La nieve cubría el patio delantero como un manto blanco e inmaculado. Henry, envuelto en un traje de esquí, se deslizó por la pendiente en su tabla de snowboard. Anastasia, con la pequeña Agnes de la mano miró a su hijo. Estaba preocupada de que se rompiera algún hueso. Le aterraba ver a su hijo sufrir.
—¡Henry, no te lances tan fuerte! —advirtió Anastasia.
—¡Estoy bien, mamá! —respondió Henry.
—¡Aún no eres un profesional!
Pero el sonido de un grito se instaló en el lugar, haciendo que los tres miraran al hombre que se lanzaban como bala de cañón en su propia tabla. Vance se lanzó con una sonrisa en el rostro. Su risa, una risa contagiosa, llenó al aire helado y se llevó a Henry consigo. Rodaron por la nieve y Anastasia esperó que alguno se quejara, pero en su lugar ambos gritaron y dijeron que lo harían de nuevo. Vance se llevó sobre la espalda a Henry y volvieron a subir, hundiendo los pies hasta las rodillas en la nieve.
—¡Papá! —dijo Agnes, con sus palabras incompletas.
Anastasia