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PECADO ARDIENTE
PECADO ARDIENTE
Por: R TORRES
Cap. 1. Tú contrataste esto

El silencio de la mansión se sentía tan frío que hacía juego con el mármol de sus escaleras. Caroline bajó despacio, con un vestido azul que había escogido sola, que caía sobre su figura recordándole que era una imagen que mostrar. Sus ojos miel reflejaban la luz de los candelabros, pero había en ellos un brillo apagado, cansado; su cabello castaño caía en ondas, despeinadas por la rutina que la había convertido en sombra de sí misma. Leonardo ya había salido, sin avisar, como casi todos los días. La mesa estaba servida para dos, pero solamente ella se sentó. El tenedor en su mano parecía más un símbolo de rutina que un instrumento para comer.

Seis años habían pasado desde la boda. Seis años desde que la obligaron a casarse con él para salvar la reputación de su familia y evitar que su "abuela" fuera desalojada de su hogar, la única persona que la había amado sin condiciones, aunque solo fuera su nana. Y solo ahora, en la madurez amarga de sus veinticuatro años, empezaba a admitir lo que antes se negaba a ver: estaba atrapada. No en la casa, sino en una vida que no le pertenecía. Cada reloj de la mansión le recordaba lo mismo: las horas no le pertenecían. Su reflejo en el cristal del reloj de pared le parecía el de una desconocida, impecable por fuera, quebrada por dentro.

Esa noche había un evento social, organizado por los socios de Leonardo. Caroline llegó tarde a propósito, su demora era el único acto de rebeldía que aún le quedaba. Entró al salón con la frente en alto, pero sintiéndose como una intrusa en su propio matrimonio. La música sonaba alta, y las luces resaltaban el brillo de los trajes y vestidos, pero no lograban iluminar la sombra que llevaba consigo. Todos la saludaban con cortesía, nadie con afecto.

Lo vio a lo lejos. Leonardo reía, vaso de whisky en la mano, porte impecable y ojos café calculadores. A su lado, una mujer de labios rojos y vestido escarlata se aferraba a su brazo. Caroline sintió que no podía mantenerse en pie, pero se obligó a caminar con pasos firmes, cada movimiento medido, consciente de cada mirada que recibía.

Él la vio. Sus labios se curvaron en una sonrisa que no alcanzaba sus ojos, cargada de ironía y posesión. Leonardo se acercó, lento, seguro, y al pasar junto a ella, su voz casi susurrante, perforó la distancia.

- "Llegas tarde, querida. Me preocupaba que te hubieras olvidado de mí", dijo Leonardo, con una mirada que atravesaba la piel.

Caroline sostuvo la respiración, su orgullo golpeando cada palabra que no pronunciaba. Se obligó a sonreír apenas, con una mezcla de cortesía y desafío.

- "No me olvido. Solo llego a mi propio tiempo", replicó Caroline, con sonrisa desafiante, aunque supiera que después se lo cobraría.

Él arqueó una ceja divertido. Se inclinó levemente, rozando su brazo con el suyo.

- "Tu tiempo siempre ha sido peculiar", afirmó él, con un dejo de condescendencia.

- "Tú contrataste esto", dijo Caroline con cierta rabia, aunque sabía que tendría consecuencias, entre las cuatro paredes de su jaula de lujo.

La tensión entre ellos llenó el aire. Caroline notó cómo las personas alrededor los observaban. Leonardo sonrió, dando un paso atrás, seguro de su control, mientras ella respiraba profundo.

Mientras la velada avanzaba, Leonardo se mantenía cerca, lanzando miradas rápidas y evaluadoras, mientras Caroline se movía entre los invitados con elegancia, respondiendo con cortesía y fingiendo desinterés. Cada interacción, cada gesto, era un pequeño duelo silencioso: un toque, una palabra, un vistazo. La mujer del vestido rojo se mantenía aferrada a él, ignorante de la tensión que su presencia exacerbaba.

Cuando el evento terminó, Leonardo tenía que seguir tratando temas de "negocios". Caroline volvió a la mansión en silencio, recorriendo los pasillos que conocía de memoria. Habló por teléfono con su "abuela", escuchando su voz cálida y reconfortante, mientras sentía que por fin podía respirar un poco.

No esperó a Leonardo despierta, si eran las 3 de la madrugada, él ya no llegaría. No lloró. Se miró al espejo de su habitación y por primera vez en mucho tiempo no reconoció a la mujer frente a ella: el reflejo mostraba cansancio, sí, pero también un atisbo de decisión. “Algo tiene que cambiar”, pensó.

Mientras tanto, al otro lado del mundo, en la ciudad de Milán brillaba bajo las luces de la tarde, Mariano Russo caminaba entre las calles estrechas del barrio financiero con la seguridad de quien sabe que el mundo no lo ha visto venir. Veinticinco años, ojos avellana que parecían cambiar de tono según la luz, y un porte que mezclaba delicadeza y determinación; su juventud escondía una madurez forjada a fuerza de años de desprecio y enfermedad.

Desde pequeño, había sido el hijo enfermo, el débil que su padre miraba con desdén, siempre a la sombra de su hermano mayor, Leonardo. Pero esa sombra nunca logró apagar su ambición. En silencio, mientras su familia lo ignoraba, Mariano había construido su propia fortuna, inversiones inteligentes, negocios arriesgados que otros descartaban, una mente que no dependía de aplausos ni reconocimientos. Su independencia era su secreto más preciado, un poder silencioso que lo hacía invulnerable frente al desprecio familiar.

Esa tarde, Mariano estaba en un elegante café, revisando los últimos informes de su empresa, cuando la camarera le sirvió un espresso. Sonrió brevemente, y detrás de esa sonrisa había un mundo entero de resiliencia y deseos reprimidos. Sus dedos, finos y hábiles, acariciaban la taza mientras pensaba en los planes para el próximo trimestre. Cada decisión, cada movimiento financiero, era un pequeño triunfo sobre quienes alguna vez lo subestimaron.

Pero no todo era negocios. Mariano tenía un lado que pocos conocían, la capacidad de observar, de leer a las personas, de percibir la verdad detrás de las máscaras. Quizá por eso, a veces, soñaba con alguien que pudiera verlo realmente, que no se dejara engañar por la apariencia de debilidad que su familia siempre le asignó, incluso cuando estaba internado en un hospital no pudo asistir a la boda de su hermano mayor, no quiso conocer a la esposa, suponiendo una chica frívola más, aquellas que a su hermano le solían gustar. Aun sin saberlo, el destino estaba preparando un encuentro que cambiaría todo.

Al atardecer, cuando el sol terminaba de ocultarse, Mariano se puso de pie y fue a la terraza del café; sintió el viento en su rostro y pensó que tal vez algún día encontraría a alguien que lo elegiría por él, no por su dinero y su apellido. Más de seis años, lejos de su familia, estudiando y construyendo el imperio que lo hiciera inmune a la imposición.

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