La oscuridad de la jaula era un infierno sin fin, un castigo agónico. Cada minuto era una eternidad, un recordatorio de lo que había hecho. Rebecca, con la mirada perdida en la oscuridad, podía escuchar el sonido de las olas romper fuera antes de salir de ese contenido y que su vida cambiara para siempre. No sabía cuánto tiempo había pasado, ni dónde estaba, solo que Anastasia debió escuchar a Vance e intercedió para que no la mataran.
Días, semanas, meses. ¿Cuán llevaba en esa isla?
Solo existía el sonido de las olas, el olor a sal, y la desesperación. De repente, la jaula se abrió, el sol la golpeó en el rostro. Su cuerpo, temblaba incontrolablemente. Cayó en un contenedor, y la jaula se cerró. El sonido de un candado, el sonido del miedo, el dolor.
La isla desierta, con sus palmeras y su arena blanca, fue una especie de castigo. Con el poco aliento que le quedaba, Rebecca, con el corazón roto, se arrastró hasta la orilla. La sed, que se sentía como un infierno, la hizo beber de su