El amanecer en Washington D.C. trajo consigo no el sol, sino el rugido de una tormenta. Nathaniel Vance fue despertado de golpe por el insistente zumbido de su teléfono seguro, antes siquiera de que el Despacho Oval se iluminara por completo. La voz de David Hayes sonaba cortante, desprovista de su habitual compostura.
—Presidente, ha sucedido —dijo rezando—. Estamos en crisis.
El simple tono de David heló la sangre de Vance.
—¿Qué demonios dices, David? ¿Qué ha sucedido?
Vance se incorporó, sintiendo la familiar adrenalina del desastre.
—The Washington Sentinel acaba de publicar una exclusiva online. Una historia sin firmar, rumores muy específicos. Hablan de un "misterioso collar de diamantes de valor incalculable, desaparecido de la Primera Dama, presuntamente visto en posesión de una alta funcionaria de la Casa Blanca", y hay una referencia velada a "donaciones dudosas" a su fondo de campaña.
El puño de Vance se cerró con fuerza.
La bomba. Anastasia había apretado el detonador.
El