La Casa Blanca, antes su bastión inexpugnable, se había convertido en una jaula. El día siguiente a la filtración fue un torbellino de acusaciones y desmentidos que nadie creía.
Nathaniel Vance, el hombre más poderoso del mundo, se sentía impotente, acorralado. La cara de Rebecca, con la noticia de su embarazo, y las palabras de Anastasia, resonaban en su mente.
Solo había una salida, por más repugnante que fuera.
Con el orgullo destrozado, pero con la supervivencia política como único motor, Vance se dirigió a la suite de la Primera Dama. La puerta estaba, como la última vez, ligeramente entreabierta.
Anastasia estaba sentada en un tocador de caoba, su figura esbelta enmarcada por el reflejo del espejo. Un vestido de seda de un azul profundo se ajustaba a su cuerpo, y sus cabellos caían en cascada sobre sus hombros, recién peinados. Parecía una Venus en su propio reino, ajena al caos que ebullía fuera.
A su lado, sobre un diván, descansaba un par de zapatos de tacón alto, relucientes