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Cap. 2. No es una boda, es un acuerdo

El olor a gardenias siempre la llevaba de regreso. Bastaba una brisa cargada de ese perfume para que Caroline volviera a aquella mañana. Ella tenía dieciocho años recién cumplidos, un vestido marfil colgado en la puerta, y una casa llena de voces que no le pedían opinión, solo su obediencia.

- "No es una boda, es un acuerdo", dijo su madre, sosteniendo una copa de champaña. "Vas a agradecerme cuando seas mayor".

- "¿Agradecerte por venderme?", Caroline no pudo evitar que un hilo de voz escapara. "¿Eso es lo que esto es?, vendieron a su hija, por un negocio más, y si me niego es alguien inocente quien paga el precio".

Su padre no la miró a los ojos. Tenía el ceño tenso, los dedos manchados de tinta del contrato que acababa de firmar. Sobre la mesa del estudio, junto a un ramo de gardenias, descansaban dos carpetas: Capitulaciones matrimoniales y Alianzas comerciales. Era difícil distinguir dónde terminaba la hija y empezaba el activo.

- "Lo hacemos por Esperanza", dijo su padre, firme y sin titubear. "Su vivienda, su salud que es muy cara para ti, necesitas entender que esto es responsabilidad. Si no lo haces, todo lo que amas corre riesgo".

- "No es justo, tú si puedes pagar, solo es ajustar un poco más las cuentas", susurró Caroline. "No puedo decidir sobre mi vida así".

- "No se trata de ti", intervino el abogado. "Solo debes firmar y cumplir lo que se acuerde. La seguridad está garantizada. Nada cambiará tu rutina. Solo, te pedimos madurez".

“Madurez” era una palabra elegante para decir “obediencia”. Ella pasó las páginas sin ver, el murmullo de los adultos se mezcló con un zumbido sordo que le apretaba las sienes. Pensó en decir que no. Lo pensó de verdad. Pero entonces escuchó la frase que su familia repetía desde semanas atrás: "Es por el bien de todos, especialmente de ESPERANZA, solo así podemos hacernos cargo de tu Nana, sabes que su enfermedad y su vivienda es muy cara". Esa mujer era única persona que la amó toda su vida.

Más tarde, en la habitación contigua, Marisol Ortega, la única amiga que aún se atrevía a cruzar esa casa, le sostenía el vestido para la prueba final.

- "No tienes que hacerlo", susurró Marisol, clavando alfileres con manos temblorosas. "Nos vamos, ahora mismo. Yo manejo. No mires atrás".

Caroline la abrazó con fuerza, y por un segundo creyó que podía correr, que sus piernas sabrían encontrar la calle, un bus, una salida; y una forma de proteger a su Nana, pero cómo conseguir mínimamente 1000 dólares mensuales, para los negocios una cantidad mínima, para ella sin respaldo una fortuna. La puerta se abrió y entró su madre con un “es hora” que borró cualquier plan.

Media hora después, la iglesia era una estampa perfecta, vitrales, arreglos blancos, un coro que ensayaba Ave María. Leonardo la esperaba al final del pasillo. Impecable e inaccesible, la imagen que había creado. Sus ojos la recorrieron como quien revisa un documento antes de firmarlo. Ella sintió un escalofrío que no venía del frío.

- "Aprenderás rápido", murmuró él en la sacristía, antes de salir. "No hagas preguntas. No tomes decisiones sin consultarme. Y sonríe cuando te lo pida".

No hubo tiempo para responder, para quizás encontrar en él una esperanza. La música comenzó.

Caroline caminó sosteniendo un ramo que pesaba más que sus manos. Cada paso era un sí impuesto, una renuncia pequeña. Buscó a su padre; él asintió y sabía que de ahí nunca vendría su ayuda. Buscó a Marisol; la encontró al fondo, con la mandíbula apretada y los ojos brillando de furia contenida.

El sacerdote habló de amor, de paciencia, de destino. Palabras hermosas convertidas en jaula. Cuando llegó su turno, la garganta le ardió. El “sí” salió tan bajo que solo ella pareció oírlo. El aplauso de los invitados llenó el vacío.

Después vino el salón, las copas, las fotos, la risa de los socios de su padre, las palmaditas en la espalda. Leonardo se inclinó hacia ella para susurrarle al oído, con esa cordialidad que solo él podía convertir en advertencia.

- "Desde hoy, representas mi nombre", susurró Leonardo, y Caroline supo en ese momento, que no iba a ser fácil, pero todavía no sabía que tan difícil sería esa vida.

En el civil, le pusieron frente el acta. La pluma pesaba. La firma de Leonardo ya estaba impecable, sólida, definitiva. Caroline escribió despacio, cuidando que las letras no temblaran. Cuando el último trazo se unió al papel, sintió, con absoluta claridad, que una puerta se cerraba detrás de ella.

La tarde cayó y con ella el murmullo de los invitados. En el coche, camino a la nueva casa, no hablaron. Las luces de la ciudad le recordaban la vida que ya no tendría. En la puerta de la mansión, el mayordomo los recibió con una inclinación y un “bienvenida, señora” que sonó a sentencia.

Antes de cruzar el umbral, Caroline miró sus manos, jóvenes, torpes, aún marcadas por el pinchazo de una costurera apresurada. Se prometió algo tan pequeño que apenas se atrevió a formularlo: recordar quién era, aunque todos intentaran olvidarlo.

Aquella noche, cuando llegó la oscuridad y la casa estaba en calma, Leonardo la llevó a la habitación matrimonial y cuando la puerta se cerró detrás de ellos, Caroline no pudo evitar sentirse nerviosa.

El vestido y los velos ya estaban a un lado, abandonados; el perfume de gardenias seguía flotando en el aire. Lo que había ocurrido minutos antes era irrepetible, un encuentro íntimo que confirmaba lo que él no sospechaba sobre ella. Sus ojos café la recorrieron con precisión, evaluando cada gesto, cada reacción, con la seguridad de quien sabe lo que acaba de pasar. Pensó que la juventud de la novia y la vigilancia de su familia le garantizaban lo que él hubiese preferido.

- "Vaya…", murmuró Leonardo, con voz baja y firme, mezclando sorpresa y desdén. "Pensé que llegaría intacta. Pero parece que me equivoqué".

Caroline sintió que la sangre le subía a la cara. Sabía que él hablaba con certeza, que no era insinuación, que lo que había sucedido esa noche estaba bajo su juicio y control.

- "No me preguntaste, no estaba en el contrato", replicó ella, cuando aún creía tenía voz, aferrada a la sabana que usaba para cubrirse.

- "No hace falta que digas nada", continuó él, con la misma frialdad calculada. "Solo recuerda que me resultaste demasiado cara, para ser barata".

Caroline comprendió que el mundo no se había terminado, pero el suyo sí había cambiado de dueño, que la desnudó rápidamente y luego le reclamó, porque lo que compró no estaba intacto, y que le enseñó a callar el placer para que no la llamaran "barata".

Sin embargo, muy dentro, una brasa se negó a extinguirse. No lo sabía todavía, pero algún día esa brasa sería un incendio.

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