El Despacho Oval era un campo de batalla en silencio.
Vance observaba la puerta por donde Anastasia había desaparecido, y la marca roja en la mejilla de Rebecca era el único testimonio físico del huracán que acababa de pasar. Rebecca, aún temblorosa, se tocó el labio partido, sus ojos fijos en el Presidente, buscando una reacción, una directriz, o quizás, un consuelo que no llegó. Pensó que una vez descubierta su relación, dejarían de ser amantes. Ella soñaba con gobernar a su lado los años que le quedaran de presidencia. Soñaba con ser su Primera Dama.
—¿Qué vas a hacer, Nathaniel? —preguntó cuando alcanzó una toalla del baño para limpiarse la sangre que no dejaba de salir—. Viste sus ojos. Esa mujer... ella está loca. Nos va a destruir.
Vance no respondió de inmediato.
Caminó lentamente alrededor del escritorio Resolute, la madera pulida reflejando el tenue brillo de las lámparas. Su expresión era ilegible, una máscara que había perfeccionado a lo largo de décadas en el circo político. Por un momento, Rebecca pensó que no le importaba, que su "desliz" realmente era tan insignificante como había dicho, pero entonces, sus ojos se posaron en la mancha en el escritorio, un pequeño recordatorio de su transgresión, y un tic nervioso apareció en su mandíbula.
—No está loca, Rebecca. Está herida, y una mujer herida, especialmente una Slova, es la criatura más peligrosa del planeta. —Miró a Rebecca, un escalofrío recorriendo la espalda de ella—. Su padre no le enseñó a ser histérica, le enseñó a ser un depredador. La subestimamos. Ambos lo hicimos.
Ella recuperó algo de su aplomo, pero con un matiz de miedo.
—¿Subestimarla? ¿Por una bofetada? —preguntó con un atisbo de miedo divulgado en sus ojos. Intentaba controlarlo, pero el miedo gobernaba—. Es una Primera Dama, puede hacer nada. Sus manos están atadas por el protocolo, por la diplomacia.
Vance soltó una risa amarga y corta.
—¿Manos atadas? ¿Crees que el padre de Anastasia respeta el protocolo? ¿Crees que ella, la hija de un hombre que compró y vendió la Duma con la misma facilidad, se preocupa por la diplomacia cuando su honor ha sido manchado? Te prometió el infierno, Rebecca, y créeme, una Slova cumple sus promesas. —Se frotó la barbilla, sus ojos se entrecerraron en profunda concentración. Necesitaba pensar—. Tenemos que adelantarnos, trazar la narrativa. Silenciar el escándalo antes de que sea un susurro, y sobre todo, tenemos que saber qué sabe.
—¿Qué sabe? ¿Sobre nosotros? ¿Qué más podría saber?
—Todo, o nada, pero si piensa que sabe algo que pueda usarse contra mí... contra nosotros... entonces es una amenaza —dijo antes de darle la espalda y mover sus dedos buscando concentración—. Contacta a Seguridad, que refuercen la vigilancia en su ala discretamente, y quiero una reunión de gabinete de emergencia, en secreto. Necesito a los mejores cerebros pensando en cómo controlar el daño si esto se filtra. Ahora.
Mientras Vance dictaba órdenes con la eficiencia despiadada de un comandante en jefe, Anastasia, en la privacidad de su suite, no pensaba en defensas, sino en ataques.
Su teléfono satelital, ahora de nuevo en el cajón oculto, guardaba el eco de la promesa de su padre.
—Dime qué necesitas. Dime cómo puedo ayudarte a incendiar su pequeña Casa Blanca —resonó de nuevo en su cabeza.
El test de embarazo, envuelto en un pañuelo de seda, era su primer y más devastador cartucho. No era un arma para el público todavía; era un mensaje. Un mensaje para Vance. Un recordatorio tangible de su traición, pero ahora con una implicación mucho más peligrosa. Anastasia guardó sus mejores armas para él.
Se deslizó hasta su tocador, sus movimientos gráciles y deliberados. Abrió un pequeño joyero y sacó un USB diminuto, apenas más grande que una uña, sin ninguna marca distintiva. No contenía datos de estado ni secretos nucleares. Contenía algo mucho más íntimo y personal. Una carpeta de archivos de texto y algunas imágenes, meticulosamente guardadas a lo largo de los años. Registros. Fechas. Nombres. Detalles.
Encendió su laptop personal, una máquina de última generación, completamente limpia y sin conexiones a la red de la Casa Blanca. Insertó el USB. Sus dedos bailaban sobre el teclado, su mente ya en modo de estratega. Sabía exactamente lo que quería enviar, y a quién. No a un periodista. No a un enemigo político. No, el primer golpe sería silencioso, directo al corazón del poder de Vance, diseñado para sembrar la paranoia dentro de su mente.
Abrió una dirección de correo electrónico anónima, una que había creado años atrás como una precaución que ahora se revelaba profética. Adjuntó un único archivo.
No era el test de embarazo. Era algo mucho más sutil, pero igualmente demoledor en su contexto. Era una fotografía de Rebecca Thorne, tomada de perfil, sentada en una reunión, con un discreto, casi imperceptible, collar de diamantes.
Un collar que Anastasia reconocía con una punzada de rabia. Era un regalo que Nathaniel le había hecho a ELLA en su segundo aniversario de bodas. Un regalo que supuestamente había "extraviado" y que Anastasia nunca había vuelto a ver.
Anastasia murmuró para sí misma:
—El primer alfiler, Nathaniel, para recordarte que incluso lo que crees perdido, puede ser encontrado."
El destinatario no sería Vance directamente. El impacto tenía que venir de la sorpresa, del descubrimiento.
Sus dedos se detuvieron sobre el teclado, y finalmente tecleó la dirección: Primera.Dama.Vance@casablanca.gov. La cuenta de correo electrónico oficial de su marido. No la suya, ni la de Rebecca. Sino la cuenta pública, que él usaba para comunicaciones oficiales de alto nivel, y que era monitoreada de cerca por su equipo de comunicaciones, los mismo que buscaron ese collar de diamantes por meses sin resultado. Una simple imagen podía cambiar toda la línea de negocio, así como la relación de Vance.
Una táctica simple, pero devastadora.
La imagen del collar en Rebecca Thorne, enviada a la cuenta de Vance, no solo expondría un regalo robado o compartido, sino que, en el contexto de lo que ella había visto, sería una prueba innegable de la intimidad y la duplicidad entre ellos.
Y lo más importante: forzaría a su equipo a verla.
Un solo clic.
El correo electrónico fue enviado.
Un mensaje silencioso, pero con el peso de una bomba.
El aire en la habitación se tensó. El juego había comenzado. Y Anastasia, la Reina Roja, acababa de hacer su primer movimiento.
El embarazo era su secreto, su arma definitiva, pero antes, había otros peones que mover y otras reglas que romper.