Alma Rossi lo tenía todo: apellido, poder, belleza… y un matrimonio que parecía perfecto. Pero tras cinco años siendo la esposa de Gustavo Lazarte, uno de los hombres más temidos del bajo mundo, Alma descubre la cruda verdad: su vida ha sido una jaula de oro, forjada con mentiras, sangre y control. Manipulada, vigilada y silenciada, Alma finalmente decide romper las cadenas. El divorcio es solo el inicio. Su mundo se desmorona cuando su padre muere en circunstancias sospechosas y su herencia se convierte en el campo de batalla de una guerra entre clanes mafiosos. En medio del caos, un accidente la une al hombre que cambiará su destino: Valentín Moretti, enemigo declarado de Gustavo… y el único que se atreve a mirarla como mujer, no como propiedad. Pero en la mafia, nada es gratuito. La lealtad tiene precio, el amor es peligroso, y la traición… se paga con sangre. Entre promesas rotas, alianzas secretas y pasiones prohibidas, Alma descubrirá que su apellido no solo es un legado… es una sentencia. Y que, si quiere sobrevivir, deberá abrazar su lado más oscuro y reclamar el lugar que le corresponde: no como esposa, ni como víctima, sino como la heredera de una dinastía forjada en fuego y silencios. Omertà no es solo una ley de la mafia. Es el juramento que lo cambia todo.
Ler mais—Señorita Rossi. Es un honor tenerla aquí, estamos a su disposición. Su padre nos lo dejó claro antes de... partir —dijo el hombre de cabello engominado, con una voz cargada de respeto y algo más, tal vez temor―, Además veo que lleva puesto el vestido de corte recto y mangas largas que su padre le preparó para este día, sé que él está honrado con su acto ―En ese momento un trueno retumbó a las afueras del lugar, estremeciendo a cada uno de los presentes.
Alma Rossi alzó una ceja, dejando que una sonrisa escéptica curvara sus labios. Era más una mueca que una expresión amable, no entendía nada de lo que sucedía.
—¿A mi disposición? ¿Como escoltas, como asistentes? No necesito ayuda para administrar hoteles y joyerías. Ya me estoy encargando de eso —replicó, con un tono cortante y una leve inclinación de cabeza que pretendía cerrar la conversación cuando apenas estaba comenzando.
Hubo una risa breve, contenida entre los presentes, una de esas risas que se escapan cuando la tensión empieza a gotear por las paredes. El hombre de la cicatriz, sentado al otro lado de la mesa, intercambió una mirada con los demás antes de responder con una pausa medida.
—Con todo respeto, Alma... su padre no era solo un empresario. Esa era la fachada. El verdadero legado que usted ha heredado no está en vitrinas de cristal de una joyería ni en habitaciones de cinco estrellas de un lujoso hotel —dijo, con la gravedad de quien carga una verdad que ha sido enterrada por años.
El corazón de Alma se encogió ligeramente, confundida con lo que estaba escuchando, aunque su expresión permaneció impasible.
—¿De qué estás hablando? —preguntó, y aunque intentó que su voz sonara firme, se quebró levemente en las últimas sílabas.
Otro de los hombres, más joven, con barba de dos días y ojos de un gris opaco, se inclinó hacia adelante. Su voz grave rasgó el aire como papel mojado.
—Mafia. Su padre era cabeza de una de las organizaciones criminales más importantes de este lado del continente. Lavado, rutas, alianzas... Nosotros somos la familia, ahora usted es nuestra jefa.
El silencio se precipitó sobre ellos como una losa.
Alma los miraba uno por uno, esperando ver una grieta, una risa contenida, cualquier indicio de que era una broma mal formulada. Pero no había rastro de humor en sus rostros, solo piedra, lealtad y un pasado que ninguno parecía cuestionar.
El hombre de la cicatriz se inclinó hacia la mesa, con lentitud medida.
—A partir de hoy, usted será la cabeza de esta familia. Hay quienes querrán desafiarla, otros querrán probarla, pero estamos con usted, hasta la última bala.
—No lo entiendo... ¿por qué yo? —murmuró Alma, sintiendo que el suelo comenzaba a resquebrajarse bajo sus pies.
—Porque su padre lo dejó todo dispuesto —intervino entonces Andreas, el más viejo de los presentes, con voz ronca pero firme—. Dijo que, si algo le sucedía, usted tomaría su lugar. Nos ordenó seguir exactamente lo que usted dijera. Y nos pidió que le entregáramos esto personalmente.
Andreas sacó un sobre cerrado del interior de su saco y lo deslizó sobre la mesa. Alma lo tomó con manos temblorosas.
El papel tenía su nombre escrito con la letra firme de su padre.
Rompió el sello y leyó en silencio.
Amada hija mía. Si estás leyendo esto, es porque el destino se ha cumplido. No tengo duda de que eres la persona indicada que llevará nuestro negocio a un nuevo nivel. Pude haber dejado a muchos encargados, pero confío única y exclusivamente en ti. Nadie más tiene tu temple, tu mente, ni tu sangre. No te fíes de Gustavo. Ni de Isabela. No confíes en nadie más que en tu instinto. Confío en que harás lo que debe hacerse. Atentamente, tu padre. Arturo Rossi.
Alma cerró los ojos por un instante.
Sentía el corazón golpeándole las costillas con fuerza, tamborileando como si intentara advertirle algo que su mente aún se negaba a aceptar. Quiso decir que no, salir corriendo, negarse, gritar que aquello era una locura... pero esa carta tenía el peso de una tumba recién sellada. Y el rostro de su padre, tan presente en esas palabras, la empujaba hacia un destino que ya estaba trazado.
No sabía si reír, si llorar, o si levantarse y aceptar el peso del nombre que llevaba. Pero algo, algo profundo en su interior, nació con ese instante. Y no tenía nada que ver con hoteles, ni con joyas.
El hombre de la cicatriz, como si sellara un pacto, sacó una pistola desde la parte trasera de su chaleco y la colocó sobre la mesa con un golpe seco, definitivo. No fue una amenaza, más bien fue una declaración. Uno a uno, los demás lo imitaron, hasta que siete armas descansaban frente a ella, alineadas y brillando con un peso ancestral.
—Omertà —dijo él, con voz grave, reverencial, como si pronunciara una plegaria—. La familia Rossi.
Y entonces lo entendió.
No había vuelta atrás.
Ya no se trataba de querer, se trataba de deber. Y ese deber tenía su sangre escrita en cada línea.
La mansión Rossi, aquella fortaleza de mármol y vidrio que se alzaba entre las zonas húmedas de Miami, había perdido su brillo. Las luces estaban tenues, las cortinas permanecían corridas y el perfume floral de la entrada había sido sustituido por el aroma persistente de vino tinto y cigarrillos consumidos hasta el filtro.Alma, envuelta en una bata de seda negra, caminaba descalza por los pisos fríos.Su cabello recogido a medias dejaba escapar mechones rebeldes y oscuros.En su mano temblorosa, una copa de vino medio vacía que rellenaba constantemente desde la botella abierta sobre la mesa del comedor. En el aire flotaba una melodía suave, una pieza de piano nostálgica que parecía acompañar su tristeza desde algún rincón del sistema de sonido.—Señorita Alma —dijo una de las empleadas, con voz tímida desde el umbral—. ¿Por qué no descansa un poco? Hace días que no sale. El clima está triste, sí, pero la piscina está allí, esperando. Sé que a su padre no le gustaría verla así.Alma s
La sala velatorio era un santuario moderno, bañado en luces suaves y decorado con flores blancas. Había filas y filas de sillas tapizadas en terciopelo gris perla, todas orientadas hacia el ataúd central, negro como la noche. Sobre él, un arreglo floral con la palabra "Padre" bordada en oro.La lluvia repiqueteaba con insistencia en los ventanales, como si también llorara por Arturo Rossi.Isabela, vestida de luto riguroso, lloraba desconsoladamente, sollozando en voz alta, arrodillada ante el ataúd, atrayendo miradas de incomodidad y desconcierto. Su rostro maquillado mostraba surcos de rímel corrido y su cuerpo temblaba con cada espasmo de llanto.Entonces, las puertas se abrieron.Alma entró acompañada de dos guardaespaldas que había contratado esa misma mañana. Su vestido negro de terciopelo se fundía con el ambiente, pero no lograba ocultar la vulnerabilidad que se colaba por sus ojos vidriosos. Caminó por el pasillo central mientras todos los presentes se ponían de pie.Empresar
Alma se despertó pasada la una de la tarde, envuelta en un calor sofocante que parecía emanar desde su propio cuerpo y alma.De repente se sentó de golpe al sentir una náusea creciente, se llevó la mano al estómago y corrió al baño tambaleándose, donde terminó inclinada sobre la taza, vomitando el vacío amargo que le subía por la garganta.Las arcadas eran espesas, dolorosas, como si su cuerpo intentara expulsar algo más que solo malestar físico.Fue entonces, al alzar ligeramente la vista hacia el espejo empañado, que vio la herida en su sien y, de golpe, lo recordó todo, el accidente, el choque, la figura de Valentín, y el frío del mesón donde despertó.regresó a la habitación tambaleante y tomó su teléfono. Tenía 23 llamadas perdidas de Gustavo, de su abogado, de Isabela, de números desconocidos. Unas 15 notificaciones de mensajes de voz.Algo no estaba bien.El corazón le dio un vuelco, el presentimiento le comprimió el pecho, como si supiera, antes de saber, que algo había sucedi
El rostro de Alma cambió ligeramente, como si una sombra la atravesara al escuchar ese nombre.—Sí… ¿Conoces a Gustavo?—Digamos que hemos coincidido. ¿Eres su...? —pensó de inmediato, "¿Es la esposa de Gustavo? Vaya, vaya... no me lo esperaba. Mucho más hermosa de lo que él merece el gordo hijo de perra ese."—Esposa. Bueno, ex esposa, estamos en proceso de divorcio —aclaró Alma con firmeza.Valentín se quedó en silencio un momento.La sorpresa era genuina.Gustavo era uno de los nombres más odiados dentro del grupo rival.Siniestro, controlador, violento... Todo un jefe y esa mujer no tenía ni rastro de él.Él no quiso ahondar más.Dio unos pasos hacia una de las esquinas del galpón, retiró una gran sábana y dejó al descubierto un Mercedes-Benz C 63 AMG Coupé negro reluciente, impecable.—Vas a llevarme a mi casa, no pienso quedarme ni un minuto más en este lugar —dijo Alma con firmeza, sin dejar espacio a discusión.Valentín asintió sin protestar, casi con una mezcla de respeto y r
Las luces de la ciudad parpadeaban como advertencias mudas en el parabrisas del Maserati negro que cortaba la madrugada a pura velocidad. Valentín apretó los dientes, giró con brusquedad el volante y entró en una calle secundaria de la zona industrial de Miami. El motor rugía como un animal herido mientras los disparos rebotaban contra la chapa trasera del auto.—¡Malditos! —escupió con furia—. ¿Quién les dio mi ubicación?Dos motocicletas lo seguían de cerca. Las balas pasaban zumbando, rompiendo espejos, reventando los neumáticos de los autos estacionados. Valentín con astucia aceleró a gran velocidad y giró a la izquierda, luego a la derecha, y apagó las luces delanteras.Su corazón golpeaba como tambor de guerra, conocía esa zona como la palma de su mano, y no iba a caer esa noche, no ante sus rivales. Mucho menos sería como un perro callejero.Al pasar por debajo de un puente, aceleró aún más y derrapó en una curva cerrada. Las motos dudaron un instante, y ese fue su momento. Se
Entre sus dedos, el sobre manila contenía los papeles de divorcio.No firmados por su esposo, claro está. Él no había asistido."No tengo tiempo para firmar idioteces", le había dicho en un mensaje de voz horas antes.El abogado solo asintió en silencio mientras ella estrellaba su firma contra la hoja.Nadie se atrevía a interrumpir a la hija de Arturo Rossi cuando sus ojos ardían como carbón encendido.—¿Desea conservar el apellido, señorita Alma? —preguntó el abogado, con una mueca diplomática que apenas ocultaba la incomodidad de estar presente en ese campo minado emocional.Ella giró lentamente la mirada hacia él y sonrió con frialdad.—Ni su apellido, ni nada de él, que se lo quede todo si desea.El abogado bajó la mirada y asintió.—¿Debo anotar algún motivo oficial para justificar la solicitud? —añadió, sin levantar la vista.Alma guardó silencio, su mandíbula se tensó, no era una sola razón.Desde hacía tiempo, los silencios pesaban más que las palabras.Las noches en la cama
Último capítulo