El eco del portazo aún vibraba en los oídos de Anastasia, en una sinfonía macabra de la humillación que acababa de sufrir.
Cada paso por los largos pasillos de la Casa Blanca, bañados por la pálida luz de la luna que se filtraba por las altas ventanas, era un acto de desafío. Sus tacones resonaban con una cadencia implacable, marcando el ritmo de la furia que la consumía.
No se dirigía a sus aposentos con la cabeza gacha, sino con la mandíbula apretada y los ojos fijos en un punto invisible, visualizando las cenizas de un imperio.
El test de embarazo en su bolso, antes un símbolo de esperanza, ahora se sentía como una granada con el detonador quitado.
Al llegar a su ala privada, la imponente puerta de madera se cerró detrás de ella con un clic definitivo. La opulenta habitación, decorada con un gusto que no era el suyo, pero que le recordaba a la jaula de oro en la que vivía, se sintió fría y vacía. Se quitó los tacones con un gesto brusco, luego se arrancó el vestido, dejando caer la seda al suelo como una piel muerta.
Después de ese leve llanto en el pasillo, no hubo más lágrimas. Su padre le enseñó que las lágrimas eran para los débiles, para las heroínas de novelas baratas que no conocían el frío pragmatismo de su linaje. Su padre, un hombre que forjó un imperio en la Rusia post-soviética a base de acero y sangre, nunca la había enseñado a llorar. La había enseñado a prevalecer aun después de la caída.
Se dirigió al baño, la luz halógena revelando la palidez de su rostro y el temblor apenas perceptible de sus manos. Abrió el grifo, el agua helada golpeando sus muñecas, un intento de calmar la ebullición en su alma. Recordó la mirada de descaro de Rebecca, la indiferencia de Vance. Su propia voz, rasgando el aire con promesas de infierno, y el eco de la bofetada. Esa satisfacción momentánea no era suficiente. Necesitaba una venganza que trascendiera lo personal, que los hiriera donde más les dolía: su poder, su reputación, su legado.
Salió del baño, la toalla envolviendo su cabello, y se sentó frente a su escritorio, un mueble antiguo y pesado que, irónicamente, había sido un regalo de bodas de Vance. Abrió un cajón oculto con una pequeña llave que llevaba siempre consigo. Dentro estaba un teléfono satelital viejo, de un modelo casi obsoleto, una reliquia de sus días en Moscú, pero con la encriptación más robusta. Era su línea directa a su verdadero hogar, a la única persona en el mundo que entendía el lenguaje de la venganza y el poder que ella hablaba. Marcó un número largo, la combinación de dígitos grabada en su memoria desde la infancia.
El tono sonó una, dos, tres veces antes de que una voz grave y áspera, familiar, pero distante, respondiera al otro lado del mundo.
Voz (con un acento ruso marcado, la voz ronca por el tabaco):
—Diga —dijo con un acento ruso marcado y voz ronca por los años de tabaco consumido—. No tengo toda la noche.
—Padre, soy yo, Anastasia.
Su voz, aunque en ruso, sonaba como un cristal roto.
Hubo una breve pausa al otro lado de la línea.
Su padre no era hombre de conversaciones ociosas.
—¿Qué sucede? No llamas a estas horas a menos que el Kremlin esté ardiendo, o el mundo se haya vuelto del revés.
La mirada de Anastasia se endureció, sus ojos ahora gélidos y calculadores. No quedaba rastro de la mujer humillada de hace un momento, ni de la que fue dócil u suave con Nathaniel por años.
—El mundo no está ardiendo, padre, pero mi matrimonio sí, y arrastrará consigo a una nación —dijo en un susurro.
Otra pausa, esa vez más larga, cargada de expectación. El hombre al otro lado de la línea era un maestro del cálculo político, de la manipulación en las sombras. Entendía las implicaciones de su declaración, así como que su hija no llamaría a la línea directa para contarle que Nathaniel no se quiso comer las verduras.
—Interesante —respondió en un tono de voz más baja, interesada—. ¿Nathaniel ha mostrado sus verdaderas intenciones, finalmente? ¿O la Primera Dama se ha cansado de su jaula de oro?
Anastasia, con una frialdad absoluta, sin la menor emoción al hablar de la traición, le contó lo que su esposo hizo.
—Esta noche, lo encontré en el Despacho Oval, con Rebecca Thorne, su asesora —confesó—. Se la estaba cogiendo.
Un silencio más profundo; un silencio de reconocimiento, de peso. Rebecca Thorne era un nombre conocido en los círculos políticos internacionales. La implicación era clara.
—La pequeña Rebecca. Siempre supe que tenía ambiciones... poco convencionales. ¿Y el Presidente, el honorable Vance, se dignó a reconocer su error? —preguntó frívolo.
Anastasia rio sin humor.
—Su error, padre, fue mi humillación. Su disculpa fue decirme que era un “desliz momentáneo” y que estaba histérica, y la zorra de Rebecca... ella se atrevió a decir que yo no lo satisfacía, que por eso él la buscaba —dijo con un amargor en la garganta.
Un resoplido, casi una carcajada, resonó desde el otro lado. No era de simpatía, sino de la brutal satisfacción de un depredador que huele sangre. Su padre podía ser una mala persona, un déspota narcisista, pero sus hijas eran lo más preciado que tenía. Y mientras hablaba con ella, podía pensar en cien maneras de torturar el cuerpo fornido y ejercitado del Presidente.
—Mis felicitaciones, hija. Por fin has visto la verdadera cara de la bestia —dijo en un tono robusco a tabaco—. ¿Y ahora qué? ¿Vienes a casa, de vuelta a la jaula más cómoda?
—No. No voy a casa. Voy a desmantelar todo lo que él representa. Todo lo que ella representa. Y voy a empezar con lo más preciado que tiene, lo que para él es un arma y para mí... mi única salvación —dijo mirando un punto en la habitación.
Hubo un momento de silencio. Luego, la voz de su padre, cargada de una astucia milenaria. Conocía tan bien a su hija.
—¿De qué hablas, moya doch? ¿De qué salvación hablas?
Anastasia se llevó la mano al bolso, sacando el test de embarazo. La pequeña tira blanca, con sus dos líneas rosadas, un veredicto irrefutable. La miró, luego miró la bandera estadounidense que colgaba de la pared de su habitación, un símbolo del país que ahora odiaba con cada fibra de su ser. Su esposo no solo debía pagar la infidelidad con su hijo, sino que debía conocer de la mano de una rusa lo que era la verdadera y pura venganza.
Su voz ahora de acero, en una declaración de guerra.
—Estoy embarazada, padre. Después de todos estos años, del desprecio del Presidente Vance, finalmente tengo a mi hijo en mi vientre —dijo tragando saliva—. Y el mundo y ese bastardo arrogante lo sabrán, pero no de la forma en que él lo desea.
La línea permaneció en silencio por un largo momento, un abismo de incredulidad y de cálculo. Luego, su padre habló, su voz más clara, más fría, más peligrosa que nunca.
—Mi querida Anastasia, parece que finalmente has encontrado tu propósito —dijo con una sonrisa amarilla por años de tabaco, pero con tremenda astucia en los ojos—. Dime qué necesitas. Dime cómo puedo ayudarte a incendiar su pequeña Casa Blanca.
Una sonrisa cruel y satisfecha se dibujó en los labios de Anastasia y ambos sintieron la sangre rusa en sus venas. La guerra acababa de comenzar, y ella estaba lista para ser su general.