La sala velatorio era un santuario moderno, bañado en luces suaves y decorado con flores blancas. Había filas y filas de sillas tapizadas en terciopelo gris perla, todas orientadas hacia el ataúd central, negro como la noche. Sobre él, un arreglo floral con la palabra "Padre" bordada en oro.
La lluvia repiqueteaba con insistencia en los ventanales, como si también llorara por Arturo Rossi.
Isabela, vestida de luto riguroso, lloraba desconsoladamente, sollozando en voz alta, arrodillada ante el ataúd, atrayendo miradas de incomodidad y desconcierto. Su rostro maquillado mostraba surcos de rímel corrido y su cuerpo temblaba con cada espasmo de llanto.
Entonces, las puertas se abrieron.
Alma entró acompañada de dos guardaespaldas que había contratado esa misma mañana. Su vestido negro de terciopelo se fundía con el ambiente, pero no lograba ocultar la vulnerabilidad que se colaba por sus ojos vidriosos. Caminó por el pasillo central mientras todos los presentes se ponían de pie.
Empresarios, diplomáticos, hombres con trajes demasiado caros y miradas demasiado frías. Muchos eran italoamericanos, con acentos marcados, y todos parecían conocerla, aunque ella no conocía a ninguno.
Isabela, en el suelo, no fue levantada por nadie. El foco había cambiado.
—¡Alma! —sollozó Isabela intentando ponerse de pie—. ¡Tu padre...! ¡Dios mío, tu padre!
Alma se detuvo frente a ella, la miró con desdén, y su voz fue fría como el mármol.
—Contrólate. Esto no es una obra de teatro, si realmente lo amabas, hazle honor con dignidad.
La sala entera quedó en silencio.
Isabela se mordió el labio, humillada, y retrocedió con la mirada clavada al suelo. Alma siguió caminando.
En una esquina, observándola con discreción, estaba una mujer vestida con un traje blanco marfil, de rostro elegante y severo, con un moño tirante y gafas rectangulares. Sostenía una carpeta de cuero negro y no hablaba con nadie. Solo observaba.
Alma no la había visto nunca, pero algo en su porte imponía respeto. Pensó que debía ser parte del equipo empresarial de su padre, y no le dio mayor importancia.
Mientras tanto, en la fila de la izquierda, se encontraba Andreas, uno de los hombres que siempre había estado junto a Arturo. Se acercó a ella con una mirada dolida, y los ojos enrojecidos por el llanto.
—Alma, pronto tendremos que hablar. Hay algunas cosas que debes saber, y debo entregarte algo que tu padre te dejo.
Ella lo miró sin responder. Solo asintió con la cabeza y siguió su camino hacia el ataúd.
Las cortinas se corrieron con un susurro, y ella entró sola. Desde afuera, todos escucharon el desgarrador grito que rompió el silencio. Su llanto fue como un cuchillo al corazón de los presentes. Su voz solo decía "¡Papá!" con una mezcla de rabia, amor y desamparo que erizaba la piel.
Uno de los hombres se llevó una mano al rostro, como para contener su propio llanto. Otros bajaron la mirada. Andreas cerró los ojos, mordiéndose los labios con fuerza.
Minutos después, Alma salió de la sala privada. Y la mujer del traje blanco se le acercó con serenidad, le extendió un sobre sellado.
—Su padre me pidió que le entregara esto si algo le pasaba —dijo—. Pronto conversaremos.
Alma lo abrió sin pensarlo. Dentro, una carta con la letra reconocible de Arturo Rossi.
Si estás leyendo esto, hija, es porque ya no estoy contigo. Hay cosas que debes saber, y las personas indicadas se encargarán de hablarte pronto, escucha a Andreas. Perdóname por lo que vas a descubrir. Te amé con todas mis fuerzas. Tú fuiste el motivo principal de todo. Nunca lo olvides. Papá.
La carta temblaba entre sus dedos. El peso de esas palabras se hundió en su pecho como una piedra.
El cortejo fúnebre partió hacia el cementerio. Bajo una tenue llovizna, Alma se arrodilló frente al hueco abierto en la tierra. Sus manos temblaban, aferradas a un rosario de plata que había pertenecido a su madre. Las lágrimas caían sin cesar mientras el ataúd descendía lentamente.
A lo lejos, entre las colinas cubiertas de niebla, se distinguían cinco figuras sombrías. De pronto, sonaron diez disparos al aire.
Alma dio un respingo y se giró alarmada hacia uno de sus escoltas.
—¿Qué fue eso? ¿Por qué disparan?
El escolta tragó saliva y evitó responder. Solo bajó la cabeza.
Entre los asistentes, algunos hombres se persignaban en silencio. Otros contenían las lágrimas.
Valentín estaba entre ellos, vestido con un traje negro oscuro, mojado por la lluvia, la observaba con ojos que hablaban más que mil palabras. Había dolor, respeto y algo más... algo que Alma no lograba descifrar.
Se acercó y la abrazó. Ella, sin resistirse, se dejó envolver por su calor.
—Tu padre fue un gran tipo. No sabía que eras su hija. Ahora muchas cosas encajan, quiero que sepas que estoy contigo, Alma. Siempre.
—No sabía que también lo conocías. Pero gracias... —musitó ella.
Entonces llegó Gustavo.
—¿Qué haces aquí? —le espetó a Valentín.
—No tengo que pedirte permiso para estar donde quiero estar —respondió él con tono firme.
Alma giró el rostro, sorprendida. Hasta ese momento apenas sabía que ellos se conocían, pero ignoraba que se detestaban.
—¡Vámonos, Alma! —dijo Gustavo, tomándola de la muñeca.
Ella se soltó con brusquedad.
—¡No me toques! ¡Ni ahora ni nunca más!
Gustavo quedó paralizado.
Detrás de él, tres de sus hombres se adelantaron instintivamente, intentando imponer presencia.
Pero Valentín dio un paso al frente, y sonrió con arrogancia.
—Diles a tus chihuahuas que hoy no tengo ganas de jugar con ellos.
Del otro lado del cementerio, bajo la lluvia persistente, la mujer del traje blanco marfil observaba con atención la escena. Su paraguas negro parecía absorber la luz y su mirada se clavaba en Alma, luego en Valentín, luego en Gustavo. Sin decir palabra, hizo una sutil señal con la cabeza en dirección a Andreas.
Andreas captó el gesto, dio un paso al frente y levantó la voz con autoridad.
—Caballeros. No frente al señor Rossi, menos frente a la señorita, si tienen algo que resolver, háganlo afuera, como dos caballeros.
Alma los miró a todos, pero ya no tenía fuerza para seguir descifrando miradas ni amenazas. Caminó sola entre los paraguas, entre el lodo, entre el legado oculto que apenas comenzaba a descubrir.
...
Esa noche, Alma no regresó a la casa que compartía con Gustavo. Le pidió al chofer que la llevara a la mansión de su padre.
Al entrar, encontró en la sala a Isabela acompañada por dos abogados, eso la detuvo en seco.
—¿Se puede saber qué hacen aquí? —preguntó Alma con voz firme.
Isabela se levantó con rapidez.
—Yo vivo aquí —respondió, nerviosa.
—Tú no —dijo Alma, con la mirada clavada en los abogados—. Me refiero a ellos.
Los abogados se miraron entre sí, incómodos.
—Estamos aquí por asuntos legales... la lectura del testamento es inminente —respondió uno con voz cautelosa—. El documento estipula ciertas disposiciones que deben cumplirse.
—Es lo que corresponde —añadió el otro, tratando de sonar conciliador—. No queremos problemas señorita Alma.
—¿Problemas? —Alma rió con amargura.
Entonces, al pasar cerca de la mesa, notó los papeles extendidos. Eran copias del testamento, planos de propiedades, registros de cuentas.
Su estómago se revolvió.
—Vaya... no pierdes el tiempo —dijo Alma mirando a Isabela—. A eso se debía tu teatrito en el funeral. No eres más que una maldita sanguijuela, odio el día en que permití que tú te acercaras a mi padre Isabela.
Isabela se quedó boquiabierta, sin palabras.
Alma siguió caminando.
Al llegar al final del pasillo, vio una fotografía sobre una repisa, su padre abrazando a Isabela en una cena.
Sin pensarlo, la tomó y la arrojó contra el suelo.
El cristal estalló en mil pedazos.
Alma se giró lentamente, conteniendo las lágrimas.
Todos los trabajadores de la casa estaban en silencio.
—Quiero a esta mujer fuera de mi casa en una hora —ordenó con voz firme, señalando a Isabela—. Que no quede ni su perfume.
—No hace falta que me eches —dijo Isabela, recuperando el aliento—. Yo misma me iré. Pero esto no se va a quedar así, lo que dice ese testamento… se va a cumplir.
Alma apretó los dientes, y una lágrima solitaria le cruzó el rostro.
Sabía que esa batalla apenas comenzaba.