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Cap. 3. Tú no decides cuando irte

Seis años después de aquel “sí” impuesto, Caroline conocía demasiado bien el peso de la mansión y de su matrimonio. No había ventanas que la salvaran ni espejos que le devolvieran una versión verdadera de sí misma. Todo estaba medido, controlado, vigilado, desde la hora en que desayunaba hasta la manera en que sonreía ante los invitados.

Esa mañana, mientras preparaba la mesa para un desayuno de negocios, Leonardo apareció sin avisar. Caminaba con paso seguro, ajustando los gemelos de su camisa. Su mirada no buscaba amor ni complicidad: buscaba sumisión.

- "¿Otra vez sola?", murmuró él.

Caroline tragó en seco, sosteniendo la taza de café.

- "Pensé que habías aprendido a levantar la voz, solo cuando yo lo permito", afirmó Leonardo, su media sonrisa parecía inofensiva, pero no lo era.

Cada gesto suyo estaba calculado: el roce casi imperceptible de su aliento al inclinarse, la precisión con la que recorría su postura, el tono que podía ser elogio y advertencia al mismo tiempo. Cada palabra era un golpe silencioso que le recordaba que no tenía poder.

- "Buenos días, Leonardo", respondió Caroline, controlando la voz, aferrándose al hilo de dignidad que le quedaba.

Él se acercó un poco más, ajustó la corbata con indiferencia, y sus ojos café la evaluaron con una exactitud casi clínica.

- "Sabes que podrías mejorar, Caroline. Siempre puedes mejorar. Pero nunca lo haces por ti", dijo él e hizo una pausa, dejando que el silencio aplastara su respiración. "Solo para que yo no me canse de ti. Tú no decides cuándo irte; yo decido cuándo dejarte".

El estómago de Caroline se encogió. Esa era la rutina: elogios disfrazados de reproches, miradas que evaluaban cada gesto, la constante sensación de que nunca estaba a la altura de sus expectativas. Leonardo no solo controlaba su cuerpo; controlaba su mente.

Durante el desayuno, los silencios pesaban más que las palabras. Él hablaba de negocios, logros, proyectos futuros, y de vez en cuando lanzaba comentarios sutiles sobre su ineptitud, su “ingratitud” por la vida que tenía, sus decisiones “mal calculadas”. Todo diseñado para mantenerla dócil.

Cuando ella supervisó el recojo de los platos, escuchó su voz desde la sala.

- "No olvides que representas mi nombre, Caroline. La gente recuerda cómo luce la esposa de un hombre como yo, pero nunca lo que piensa", dijo él, con la voz calmada, sin que le importara los sentimientos de ella.

Caroline siempre lo había sabido, la belleza que otros admiraban era su cautiverio. Aquel que le daba todo, pero no le permitía crear nada por su cuenta, para que jamás tuviera las herramientas para escapar.

Mientras doblaba una servilleta, una brisa le trajo un recuerdo, ella a punto de cumplir dieciocho años, escribiendo en su cuaderno junto a la ventana abierta, soñando con música y viajes. Esa chispa diminuta seguía allí, escondida, silenciosa. Una chispa que se negaba a apagarse, aunque todo a su alrededor lo intentara.

Y mientras preparaba su ropa para la noche, Caroline pensó con tristeza que aquella joven que soñaba aún existía, y que algún día, quizás, volvería a ser dueña de su vida.

Mientras Caroline soportaba las cadenas invisibles de su vida en la mansión, a miles de kilómetros, Mariano caminaba por la terraza de un edificio en Milán. El sol de la tarde iluminaba su rostro de ojos avellana y cabello oscuro, pero su expresión era seria. Frente a él, sobre la mesa de mármol, reposaba el contrato que lo devolvería a su país, responsabilidades familiares, expectativas, obligaciones que había logrado esquivar durante años gracias a su fortuna secreta.

- "Mariano, deberías relajarte un poco antes de firmar", dijo Francesco Bianchi, su mejor amigo y socio, mientras hojeaba unos documentos. "Te sugiero que desaparezcas unas semanas. Nadie te encontrará si adoptas una identidad distinta. Un pueblo pequeño, montañoso, perfecto para desconectar antes del regreso".

Mariano frunció el ceño, tomando un sorbo de espresso.

- "No quiero perder quién soy, Francesco", manifestó Mariano, sus palabras eran firmes, pero había un matiz de cansancio. "Me fui de mi país para ser libre, no para olvidar mi esencia. Casi castigándome, por no saber nunca quien fue ella, nunca supe si estuvo bien, si no le arruiné la vida, jamás debí tener esos amigos".

- "No te culpes, tú también fuiste víctima, también eras menor de edad, no la forzaste, al igual que tú, ellos hicieron que ustedes perdieran cualquier inhibición", insistió Francesco. "Además, no digo que te olvides, solo tendrás unos días para respirar, pensar, disfrutar de un lugar donde nadie te conozca y nadie te observe. Después, vuelves. A tu familia, a las exigencias, a la vida que te espera".

Mariano apoyó la mano sobre el contrato, sus dedos rozando la tinta fresca. Cada cláusula era una cadena invisible, cada firma un recordatorio de que, aunque había construido su fortuna solo, la herencia familiar y las expectativas siempre lo seguirían.

- "Está bien", dijo finalmente. "Olvidemos el apellido Russo, pero quiero mantener mi verdadero nombre allí, al menos conmigo mismo. No me voy a disfrazar de otro. Solo necesito un lugar que me permita recordarme, antes de volver".

Francesco asintió, comprendiendo que no se trataba de rebeldía ni de capricho: era su manera de mantener intacta su esencia, de no perderse antes de reencontrarse con su destino.

- "Entonces lo tienes decidido", dijo Francesco, guardando los documentos. "Un viaje corto, un pueblo tranquilo. Después, el contrato".

Mariano miró el horizonte, dejando que el viento de la tarde le recordara que aún podía elegir. Que, vivir solo para él, aunque fuera solo algún tiempo, hasta que inevitablemente se encuentre con su familia, para obtener su respeto, o para confirmar que debía alejarse de ellos para siempre.

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