Acabo de encontrarte cogiéndote a tu asesora en el escritorio presidencial! ¿Y me hablas de una “reunión confidencial”? —Su risa fue un sonido hueco, desgarrador—. No intentes insultar mi inteligencia. Esto no es lo que parece... si crees que soy una estúpida.
Rebecca levantó la mirada, y ya no había vergüenza. En cambio, un brillo de descaro, casi de triunfo, apareció en sus ojos. Una sonrisa perezosa se extendió por sus labios.
—Oh, Anastasia. ¿Sigues aquí? Pensé que a estas horas ya estarías con tus... ¿libros? —dijo con una voz melosa, casi en un tono de burla sínica—. El Presidente tiene necesidades, ya sabes. Necesidades que una mujer en su posición debe satisfacer.
¿Necesidades? ¿Satisfacer? La furia le apretó la garganta, sintiendo una punzada de náuseas al ver el descaro de Rebecca.
—¿Mis libros? ¿Necesidades? —preguntó dando un paso al interior del despacho ensombrecido y con tanto cinismo como descaro—. ¿Te atreves a insinuar algo, perra sucia?
Rebecca cruzó los brazos, un gesto de desafío.
—No insinúo nada. Simplemente observo. Sus constantes “dolores de cabeza” y tus “intentos fallidos” de embarazo no parecen dejar mucho tiempo para... lo demás. Nathaniel necesita una compañera que esté disponible, que entienda las presiones de su cargo, alguien que no lo vea como una obligación dinástica.
Vance soltó un suspiro cansado, volviendo a abotonarse la camisa, la dejadez en su voz evidente, así como la poca vergüenza.
—Rebecca tiene un punto, Anastasia. Nuestras vidas son... complicadas, y tú, por desgracia, pareces tener más interés en la imagen que en la sustancia, o el placer.
Sus ojos se ensancharon. El veneno de las palabras de Vance era más potente que cualquier puñalada.
—¿Placer? ¿Me hablas de placer, Nathaniel? ¿Después de años de tratar de darte un heredero, una tarea que me encomendaste, y de ver mi cuerpo sometido a cada prueba imaginable, para qué? ¿Para que busques “placer” en brazos de esta... suka?
Rebecca (una carcajada corta y descarada):
—¿Suka? ¡Por favor, Anastasia! Soy la jefa de personal del Presidente. Soy la que lo entiende, la que está a su lado cada jodido minuto, no la que está encerrada en su ala, quejándose de sus “responsabilidades de Primera Dama".
Detestó la manera en la que Rebecca se refirió a ella. No solo hablaba desde su punto de vista de amante, sino desde la herida.
Anastasia, avanzando un paso, cada músculo tenso, el test de embarazo en su bolso quemándole la piel y su corazón latiendo, habló tan sucia como hablaba su padre cuando lo ofendían.
—¡Cállate la boca, basura! —gritó, alzando la voz como nunca antes—. ¡Tú no sabes nada de mis responsabilidades! ¡Tú no sabes nada del peso de este apellido, de esta alianza!
Vance levantó una mano en un gesto de fastidio, como si estuviera lidiando con niños que se peleaban por una manzana. No quería un ataque de fieras. No había necesidad.
—Ya es suficiente. La histeria no va a resolver nada. Esto es el Despacho Oval, no tu salón de té ruso, Anastasia. Hay cosas más importantes que un desliz momentáneo.
—¿Un desliz momentáneo? —preguntó con una risa amarga y hueca que escapó de sus labios y se sintió igual que cristales rotos—. ¿Es así como llamas a esto, Nathaniel? ¿A la traición más descarada que he presenciado? ¿A la profanación de tu propio cargo? ¿A romper los cimientos de lo poco que quedaba de nuestra farsa de matrimonio? ¿Desliz momentáneo?
Rebecca, con una mirada burlona, respondió como si el golpe de Anastasia no hubiera sido nada.
—Oh, por favor. ¿Farsa? ¿No fue siempre una farsa? ¿El gran matrimonio diplomático para unificar naciones? ¿Creíste de verdad que esto era un cuento de hadas, Anastasia?
La sangre de Anastasia hirvió. Una ira fría y pura se apoderó de ella. El test de embarazo se sintió como una piedra ardiendo en su mano, que aun estaba dentro de su pequeño bolso.
—Te juro por el alma de mis ancestros rusos que te arrepentirás de cada palabra, de cada respiración que tomas —amenazó mirándola a los ojos—. ¡Lo juro!
Y sintiéndose tan caliente, por primera vez hizo algo que nunca pensó que haría con Rebecca. La mano de Anastasia se alzó antes de que su mente pudiera registrarlo. El sonido de la bofetada resonó en el Despacho Oval como un disparo, más fuerte esta vez, cargada de toda la furia y la humillación acumulada.
La cabeza de Rebecca se ladeó violentamente, una marca roja y púrpura apareciendo instantáneamente en su mejilla. Un hilo de sangre brotó de su labio partido y se quejó cerniéndose sobre Nathaniel. Vance, al ver la sangre salir de su labio, gritó en furia.
—Anastasia! ¡Controla tus modales! ¡Esto es inaceptable!
Anastasia, ignorando a Vance, fijó los ojos Rebecca, ardientes de una furia devastadora, su voz baja y gélida, cada palabra un clavo en un ataúd, sentenció lo que tiempo atrás fue una gran amistad. ¿Cómo pudo hacerle eso? ¿Cómo pudo engañarla de esa manera?
—Modales, Nathaniel, son para aquellos que merecen respeto. Y tú, zorra. —Se dirigió a Rebecca, el desprecio chorreando de cada sílaba—. Has cometido el error más grande de tu patética vida.
Rebecca agrandó sus ojos.
—Has traicionado, no solo a tu empleadora, sino a la mujer que te abrió las puertas de su confianza. Has profanado mi casa, mi vida y mi matrimonio. ¿Creíste que podías humillarme y salir impune? Te juro por la sangre que corre por mis venas, por el honor de mi familia y por cada lágrima que he derramado en esta maldita casa, que haré de tu existencia un infierno; un infierno que ni tu querido Presidente podrá extinguir. Serás un ejemplo para todas las serpientes que se arrastran en esta ciudad.
Rebecca se llevó una mano temblorosa a la mejilla, su descaro finalmente dándole paso a un miedo palpable. Sus ojos se llenaron de lágrimas, pero Anastasia ya no sentía piedad. Vance, por primera vez, no parecía aburrido, sino evaluando la situación con una gravedad que le era extraña, una chispa de preocupación cruzando su mirada al ver la resolución en los ojos de Anastasia.
Anastasia, su voz llena de una nueva y terrible determinación, un veneno lento, dirigido solo a Vance, con una mirada gélida que prometía destrucción, también lo sentenció.
—Y tú, Presidente —dijo despectiva la última palabra, como si fuera basura— Disfruta de tu victoria pírrica. Disfruta de tu “reunión confidencial”, porque te aseguro que a partir de este momento tus “problemas” están a punto de volverse mucho más interesantes, y la nación entera pagará por tus “necesidades”.
Se dio la vuelta, dejando a Vance y a Rebecca en el silencio cargado del Despacho Oval.
Cada paso era una declaración de guerra.
La puerta se cerró detrás de ella con un golpe seco, que resonó como un disparo, igual que el eco de una bomba a punto de estallar en cuanto las lágrimas tocaron sus mejillas.
—Esto lo pagarás caro, Nathaniel —sentenció a medidas que se alejaba—. Nadie engaña a una Slova.
La oscuridad era casi total, una manta asfixiante que solo era perforada por la tenue luz que se filtraba de alguna rendija invisible. El aire era pesado, denso, cargado con el hedor a humedad, moho y la putrefacción de los desechos humanos.Una celda de dos metros por dos metros y un cubo de miseria, era el universo de Rebecca. Las paredes de hormigón desnudo rezumaban una humedad perpetua, y el frío se filtraba hasta los huesos. No había ventanas, no había resquicios de luz natural, solo la penumbra perpetua y el eco de sus propios gritos.Rebecca, aún con la misma ropa andrajosa que llevaba la noche en que había intentado huir con Ethan, se aferraba a los barrotes oxidados, sus dedos blancos por la presión. Su cabello, antes castaño y sedoso, era ahora una maraña pastosa, pegada por la suciedad y el sudor, desordenado y con un olor agrio.Su piel, una vez tersa, estaba curtida, llena de mugre incrustada que formaba una capa grisácea sobre su cuerpo, testimonio de los meses de encie
La revelación de Isabella había sido un golpe devastador para Nathaniel, pero también había encendido una chispa, una esperanza que creía muerta.La fotografía de Anastasia, el niño y el collar, lo había sumido en una determinación férrea. Durante días, Vance había enfrentado a los medios, su rostro demacrado, pero firme, lidiando con el escándalo de Isabella y los chismes sobre la entrega de Ethan.Había hablado públicamente para asegurar que su hijo estaba seguro, en buenas manos. El precio de la verdad sobre Isabella había sido alto, pero había despejado el camino para su siguiente y más urgente misión: la exhumación del cuerpo de Anastasia.Con una tenacidad inquebrantable, Vance había movido cielo y tierra, usando cada contacto, cada resquicio legal, cada amenaza velada que tenía a su disposición.Finalmente, había logrado conseguir una orden de exhumación para el cadáver de Anastasia en suelo ruso.Por supuesto, Dmitri Slov había alegado con furia. La voz del poderoso oligarca r
La noche se extendió para Nathaniel como un manto opresivo, cada minuto una tortura. La fotografía de Anastasia, con el niño en brazos y el collar de diamantes brillando, fue su única compañía.La había recogido del suelo, la había estudiado bajo la luz de la lámpara del estudio, su mente atrapada en un torbellino de incredulidad y una esperanza aterradora. Era imposible. Anastasia estaba muerta, lo había visto con sus propios ojos, el cuerpo inerte, la tumba, el duelo, pero la imagen era irrefutable. La calidad de la foto satelital, la nitidez del collar, el perfil de ella…Era ella.—¿Cómo es posible…? ¿Cómo pudo pasar esto? —murmuraba Vance una y otra vez en la oscuridad de su estudio, las palabras se perdían en el silencio denso de la madrugada.La cama, en su dormitorio, parecía un lugar extraño, ajeno a la tormenta que lo consumía. No podía dormir. No podía cerrar los ojos sin ver esa imagen, sin sentir el eco de una vida que creía perdida para siempre. ¿Cómo pudo ser engañado d
La furia helada en el rostro de Nathaniel Vance mientras Isabella era esposada no era solo por la traición; era por el dolor punzante de la revelación, la desolación de ver una verdad tan cruel desvelarse ante sus ojos. El equipo SWAT se movía con eficiencia brutal, asegurando la suite, sus movimientos precisos y calculados. Isabella no ofreció resistencia. Su rostro, una vez lleno de la calidez que tanto lo había engañado, ahora estaba pálido, la máscara de frialdad reemplazada por una sombra de derrota.Vance la observaba, su mirada fija en ella mientras los oficiales la sacaban de la habitación.No había compasión, solo un vacío abrumador. La traición había perforado su corazón, dejando una herida abierta y purulenta. La Isabella que conocía, la mujer que había amado y en quien había confiado, nunca había existido. Era una fachada, una construcción meticulosa para un propósito siniestro.Y la persona que la decepcionó mucho tiempo antes.En la mente de Vance se formaron una secuenc
La luz fría de la suite del hotel iluminó la escena con una crudeza brutal, revelando cada arruga de terror en los rostros de Benjamin y David. Frente a ellos, Isabella, gélida y letal, los mantenía inmovilizados con la certeza de su Glock.El aire, denso y cargado con el olor metálico de la inminente fatalidad, se hizo pesado, casi irrespirable.—Siempre tuve razón sobre ti —dijo David, su voz apenas un susurro rasposo que se ahogaba en el silencio.Había en su mirada una amarga resignación, un dolor punzante por la ceguera de su amigo y la traición que se confirmaba.Isabella, una sonrisa sin calor dibujada en sus labios, le respondió. Era una mueca que no alcanzaba sus ojos, tan fríos y vacíos como el metal de su arma. No ganaba nada con saber.—Es una pena que su querido candidato no lo vea, señor Hayes —dijo sonriendo y mostrando su arma—. Y dudo que lo verá.Sus ojos, gélidos como el acero pulido, se movieron lentamente de David a Benjamin. La boca de la Glock se posó directamen
La filtración sobre la financiación de la campaña y las supuestas conspiraciones con ex presidentes había golpeado a Nathaniel Vance con la fuerza de un huracán. Estaba en su despacho, la habitación que Isabella había profanado en secreto, sintiendo el peso del mundo sobre sus hombros.Benjamin y David, sus asesores de confianza durante años, ahora eran los principales sospechosos en su mente. ¿Podrían ellos, los más cercanos a él, ser los responsables de desmantelar su carrera pieza por pieza?La idea era un veneno lento que corría por sus venas.Pensó en restituirlos, en llamarlos de nuevo para que lo ayudaran a sortear esa nueva crisis, pero la desconfianza era un muro insalvable. Eran los únicos con acceso a tanta información, los únicos lo suficientemente cerca como para orquestar un sabotaje tan íntimo. Su lealtad, una vez inquebrantable, ahora se sentía como una ilusión en la que cayó como un imbécil.—No. No puedo confiar en ellos —murmuró Vance para sí mismo, su voz áspera. L
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