5 | Como todo comenzó

El despacho presidencial, bañado por la cálida luz del sol de la tarde, no siempre había sido un campo de batalla silencioso para Nathaniel Vance. Hubo un tiempo, no tan lejano, en que la tensión que se palpaba entre sus paredes era de una naturaleza muy diferente, un hormigueo eléctrico compartido entre él y Rebecca Thorne. Recordaba con dureza esos momentos, antes de que todo cayera, antes de que se describiera, antes del declive.

Todo había comenzado sutilmente, casi de forma imperceptible, en los márgenes de las extenuantes jornadas de trabajo.

Una mano de Rebecca rozando el brazo de Nathaniel al pasarle un documento, una mirada que se sostenía un segundo más de lo profesionalmente necesario, una risa cómplice ante un comentario sobre algún rival político. Nathaniel, atrapado en un matrimonio de conveniencia que cada día se sentía más frío y distante, encontraba en la admiración evidente de Rebecca un cálido contraste con la gélida cortesía de Anastasia.

Las insinuaciones verbales eran inicialmente ambiguas, juegos de palabras con doble sentido, comentarios sobre la "química" del equipo, elogios a la "agudeza" mental que fácilmente se deslizaban hacia lo personal, y coquetería en el movimiento de sus cuerpos.

—Sabes exactamente lo que quiero decir, Rebecca —solía decir Nathaniel, con una sonrisa que no llegaba a sus ojos, después de que ella interpretara correctamente una directiva compleja sin necesidad de explicaciones detalladas.

—Solo intento estar a la altura de su brillantez, Presidente —respondía Rebecca, su mirada fija en sus labios por una fracción de segundo; una invitación silenciosa casi letal.

Las horas extras se hicieron habituales para ambos. Largas sesiones a puerta cerrada, discutiendo estrategias, puliendo discursos. La energía de la Casa Blanca se disolvía con el crepúsculo, dejando solo el zumbido de los servidores y el palpitar de su propia tensión, así como el sudor de mantener un país justo al margen de las divisiones y las rivalidades.

—El país descansa seguro sabiendo que usted no duerme, señor —comentó Rebecca una noche, entregándole una taza de café recién hecho, de máquina, tal como a él le gustaba.

Sus dedos rozaron los de él al pasársela. Fue un contacto que se prolongó, sutilmente, pero con la energía de un rayo.

—Algunos descansan mejor que otros, Rebecca —murmuró Nathaniel, sus ojos oscuros posándose en los de ella, una velada referencia a la distante Anastasia.

Ella entendió perfectamente.

—Me gusta pensar que compartimos el peso, Presidente —dijo ella, una sonrisa suave curvando sus labios.

El aire entre ellos se espesó con una promesa no dicha. En otra ocasión, mientras revisaban unos gráficos proyectados en la pared, Nathaniel sintió el deseo de querer tocar su piel suave.

—Es una presentación impecable, Rebecca —Nathaniel deslizó su mano sobre la de ella en la mesa, como si señalara un punto en la gráfica, pero su pulgar acarició discretamente su piel—. Tu atención al detalle es admirable.

—Solo busco la perfección, señor —susurró ella, su voz apenas audible, sin retirar la mano, sintiendo la electricidad del contacto que la quemaba—. Me complace complacerlo, señor presidente.

La tensión sexual se volvía casi palpable, un tercer cuerpo invisible en la habitación. Sus miradas se cruzaban con una intensidad creciente, un deseo silencioso que ninguno se atrevía a verbalizar por completo, pero que ambos sabían que existía.

—A veces, Presidente, me pregunto si alguna vez apaga la mente. —Rebecca lo observó una tarde, su voz baja y seductora, inclinándose un poco para que el escote de su blusa se insinuara.

—Contigo, Rebecca, es más fácil que se desconecte de los deberes de estado —respondió, su mirada descendiendo a los labios de ella, una invitación abierta que ella acogió, así como el escote que casi le rozaba la boca por la insinuación.

—¿Y de los deberes personales? —preguntó ella, la audacia brillando en sus ojos, sabiendo que pisaba terreno peligroso y que él entendía la provocación.

—De todos los deberes —confirmó, la voz más profunda, su propia necesidad revelada en la penumbra del despacho.

Otro día, un comentario de ella sobre su agotamiento.

—Debería relajarse, Presidente. Las cargas pesadas se llevan mejor con un buen... apoyo. —Rebecca dejó caer su mirada significativamente sobre el cuello de Nathaniel, antes de volver a sus ojos, y luego a sus propios labios—. Necesita apoyarse.

Él sonrió, un atisbo de algo más que política en su expresión.

—Y tú, Rebecca, pareces estar siempre dispuesta a ofrecerlo.

Una tarde, mientras repasaban un informe de campaña, Rebecca se inclinó sobre el escritorio, su cabello rozando la mano de Nathaniel, y su culo alzado en la falda corta y provocativa.

—Este informe es... exhaustivo —dijo ella, su voz apenas un susurro, el calor de su aliento contra su piel.

—Tan exhaustivo como yo espero que sea todo lo que sale de esta oficina —replicó Vance, su mano subiendo lentamente para atrapar un mechón de su cabello, el contacto era casi eléctrico.

—Siempre me esfuerzo en complacerlo —dijo ella, la palabra "complacer" resonando con un doble sentido inconfundible.

—Lo he notado, Rebecca, y es una cualidad muy apreciada.

Nathaniel sonrió, sus ojos oscuros llenos de una promesa.

Un día, después de una victoria legislativa particularmente ardua, la celebración en el despacho se había reducido a Nathaniel y Rebecca, descorchando una botella de champán tardíamente. La euforia del triunfo, combinada con el alcohol y la proximidad, rompió las últimas barreras. Lo que se fue tejiendo con lentitud, lo que comenzó a cocerse lentamente, finalmente hirvió.

—Lo hicimos, Presidente —susurró Rebecca, sus ojos brillando a la luz de la lámpara de escritorio.

—Lo hicimos —replicó Nathaniel con su voz ronca.

Levantó su copa, pero sus ojos estaban fijos en los labios de ella, en el pequeño gesto de su lengua humedeciendo la esquina de su boca. El silencio se extendió, cargado de una electricidad estática. Fue Rebecca quien dio el primer paso, acortando la distancia entre ellos. Su mano se posó suavemente en la mejilla de Nathaniel, su pulgar acariciando su barba incipiente. Él cerró los ojos por un instante, cediendo a la caricia. El aire se sentía más denso, cargado de la expectativa de lo prohibido y el deseo de pecar con el otro.

Cuando sus labios finalmente se encontraron, fue un estallido de deseo contenido durante meses. El beso no fue tierno, sino ávido, una urgencia que consumía todo lo demás. Sus bocas se buscaron con una intensidad que les robó el aliento, mezclando el sabor del champán con la promesa de lo que vendría.

Nathaniel sintió un fuego en su cuerpo, un anhelo que había creído muerto con Anastasia. Rebecca se aferró a él, sus dedos enredados en su cabello, sus cuerpos atrayéndose con una fuerza irresistible, abandonándose a la liberación de su pasión.

La relación continuó en secreto. Encuentros robados en las horas tardías, mensajes cifrados, una doble vida tejida con cuidado para no levantar sospechas.

Mientras tanto, la dinámica entre Nathaniel y Anastasia se deterioraba rápidamente. Las pocas citas y encuentros protocolares que antes tenían se hicieron más escasos y tensos.

—Nathaniel, la agenda indica la cena con los embajadores de Francia. Estaremos juntos, ¿verdad?

Anastasia intentó forzar una conexión, una noche más, meses antes de la confrontación en el Despacho Oval.

—Ya le dije a David que tú los recibas. Tengo una reunión de última hora. —La voz de Vance era monocorde, sin emoción, mientras revisaba unos papeles, sin mirarla.

—¿Una reunión? ¿A estas horas? —preguntó confundida.

Anastasia notó la falta de justificación, la pura desidia.

—Asuntos de estado importantes.

Vance despachó el tema, su tono ya denotaba irritación.

—¿Más importantes que tu Primera Dama?

Anastasia no pudo evitar la punzada de sarcasmo.

—Anastasia, por favor. No tengo tiempo para tus dramas. Hay cosas mayores en juego que una cita de placer.

Vance levantó la mirada, sus ojos fríos y distantes.

—¿Y yo no soy parte de "las cosas mayores"? —preguntó ella.

Su voz era un susurro, cargado de resentimiento.

—Tú eres un activo político —dijo, con una crueldad afilada—. Nada más. Recuerda que tenemos un matrimonio de paz.

Anastasia sintió el golpe de realidad. Ella no lo amaba, pero al menos esperaba que fuese cortes con ella, con su matrimonio.

—¿Un activo que puedes ignorar y descartar a tu antojo?

Anastasia sintió la sangre helarse.

—Puedes manejar la cena perfectamente. Es tu rol —dijo él.

Vance se encogió de hombros, volviendo a sus papeles.

—¿Mi rol? ¿O tu conveniencia?

La pregunta de Anastasia se perdió en el aire, sin respuesta.

—Exacto —dijo saliendo sin siquiera detenerse a mirarla.

La frialdad de Nathaniel hizo un muro impenetrable. Menos detalles, menos atención, más apatía. Los escasos momentos que compartían se volvieron una formalidad vacía, una performance para las cámaras. Nathaniel se había vuelto un déspota emocional con ella, y Anastasia lo sentía con cada poro de su piel.

La perfección de su engaño, sin embargo, comenzó a desmoronarse por un pequeño error, una indiscreción verbal de Rebecca. Anastasia, aunque distante en lo emocional, era observadora. Había notado los horarios irregulares de Vance, la creciente complicidad entre él y Rebecca, las miradas furtivas, pero no tenía pruebas concretas, solo una punzada de sospecha, una sensación incómoda de que algo había cambiado en la dinámica de la Casa Blanca y dentro de su esposo.

Un día, Anastasia y Rebecca estaban conversando en el salón privado de la Primera Dama, discutiendo los detalles de una próxima cena de estado. La conversación derivó hacia temas más informales, y Rebecca, quizás sintiéndose demasiado cómoda o queriendo insinuar su intimidad con el Presidente de forma velada, cometió un error fatal al conversar sobre Vance.

—Sabes, Anastasia —dijo Rebecca con una sonrisa casi imperceptible, su voz teñida de una falsa camaradería—, el Presidente tiene una pequeña cicatriz muy peculiar justo debajo de la clavícula izquierda. Se la hizo de niño jugando con su hermano. Es un detalle... bastante único, y que no suele dejarse ver, por eso no suele nadar en la piscina de la Casa Blanca.

Anastasia se quedó helada. Esa cicatriz. Nathaniel nunca hablaba de ella. Era un pequeño secreto íntimo que él solo le había revelado a ella, en uno de sus raros momentos de vulnerabilidad, durante los primeros años de su matrimonio, cuando aún existía un atisbo de confianza entre ellos. Jamás lo había mencionado a nadie más, que ella supiera. Un detalle tan insignificante, tan personal, que solo alguien que había visto el cuerpo de Nathaniel con la intimidad de un amante podría conocer.

La sonrisa de Anastasia se congeló. Sus ojos, normalmente fríos y distantes, se entrecerraron, analizando a Rebecca con una intensidad repentina. Algo despertó dentro de ella. Se mantuvo en un letargo eterno, pero eso hizo que Anastasia supiera que no necesitaba pruebas para saber que Rebecca compartía más que papeles de discursos baratos presidenciales. Compartían a Vance.

—¿Ah, sí? —respondió Anastasia, su voz peligrosamente suave, y un escalofrío de reconocimiento recorriéndole la espalda—. Nathaniel nunca me mencionó eso. Qué interesante que tú lo sepas, Rebecca. ¿Cómo te enteraste de algo tan... íntimo?

Rebecca palideció ligeramente, dándose cuenta de su error. La sangre abandonó su rostro y el corazón se exaltó. Intentó restarle importancia con una risa nerviosa, forzada.

—Oh, bueno, quizás lo escuché en alguna conversación... ya sabes cómo son los pasillos de la Casa Blanca. Se oyen tantas cosas. Información de seguridad, exámenes médicos... uno nunca sabe.

Pero la semilla de la duda ya estaba sembrada en la mente de Anastasia. La explicación de Rebecca sonaba forzada, improbable. ¿Qué "conversación" podría haber revelado un detalle tan íntimo sobre el cuerpo del Presidente?

La excusa era tan endeble que solo confirmaba la sospecha.

A partir de ese momento, la mirada de Anastasia hacia Rebecca cambió. La cortesía se mantuvo, pero detrás de ella había una frialdad calculadora, una certeza creciente de la traición. Comenzó a observar a ambos con una atención obsesiva, buscando confirmación de lo que ahora sospechaba con amargura. El error de Rebecca había sido su perdición, el primer hilo del ovillo que Anastasia comenzaría a desenredar, hasta descubrir la verdad que ahora la impulsaba a la venganza.

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