Caroline nunca eligió su destino. Fue obligada a casarse con Leonardo, un hombre arrogante, frío y capaz de traicionar a su esposa sin remordimientos. Humillada y furiosa, decide tomar lo que siempre le fue negado, su deseo y su libertad. Un desconocido la hace sentir viva como nunca antes. Pero hay un secreto que lo cambia todo, ese hombre es Mariano, el hermano menor de su esposo. Cada roce, cada mirada, cada encuentro es un juego peligroso de pasión y culpa. Leonardo, consumido por los celos, no descansará hasta recuperarla o destruirla. En un mundo de lujosas mansiones, secretos familiares y deseos imposibles de resistir, Caroline deberá elegir, ¿seguir su pasión prohibida o luchar por la independencia que tanto ansía? Una historia de pasión, traición y venganza donde los límites del corazón se desdibujan y el escándalo acecha a cada paso.
Ler maisEl silencio de la mansión se sentía tan frío que hacía juego con el mármol de sus escaleras. Caroline bajó despacio, con un vestido azul que había escogido sola, que caía sobre su figura recordándole que era una imagen que mostrar. Sus ojos miel reflejaban la luz de los candelabros, pero había en ellos un brillo apagado, cansado; su cabello castaño caía en ondas, despeinadas por la rutina que la había convertido en sombra de sí misma. Leonardo ya había salido, sin avisar, como casi todos los días. La mesa estaba servida para dos, pero solamente ella se sentó. El tenedor en su mano parecía más un símbolo de rutina que un instrumento para comer.
Seis años habían pasado desde la boda. Seis años desde que la obligaron a casarse con él para salvar la reputación de su familia y evitar que su "abuela" fuera desalojada de su hogar, la única persona que la había amado sin condiciones, aunque solo fuera su nana. Y solo ahora, en la madurez amarga de sus veinticuatro años, empezaba a admitir lo que antes se negaba a ver: estaba atrapada. No en la casa, sino en una vida que no le pertenecía. Cada reloj de la mansión le recordaba lo mismo: las horas no le pertenecían. Su reflejo en el cristal del reloj de pared le parecía el de una desconocida, impecable por fuera, quebrada por dentro. Esa noche había un evento social, organizado por los socios de Leonardo. Caroline llegó tarde a propósito, su demora era el único acto de rebeldía que aún le quedaba. Entró al salón con la frente en alto, pero sintiéndose como una intrusa en su propio matrimonio. La música sonaba alta, y las luces resaltaban el brillo de los trajes y vestidos, pero no lograban iluminar la sombra que llevaba consigo. Todos la saludaban con cortesía, nadie con afecto. Lo vio a lo lejos. Leonardo reía, vaso de whisky en la mano, porte impecable y ojos café calculadores. A su lado, una mujer de labios rojos y vestido escarlata se aferraba a su brazo. Caroline sintió que no podía mantenerse en pie, pero se obligó a caminar con pasos firmes, cada movimiento medido, consciente de cada mirada que recibía. Él la vio. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, cargada de ironía y posesión. Leonardo se acercó, lento, seguro, y al pasar junto a ella, su voz casi susurrante, perforó la distancia. - "Llegas tarde, querida. Me preocupaba que te hubieras olvidado de mí", dijo Leonardo, con una mirada que atravesaba la piel. Caroline sostuvo la respiración, su orgullo golpeando cada palabra que no pronunciaba. Se obligó a sonreír apenas, con una mezcla de cortesía y desafío. - "No me olvido. Solo llego a mi propio tiempo", replicó Caroline, con sonrisa desafiante, aunque supiera que después se lo cobraría. Él arqueó una ceja divertido. Se inclinó levemente, rozando su brazo con el suyo. - "Tu tiempo siempre ha sido peculiar", afirmó él, con un dejo de condescendencia. - "Tú contrataste esto", dijo Caroline con cierta rabia, aunque sabía que tendría consecuencias, entre las cuatro paredes de su jaula de lujo. La tensión entre ellos llenó el aire. Caroline notó cómo las personas alrededor los observaban. Leonardo sonrió, dando un paso atrás, seguro de su control, mientras ella respiraba profundo. Mientras la velada avanzaba, Leonardo se mantenía cerca, lanzando miradas rápidas y evaluadoras, mientras Caroline se movía entre los invitados con elegancia, respondiendo con cortesía y fingiendo desinterés. Cada interacción, cada gesto, era un pequeño duelo silencioso: un toque, una palabra, un vistazo. La mujer del vestido rojo se mantenía aferrada a él, ignorante de la tensión que su presencia exacerbaba. Cuando el evento terminó, Leonardo tenía que seguir tratando temas de "negocios". Caroline volvió a la mansión en silencio, recorriendo los pasillos que conocía de memoria. Habló por teléfono con su "abuela", escuchando su voz cálida y reconfortante, mientras sentía que por fin podía respirar un poco. No esperó a Leonardo despierta, si eran las 3 de la madrugada, él ya no llegaría. No lloró. Se miró al espejo de su habitación y por primera vez en mucho tiempo no reconoció a la mujer frente a ella: el reflejo mostraba cansancio, sí, pero también un atisbo de decisión. “Algo tiene que cambiar”, pensó. Mientras tanto, al otro lado del mundo, en la ciudad de Milán brillaba bajo las luces de la tarde, Mariano Russo caminaba entre las calles estrechas del barrio financiero con la seguridad de quien sabe que el mundo no lo ha visto venir. Veinticinco años, ojos avellana que parecían cambiar de tono según la luz, y un porte que mezclaba delicadeza y determinación; su juventud escondía una madurez forjada a fuerza de años de desprecio y enfermedad. Desde pequeño, había sido el hijo enfermo, el débil que su padre miraba con desdén, siempre a la sombra de su hermano mayor, Leonardo. Pero esa sombra nunca logró apagar su ambición. En silencio, mientras su familia lo ignoraba, Mariano había construido su propia fortuna, inversiones inteligentes, negocios arriesgados que otros descartaban, una mente que no dependía de aplausos ni reconocimientos. Su independencia era su secreto más preciado, un poder silencioso que lo hacía invulnerable frente al desprecio familiar. Esa tarde, Mariano estaba en un elegante café, revisando los últimos informes de su empresa, cuando la camarera le sirvió un espresso. Sonrió brevemente, y detrás de esa sonrisa había un mundo entero de resiliencia y deseos reprimidos. Sus dedos, finos y hábiles, acariciaban la taza mientras pensaba en los planes para el próximo trimestre. Cada decisión, cada movimiento financiero, era un pequeño triunfo sobre quienes alguna vez lo subestimaron. Pero no todo era negocios. Mariano tenía un lado que pocos conocían, la capacidad de observar, de leer a las personas, de percibir la verdad detrás de las máscaras. Quizá por eso, a veces, soñaba con alguien que pudiera verlo realmente, que no se dejara engañar por la apariencia de debilidad que su familia siempre le asignó, incluso cuando estaba internado en un hospital no pudo asistir a la boda de su hermano mayor, no quiso conocer a la esposa, suponiendo una chica frívola más, aquellas que a su hermano le solían gustar. Aun sin saberlo, el destino estaba preparando un encuentro que cambiaría todo. Al atardecer, cuando el sol terminaba de ocultarse, Mariano se puso de pie y fue a la terraza del café; sintió el viento en su rostro y pensó que tal vez algún día encontraría a alguien que lo elegiría por él, no por su dinero y su apellido. Más de seis años, lejos de su familia, estudiando y construyendo el imperio que lo hiciera inmune a la imposición.Caroline lo esperaba en la puerta de la pensión, con un vestido sencillo que había elegido con más cuidado del que admitiría. Mariano apareció puntual, con esa seguridad tranquila que siempre lo acompañaba. - "Luces hermosa", dijo Mariano, y la miró con admiración, como no solían mirarla. - "¿Siempre eres tan directo?", cuestionó Caroline, sin poder evitar sonreír con timidez. - "Prefiero no dejar dudas", contestó él, ofreciéndole el brazo. Caroline lo tomó, sintiendo la firmeza y la calidez de su contacto. Caminaron juntos hacia la plaza, donde la feria aún brillaba con luces y música. Entre risas compartieron comida y Mariano, sin pedir permiso, le compró un pañuelo de colores. Con cuidado, lo ató alrededor de su cuello. Sus dedos rozaron la piel suave de Caroline, y ella contuvo el aliento, estremeciéndose ante el contacto. - "Ahora sí", dijo él con una sonrisa tranquila. "Pareces de aquí".
Habían pasado varias tardes entre risas y entrenamientos, pequeñas conversaciones en la cafetería y alguna salida con el grupo de amigos que Mariano había hecho en el pueblo. Todo parecía avanzar sin prisa, pero con la certeza de que algo se estaba construyendo entre ellos. Esa noche, después de terminar la práctica, Caroline recogía su abrigo cuando él se acercó, con esa calma que parecía ser parte de su piel. - "Paulina…", la llamó, usando ese nombre con el que la conocían en el pueblo. "Ya hemos salido con los demás, pero me gustaría invitarte solo a ti. Una cena, un paseo, lo que prefieras". Caroline lo miró sorprendida, como si no hubiera esperado escuchar aquello de manera tan directa. - "¿Me estás pidiendo una cita?", preguntó Caroline. Mariano arqueó una ceja y sonrió apenas. - "Exacto. Una cita", respondió Mariano, tratando de refrenar la emoción.
Casi al anochecer, Caroline terminó su turno en la cafetería, cuando salió vio a Mariano en la plaza, con la misma mirada transparente y tranquila de siempre. - "¿Estás lista?", preguntó Mariano, inclinando un poquito la cabeza hacia ella. - "No sé si lista, pero aquí estoy", respondió Caroline. Mariano sonrió y la guió hasta un espacio abierto detrás de la cafetería, donde el terreno era plano y tranquilo. La luz anaranjada de los faroles apenas alcanzaba el lugar, envolviéndolos en una penumbra íntima. - "Lo primero", dijo él, colocándose frente a ella, "es aprender a sostenerte a ti misma. Postura firme, pies separados. Así...", se colocó de manera sólida y esperó a que ella lo imitara. Caroline intentó copiarlo, aunque torpemente. Él negó con suavidad y se acercó un poco más. Con una mano rozó apenas su brazo para corregirlo, con la otra presionó levemente su hombro para darle equilibrio. El contacto, aunque mínimo, la hizo contener el aliento. - "No es cuestión de fue
Pasaron dos semanas desde que Caroline empezó a trabajar en la cafetería. Cada mañana entraba con pasos decididos, aunque el corazón le latiera con fuerza al pensar que aquel pequeño empleo representaba su independencia por primera vez. La cocina se había convertido en su refugio, un lugar donde podía crear, concentrarse y sentirse viva. Una tarde, Mariano apareció en la cafetería mientras el dueño revisaba las ganancias. - “Sabes, Mariano, creo que a Paulina le toca su sueldo y puedo costearlo ahora. El negocio va mucho mejor de lo que esperaba, y honestamente, se lo ha ganado. Hasta de los pueblos vecinos vienen por sus dulces”, dijo el hombre, con una sonrisa satisfecha. Mariano asintió, dejando que una media sonrisa se dibujara en sus labios. Sus ojos avellana brillaban con una mezcla de satisfacción y algo que solo él conocía. Cuando Caroline salió del local, Mariano la esperaba junto a la plaza. La luz del atardecer caía sobre su figura, iluminando su rostro con un respl
Caroline llevaba un par de semanas en el pueblo. Marisol no se había contactado con ella; suponía que Leonardo debía estar siguiéndola de cerca, y cualquier movimiento podía revelar su posición. Esa incertidumbre la mantenía alerta, sentía que cada sombra en la calle pudiera esconderlo. Aunque su amiga había asegurado los primeros meses de la pensión, los demás gastos pronto se volverían una carga imposible. El dinero que le quedaba apenas alcanzaba para lo básico. Necesitaba un trabajo, algo que le diera no solo ingresos, sino también un lugar al cual pertenecer. Aquella mañana, con un abrigo demasiado fino para el frío de la montaña, recorrió las calles empedradas. Entraba en cada tienda con una sonrisa educada, preguntando si necesitaban ayuda. La respuesta era siempre parecida, amabilidad en las palabras, pero en el gesto, la negativa. En la panadería del centro, la anciana detrás del mostrador se secó las manos en el delantal y le ofreció una mirada comprensiva. - "Lo sie
El calor del sol caía fuerte aquella tarde. Caroline, que en el pueblo todos llamaban Paulina, luchaba con una cubeta de agua que se le resbalaba entre las manos. El pozo estaba a pocos metros, pero cada paso parecía más pesado que el anterior. El sudor le corría por la frente y, aun así, sentía que cargar aquella cubeta era una forma de probarse a sí misma, de convencerse de que podía con todo, aunque estuviera sola. - "¿Quiere que te ayude?", la voz de Mariano la sorprendió. Él apareció con la camisa arremangada, el cabello algo húmedo de sudor, había estado ayudando a unos ancianos con unos bultos, y esa expresión serena que, lejos de incomodarla, le ofrecía un extraño respiro. Había una suavidad en sus gestos que la desconcertaba; y Mariano disfrutaba la sencillez, ocultando que detrás de él había una fortuna millonaria que había creado por su cuenta. - "No, puedo sola", respondió ella con firmeza, aunque sus brazos temblaban bajo el peso del balde. La cubeta se inclinó pe
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